Opinión

La Leyenda Negra, América, y la técnica diplomática (y II)

No hay que ser un Metternich para concluir en la inconveniencia de las discusiones históricas en política exterior. Y ello es tan evidente que podría constituir una ley si no matemática, desde luego que sí diplomática.

La carta del todavía presidente del añorado México, que cesará en octubre, reclamando hace un lustro que el rey de España (y el Papa) reconozca y pida perdón por los abusos cometidos durante la conquista, forma parte consustancial del ser imperial de España, que como los grandes países que transformaron la historia, lo hicieron con los procedimientos típicos de la época, ciertamente habituales en la dureza de las conquistas, en las gestas de pocos contra muchos, y no atenuados en sus excesos por la falta de cultura comparativa ya que de los pueblos a descubrir, a conquistar, en América y parcialmente en Africa, no constaba su existencia de manera cabal, y Asia tradicionalmente fue ajena, aunque no del todo, al circuito conceptual europeo.

De ahí, que entrar en polémicas tendría sentido en el campo académico y serían aconsejables desde un revisionismo positivo, constructivo, pero siempre con la salvedad de los tiempos diferentes, distantes, lo que de forma enfática aunque no enteramente satisfactoria se formuló con ¨la culpa fue de los tiempos, que no de España¨. Amén de que los inocultables agravios cometidos en el siglo XVI, llevaron sin demasiada dilación a la modélica y precursora legislación correctora de la corona española, con la introducción del humanismo en el derecho de gentes, el excelso timbre de honor hispánico.

Después, - de esos antecesores españoles, en parte aventureros y hasta algún que otro expresidiario, varios de los cuales fungieron como tales hacia aquellos indígenas “que no eran hombres sino animales con el don de la palabra”, y habrá que esperar hasta 1537, para que el papa Paulo III, en la bula Sublimis Deus, los reconociera como seres humanos, tras ser acusados los colonos/encomenderos por el P. Las Casas y alumbrando así las pioneras Leyes de Indias- surgen en la res pública institucional los un tanto indebidamente postergados criollos, que se emancipan aprovechando la debilidad de la metrópoli y se muestran incapaces, tras dos centurias de independencia, de alcanzar los niveles de organización exigibles desde la óptica occidental, mientras que en el país, entonces y ahora, más culto, la para mí querida Argentina, así como Chile, siguieron exterminando a los nativos al sur como los estadounidenses al norte de América.

Pero aquí se está tratando el campo diplomático en clave instrumental, distinto del que con las dosis de heterodoxia que habría que precisar, facultó a holandeses e ingleses, en primer lugar, a endosarnos la leyenda negra, sobre todo en América frente al gran hecho hispánico del mestizaje, tal vez el único que permite humanizar las conquistas, ignorado por los británicos et alii. Como también procedería diferenciar el origen de la inquina holandesa, basada en buena parte en la extralimitación de unos tercios que tantas veces se tiñeron de excesos y en los que no todos de aquellos sobresalientes milites/mercenarios, “que todo lo sufren en cualquier asalto, sólo no sufren que les hablen alto” como acuñó Calderón de la Barca, eran españoles, con la de los ingleses, contra los que nos defendimos más veces que atacamos y que nos han terminado dejando en el desigual balance, el baldón de Gibraltar. En este punto, resulta imperativo, amén de didáctico, mi habitual recurso a Gondomar, el embajador más positivamente activo que hemos tenido ante la corte de San Jaime, “donde compartía botella con el rey Jacobo I”: “A Ynglaterra metralla, que pueda descalabrarles…” y eso que todavía no habían tomado el Peñón.

La grandiosa, en el doble sentido del término, obra hispánica, refulge por encima de los excesos consustanciales a las conquistas, a todas las conquistas, sobre la base dual, que por su pertinencia se vuelve a reiterar, de haber sublimado la incipiente normativa internacional al introducir el humanismo en el derecho de gentes, lo que constituye una imperecedera aportación española a la civilización, Y naturalmente, en el mestizaje, la profunda, y muy visible diferencia con los demás países conquistadores.

Aquí no va a procederse a la mil veces manida defensa de la Hispanidad frente a la Leyenda Negra, ni siquiera en la línea intermedia de la Leyenda Rosa, evaluando las sombras y las superiores luces, incuestionables desde el valorable ángulo supremo de la cultura y el catálogo inicial de derechos humanos, cuya ortodoxa ponderación requiere ubicarse dentro de los márgenes que posibilitan no desplazar el punto de conexión, sino a propugnar una técnica diplomática, que se quiere superadora. Y ello porque siendo no omitibles los abusos, las trasgresiones cometidas por los conquistadores, y resultando que los amerindios teóricos y prácticos, nunca, en horizontes contemplables, van a renunciar a su pública denuncia, se impone salir de una dialéctica afuncional, instrumentando la adecuada técnica diplomática en términos directos, operativos.

La técnica diplomática parece clara: España no se pronuncia, por no proceder, sobre sucesos acaecidos hace cinco siglos, que asume naturalmente en lo que corresponda, pero que no valora por la insalvable diferencia de tiempos. Ya en el Quinto Centenario, inmersos en la inevitable y recurrente polémica, proliferaron desde el hiperindigenismo, desde el comprensible indigenismo, las diatribas, como era de prever, al celebrar el quinto centenario de la llegada de Cortés al gran imperio azteca. Como lo seguirá siendo cada vez que, lícitamente, España conmemore alguna emancipación, celebre alguna gesta, rememore su glorioso y singular pasado en América.

Resulta incuestionable que la tónica va a proseguir de manera similar desde determinados parámetros iberoamericanos, porque forma parte consustancial, atingente de manera inmediata a su acervo histórico-cultural. De ahí, que un elemental realismo abone aún más, la vacuidad de la controversia a efectos prácticos, refuerce en la impuesta dialéctica la doctrina abstencionista, que no pasiva, fomente la técnica diplomática que propugnamos. Y nos centremos en lo auténticamente importante, amén de factible, todavía pendiente, la consecución de un efectivo lobby iberoamericano de altas potencialidades en la diplomacia multilateral, que nos permita jugar a ellos y a nosotros, a todos, mancomunada, conjuntamente, a Iberoamérica, el papel que sin duda nos corresponde y al que estamos llamados por los factores de primer nivel que nos unen de manera ontológicamente indisoluble.

Y todo ello, con el simbolismo si se quiere, del bicornio puesto como San Martín o descubierto tal que Bolívar, en la evocación que hago en un artículo de los dos grandes próceres de la emancipación hispanoamericana, cuyas magníficas estatuas ecuestres están de esa manera (para ser absolutamente preciso, el caraqueño ni siquiera tiene bicornio) en el madrileño parque del Oeste, que contemplo casi a diario porque vivo cerca, en Ferraz, en los paseos con mis perros.

Por consiguiente y a pesar o justamente por su simpleza, por su limpieza sin artificios, ni exégesis rebuscadas ni facticias, por su naturalidad, por su pertinencia en definitiva, ya es tiempo de que, para la mayor gloria de Hispanoamérica, que es lo verdaderamente trascendente, Madrid, tal que ya he dejado escrito con anterioridad, instaure esa praxis procedimental como invariable, sistemática respuesta, y la eleve a doctrina internacional. Y a falta de mejores patrocinadores, la denomine.

Yo he lanzado a la palestra, al campo del honor internacional, dos “doctrinas”, que parecen tan impecables, como invocables o al menos como citables. “A pesar de contar con unas credenciales impresionantes o quizá por eso mismo, España, a veces, da la impresión de encontrar más dificultades que otros países similares, no ya para gestionar debidamente sino hasta para localizar e incluso para identificar, el interés nacional”. Y “Hasta que España no resuelva o al menos encauce adecuadamente su en verdad harto complicado expediente de litigios territoriales, no volverá a ocupar en el olimpo de las naciones, el puesto que corresponde a la que fue primera potencia planetaria y cofundadora del derecho internacional al más noble de los títulos, la introducción del humanismo en el derecho de gentes”.

Saben bien Santa Cruz y Moncloa, como he tenido que contar ad nauseam administrativa, que mi especial competencia en nuestros contenciosos y diferendos diplomáticos (junto a los tres grandes, Gibraltar, el Sáhara y Ceuta y Melilla, los que yo he denominado, sin oposición conocida, diferendos, Las Salvajes, Perejil y Olivenza) es conocida dentro y fuera de España. Competencia hasta singular, desde que fui el primer y único diplomático que se ocupó de los 339 compatriotas que quedaron en el Sáhara, tiempo después de nuestra salida, a los que censé, en lo que quizá fue una de las mencionables operaciones de protección de españoles del siglo XX.

Va de sí, que el Estado tiene, debe de contar conmigo, como se ha pedido desde más de una instancia cualificada, el Instituto de Estudios Ceutíes, del que soy miembro, en primera línea de nuestras controversias territoriales, o “La Carta de los 43”, ante el déficit que en general plantea el tema histórico, clásico, recurrente e irresuelto, que no irresoluble, de nuestros contenciosos diplomáticos. Y que el hecho de estar jubilado podría resultar irrelevante a los efectos de integrarme como uno más de los numerosos asesores con que cuentan nuestros gobernantes en distintas materias, máxime ad honorem como me he ofrecido. Pero es que incluso existen los eméritos, al igual que algunos jueces y catedráticos ¿por qué no ciertos diplomáticos, que atesoran acervos privativos? lo que avalaría aún más casos especiales como parece -némine discrepante, tras el cautelar casi - que podría ser considerado el mío.

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