La mente es realmente prodigiosa. Las ideas se van acumulando en nuestra cabeza de manera independiente hasta que llega a ella un conocimiento que consigue aglutinarlas dando lugar a un pensamiento complejo dotado de cierta coherencia. No siempre es posible, pero en algunas ocasiones podemos practicar una biopsia de una idea para determinar las causas de su formación. Cuando pienso en la génesis de la tesis que voy a desarrollar en este artículo veo con claridad todos los pasos que la han hecho posible. El fulminante que hizo estallar la idea fue la lectura de la brillante definición del concepto de pueblo que hizo el escritor estadounidense Waldo Frank en su obra El redescubrimiento de América. Según Frank, un pueblo es “un organismo suelto, enlazado por la tierra y el aire, por los antecesores y los descendientes”. Al leerla, no pude evitar aplicar tal definición al caso de Ceuta. Sobre el primer elemento que dota de consistencia a un pueblo, los lazos con la tierra o lo que llamamos la patria chica, no parece que plantee muchos problemas. Todos los ceutíes –según se desprende de los resultados de la encuesta sobre el grado de querencia del territorio que figura en la tesis doctoral del sociólogo Carlos Rontomé– mantenemos unos fuertes vínculos afectivos con nuestra ciudad. Sin embargo, tengo la impresión de que no sucede lo mismo respecto a los vínculos que nos unen con nuestros antepasados.
Hay pueblos, como el vasco, que miran hacia detrás, hacia su pasado, y no aprecian ningún tipo de ruptura. Cuando visitan el Museo Arqueológico de su región y observan los restos materiales de los primeros pobladores de su lugar de origen consideran que allí están los primeros vascos; cuando estudian el periodo romano y conocen la resistencia de los vascones a la Roma Imperial, allí identifican a sus antepasados; cuando les explican la época medieval y conocen la dificultad de los monarcas castellanos de integrarlos en sus reinos, allí reconocen a sus antecesores. Tal y como se narra en la crónica de Alfonso III de Asturias, fechada en el siglo XI, “Álava, Vizcaya, Alaon y Orduña siempre habían sido poseídas por sus habitantes”. Éste, desde luego, no es el caso de Ceuta. Por nuestra estratégica posición geográfica nuestra ciudad ha sido ocupada por todas las civilizaciones que han dominado el Mediterráneo (fenicios, romanos, bizantinos, musulmanes, portugueses, españoles...). La historia de Ceuta no es un continuum, sino una línea plagada de rupturas.
La última gran ruptura en la línea del tiempo de la historia de Ceuta ocurrió el 21 de agosto de 1415. Tras setecientos años de presencia musulmana en el solar ceutí, la ciudad fue ocupada por las tropas lusitanas. En menos de siete horas, Sebta fue tomada. Quienes se resistieron al ataque murieron, la mayoría huyó y otros, como mujeres, niños y ancianos que se quedaron en sus casas, fueron hechos cautivos y llevados a los navíos y galeras portuguesas. Es posible que el extenso periodo de la historia medieval de Ceuta no fuera comprendido como un continuum absoluto, pero sí que había elementos tangibles que aportaban sentido de continuidad. Las mezquitas, madrasas, palacios, murallas, baños y cementerios, descritos por Al Ansari poco después de tener lugar la conquista lusitana de Ceuta, son buena prueba de que los ceutíes que hasta entonces ocupaban la ciudad percibían como propios todos los siglos de presencia musulmana en la estrecha península de Ceuta.
La ruptura, en término histórico y poblacional, que supuso la conquista portuguesa de Ceuta fue notable. En la ciudad no quedó ninguno de los pobladores oriundos. Sus casas fueron expoliadas y sus lugares de culto expurgados. El imparable paso del tiempo fue borrando las huellas materiales del pasado musulmán: barrios enteros quedaron ocultos bajo las huertas que los portugueses instalaron en la zona de la Almina hasta que los arqueólogos los han devuelto a la luz; las murallas quedaron ocultas tras los nuevos muros erigidos por portugueses y españoles; las mezquitas transformadas en iglesias y su madrasa Al-Yadida convertida en convento de Trinitarios; y uno de sus baños, el de la actual Plaza de la Paz, utilizado como cuarto de aperos.
Durante mucho tiempo, no se permitió el asentamiento de musulmanes en Ceuta. Prueba de esta prohibición es que, en una fecha relativamente cercana como principios del siglo XX, de los algo más de 13.000 habitantes con los que contaba la ciudad, el número de musulmanes era de tan sólo 250 personas. No fue hasta el fin del Protectorado Español en Marruecos cuando las autoridades permitieron de manera oficiosa la presencia de musulmanes en la ciudad. Llegamos así a principios de los años 80, momento en el cual, según la investigadora I. Planet, el número de los musulmanes residentes en Ceuta era de 15.000 personas, la mayoría sin tener reconocida la nacionalidad española. Con la promulgación de la Ley de Extranjería de 1985 se plantea la delicada cuestión de la identidad jurídica de los musulmanes de Ceuta y Melilla, que se resolvió con el reconocimiento de la nacionalidad española a 5.580 musulmanes de origen marroquí asentados en Ceuta. Desde entonces la comunidad musulmana no ha dejado de crecer, hasta alcanzar un porcentaje superior al 40 por ciento de la población ceutí.
Volviendo al tema central de este artículo, no cabe duda de que los lazos que unen a los ceutíes con sus antecesores difieren entre las dos principales comunidades culturales de Ceuta. Aquellos ceutíes de origen occidental que miran hacia su pasado reconocen con claridad cómo sus antecesores a las distintas generaciones que han ocupado Ceuta desde 1415 en adelante, con las que comparten similares creencias religiosas y fundamentos culturales. No sucede lo mismo, desde mi punto de vista, con los miembros de la comunidad musulmana ceutí, cuyas raíces históricas recientes no van más allá de dos o tres generaciones. Ante la superficialidad de su arraigo, han querido identificarse con los musulmanes que fueron expulsados de Ceuta en 1415 y, desde este modo, enlazar con los siete siglos de la época islámica, además de servir de argumento para contrarrestar la imagen que algunos pueden tener de ellos como recién llegados a esta tierra.
El planteamiento de utilizar la historia como fuente de legitimidad a las distintas culturas que, como en Ceuta, comparten un mismo espacio geográfico, la considero un grave error conceptual que no hace más que aumentar la tensión intercultural latente. Zygmunt Bauman, en su obra Mundo Consumo, apoya la propuesta de De Singly de abandonar las metáforas de las “raíces” y el “desarraigo”, a la hora de analizar las identidades presentes, y reemplazar por los tropos de echar y levar anclas. Según Bauman, “a diferencia de lo que sucede con el “desarraigo”, no hay nada irrevocable (y, menos aún, definitivo) en levar anclas. Mientras que las raíces arrancadas de la tierra en la que crecían acaban muy probablemente secándose y muriendo, las anclas se izan para volver a ser echadas en algún otro lugar, y permiten atracar con similar facilidad en múltiples puertos de escala distintos y distantes”. Aplicando esta metáfora del ancla podemos integrar en el discurso identitario “el entrelazamiento entre continuidad y discontinuidad en la historia de todos o la mayor parte de las identidades contemporáneas”.
La metáfora del ancla podemos unirla al significado que le dan los griegos al término polis. Cornelius Castoriadis, en su obra La ciudad y las leyes, explica que la polis no es una institución, ni un mecanismo y ni siquiera el territorio, sino los hombres, el cuerpos de ciudadanos. Para ilustrar esta idea, Castoriadis se refiere a la historia que cuenta Heródoto sobre los acontecimientos que se vieron en Atenas durante los prolegómenos de la batalla de Salamina. Fue entonces, cuando Temístocles, en clara oposición a los otros dirigentes griegos, declara: “nuestras mujeres y nuestros hijos han abandonado el Ática y están allí, en la isla de Salamina, y nuestras naves también; estamos listos para partir y fundar Atenas en otro lugar”. A pesar de que el territorio de la polis era sagrado para los griegos, tenían claro que lo que la definía en esencia no era tal o cual territorio, sino la colectividad política, el cuerpo de ciudadanos.
Nuestro barco, Ceuta, lleva muchos siglos navegando. Es una vieja nave sacudida por los continuos vientos de levante y poniente. Su timón lo han ocupado representantes de las más representativas civilizaciones del pasado, algunas de las cuales aún perduran en nuestro tiempo. Durante todos estos siglos de singladura sus distintas tripulaciones la han amado con pasión hasta la última astilla del maderamen. Entre sus tripulantes hay algunos que han heredado el puesto de sus antepasados, cuyo recuerdo se pierde en la noche de los tiempos, y otros que se han enrolado en los últimos decenios. Pero una vez que todos deciden levar anclas, el barco se pone a navegar sin que nadie tenga en cuenta la procedencia de unos u otros, tan sólo se preocupan de sortear los peligrosos arrecifes y enfrentar con valentía las tormentas que con cierta frecuencia les azota. Nadie conoce a ciencia cierto el destino de la nave, –quizás esa misteriosa cultura del Mundo Único que se deja ver cuando se disipa la densa niebla que dura ya varios años– pero todos se afanan en que el barco no se hunda y, mucho menos, que se pueda producir una rebelión a bordo que enfrente a los miembros de la tripulación por el control de la nave.