“¿Cómo no va a ser urgente un hombre con 73 años una semana malo? Una persona que es médico diciendo ‘tengo otras urgencias. Lo de tu padre no es una urgencia, y te cuelga”, se pregunta Beatriz Rodríguez, cuando intenta reconstruir la odisea que llevó a toda la familia de Juan Rodríguez Barrones, segunda víctima del coronavirus en Ceuta, a vivir uno de los peores momentos, si no el peor, de sus vidas.
Cuando Juan ya presentaba síntomas más que evidentes, en opinión de la familia, de que tenía COVID-19, llamaron a emergencias y “desde el primer día” les dijeron a los dos “que era una gripe común”.
Pepi está sentada en el sofá de la casa de Sonia, otra de sus hijas junto a Beatriz, con la cara descompuesta. A la primera pregunta, directamente se remonta a ese día en el que Juan “vino de comprar del Mercadona y dijo que se encontraba fatal”. No quiso ni comer, un hombre de complexión fuerte y alto como era Juan. En la madrugada de ese 16 de marzo ya empezó a tener una fiebre alta, hasta 39,5. “No es normal”, añade Pepi Martín, la viuda de Juan y curada de COVID-19.
La tarde de ese día 16, paradójicamente, recibieron una buena noticia: a Juan le habían hecho una biopsia y había dado negativo. Esa noticia había puesto “muy contento” a su padre, cuenta Beatriz.
Lo que vino a partir de esa madrugada da “para escribir un libro”, cree Pepi. Los siguientes días fueron de una constante batalla de los hijos de Juan y Pepi porque sus padres fueran atendidos, en primer lugar, y se les hicieran todas las pruebas necesarias, en segundo.
“Era todo protocolo”, recuerda Beatriz. Llamaban a la línea 900 habilitada por la Ciudad para consultas relacionadas con COVID-19, de allí les remitieron a la sanidad privada debido a que Juan, policía nacional jubilado, era de Muface Asisa. En la clínica Septem les recetan a sus padres, entre otros, Paracetamol y Enantyum. “Pero la fiebre no remitía ni les bajaba la tos”, sigue Beatriz.
La familia volvió a insistir y desde su clínica les pidieron que llamasen al 061. Les recetaron Nolotil para que le bajara la fiebre y Voltarén. Pero nada. A la noche de ese primer jueves, Juan empezó a encontrarse muy mal y la fiebre seguía sin bajarle. “Llamé al 061 llorando, les dije que llevaban días malos, que cómo estaban, que son personas mayores, que nunca se habían puesto malos de la forma en la que estaban… Llevaron nada más que a una persona. Como el que estaba peor era mi padre, lo llevaron a él”. Pero al tener sanidad privada, Beatriz fue a la Septem, donde le hicieron un volante para Juan, ya en el hospital en ese momento.
Recuerda esas horas esperando que le dijeran lo que tenía su padre. Las pruebas se limitaron a un “análisis de sangre”, explica Beatriz.
Sonia también menciona el “protocolo” como un obstáculo para que su padre fuese observado adecuadamente. “No se hizo en condiciones. Ceuta no estaba como Madrid, Barcelona, Málaga, Sevilla… y aquí no había nadie. Una persona, en estado de alarma como hemos estado, con un seguro privado, no puede ir a un hospital público”. Explica que los vecinos con seguro privado “no tenemos un hospital en Ceuta”, y que si hubiesen podido coger un barco para llevar a Juan a la clínica Quirón de Algeciras, lo hubieran hecho.
“¿Por qué se nos niega el llevar a mi padre a una ambulancia? ¿Por qué termina la asistencia en el hospital y no lo llevan en una ambulancia, y tiene que llevarlo mi hermana?”. Preguntas que, de momento, no reciben una respuesta concreta.
Los sanitarios les decían que Juan no tenía coronavirus, recuerda Beatriz.
Que algo no iba bien lo corroboró el ingreso en el hospital. Un momento que Pepi tiene grabado: “Yo pensaba que iba a volver porque estaba sentado todas las noches en la cama diciendo ‘que estoy muy malo. Échame aerosoles’. Y yo le echaba...”.
Una noche llamó la doctora y les dijo “mira vamos a llevar a tu padre a UCI porque está muy nervioso”, relatan. Antes de llevárselo los sanitarios, Juan pidió a sus hijas que cuidaran de su madre. “El pobre se acordaba que estaba mala también. Y yo pensaba que iba a volver”, logra decir Pepi antes de romperse.
Juan dio positivo en COVID-19 y eso supuso el confinamiento obligatorio para la familia. “Mi madre sin poder salir, sin poder hacerse de comer”. Sonia agradece a personas como María del Mar de Sanidad y Antonio, un trabajador social, que les ayudaron para hacerle llegar la comida a su madre.
“Porque solo podía entrar Cruz Roja con EPI para recoger basura y llevar medicación”, explica Sonia.
Al poco, Pepi, sola en casa, también dio positivo en coronavirus y la trasladaron al hospital. Juan estaba en la UCI. A ella la mandaron a casa tras confirmarle el positivo. La sorpresa es que nada más llegar a casa la llaman para decirle que se la llevan de vuelta. “Para tenerme aislada. Me aislaron, llegué allí y me dieron una habitación que yo me moría de lo que vi”, asegura. Pepi, con fiebre y horas incomunicada porque el “timbre” de la habitación estaba averiado.
Mientras Beatriz, que había estado “entrando y saliendo para llevar a sus padres, se aisló “poniendo en peligro a mi familia, a tres personas más”.
El 12 de abril, Sanidad notifica a Pepi que da negativo en las pruebas. Es desde entonces cuando vino hasta esta casa, la de Sonia, muy cerca de la de Beatriz.
Las dos hijas y la mujer de Juan se sientan en un sofá de la terraza. Uno de los nietos de ambos juega dentro a la consola. En esta terraza las caras se descomponen, las lágrimas asoman y las voces se quiebran. Nadie se lo acaba de creer. Sin ir más lejos, Sonia confía en que, en algún momento, Juan toque a su puerta “para tomar café”.
Llamaron por segunda vez de la UCI. Esa noche, como todas las anteriores, los hijos de Juan y Pepi hacían videollamadas con su madre, que seguía confinada en la casa de Juan Carlos I. “Uy, a la Bea le ha pasado algo”, pensó Pepi cuando su hija se desconectó de la videollamada. Fue cuando, como la propia Beatriz asegura, se le “paró el mundo”.
Esa noche no le contaron nada a su madre. Hasta la mañana siguiente, cuando a primera hora le dijeron que Juan había muerto. “No puede ser, no puede ser”, se decía Pepi mientras caminaba por los pasillos de su casa. Sola.
Si no da tiempo a encajar el revés, menos aún para acudir a un entierro exprés y casi clandestino. Ni Beatriz ni Sonia se creían que su padre estuviera “ahí”. Sonia admite que “muchas veces” piensa si en realidad su padre estaba dentro de esa caja. “Entramos por separado porque dicen que hay que guardar distancias. Todos los protocolos, todas las distancias y todo lo que había que hacer lo hemos hecho. Llegamos allí, nos dijeron ‘a un metro de distancia cada uno”. Llorando la pérdida sin abrazos.
Y cómo en poco tiempo pasase de estar bien a no estar. “No me lo creía”, repite Beatriz.
“Si yo no me he despedido de él, si no le he visto, la última vez fue una videollamada con él antes de ingresar en el hospital. Es lo último que vimos de mi padre”, recuerda Sonia.
Ahora toca convivir con las preguntas. Cómo hubiera sido si se le hubiese hecho una placa a tiempo en la que, quizás, se hubiese detectado la neumonía que se le diagnosticó más tarde. “La duda nos va a quedar de que mi padre se hubiese salvado”.
“¿Y al final, para qué? Se podían haber hecho muchas cosas en ese momento”, piensa Sonia. Abril, con la pandemia ya haciendo estragos en España. Juan, con todos los síntomas. “¡Y no han hecho nada!”, dice indignada su hija.
Ahora queda una casa vacía a la que cuesta volver que conserva el olor y las pertenencias de Juan. Su sillón.
A las familias de ambos Juanes les quedan los viernes. Aquellos chascarrillos sin importancia entre Juan García y Juan Rodríguez en el momento en que se dicen pero que vienen de golpe a la cabeza: “Entre ellos hablaban muchas veces, y sus mujeres se enfadaban. ‘Juan tú fíjate, ¿y si nos vemos los dos juntos allí arriba?’. Y nosotros en ese momento nos decíamos ‘no me puedo creer que los dos juntos allí en la UCI y ninguno de los dos saben que están allí uno al lado del otro”, continúa Sonia.
Y Pepi que les contestaba que no dijeran “esas cosas”. Gran parte de la colección de corbatas y relojes de Juan ya está en casa de Sonia, donde Pepi se fue a vivir desde que se recuperó del coronavirus.
Ropa y tiempo. Precisamente algo con lo que tendrán que lidiar. La familia sabe que este año será “bastante malo, como para la mayoría de familias a las que les ha pasado prácticamente lo mismo que a nosotros”, dice Sonia mientras Beatriz se resigna: “Hay que aguantarse como venga y afrontarlo como podamos”.
Aún les queda la sonrisa a las tres cuando recuerdan el “San Viernes”. “¿Y lo que se han llevado? ¿Y lo que han disfrutado?”, acaba Pepi.
El día después de morir Juan, un 4 de abril por la tarde, el bloque de Juan Carlos I donde vivieron los dos Juanes, García y Rodríguez, se llenó de vehículos y agentes de la Policía Nacional. Hablaban a las puertas de la verja de entrada al portal, esperando el momento en el que, en formación, rindieron homenaje a estos dos agentes del Cuerpo Nacional de Policía jubilados. Un sábado. Los dos se fueron un viernes, con una semana de diferencia: el 27 de marzo Juan Rodríguez dijo adiós. El himno del cuerpo que empezó a sonar con todos los policías firmes deja bien claro que los recuerdos no desaparecen: ‘La muerte no es el final’ y, así, ese bloque quedará en la triste efeméride de la pandemia en Ceuta.
Por eso ni Beatriz, ni Pepi, ni Sonia quieren olvidarse de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, a las que Juan dedicó gran parte de su vida. “Nosotros sí queremos agradecer a toda la Policía Nacional, Policía Local, Guardia Civil, Bomberos... que han estado pendientes del piso de mis padres llevando cosas. Cruz Roja, Sanidad, asistentes sociales, vecinos, amigos, compañeros de trabajo que son como de la familia, todo el día llamando”, explican.
Beatriz alude también a aquellos que ni les conocían en persona y aún así les ofrecieron su ayuda. “Queremos agradecérselo a todos por haber estado allí”.
Una sensación “agria” por la pérdida de su padre, del marido de Pepi, pero que desde el otro punto de vista les ha demostrado quién está ahí en los días que vinieron.
Ese piso, ese bloque en el que resonó el himno del CNP, que aparenta la normalidad de siempre pero al que la familia aún no puede volver sin que duela.
Después de todo lo vivido, quedaba enfrentarse a la realidad: el desconfinamiento ya empezaba a mostrar imágenes difíciles de digerir para la familia: gente en las terrazas riendo, bebiendo, como si nada hubiera pasado. Mientras, Sonia estaba en su casa llorando. “Decía ‘no me puedo creer que la gente esté celebrando. ¿Pero qué hay que celebrar?”, se preguntaba en aquel momento que luego aprendió a relativizar. “Pero claro, la experiencia que nosotros hemos tenido no es la que han tenido ellos”, asume. Sabemos que todo el mundo se está adaptando, que hay que salir, entrar, trabajar… Yo misma estoy deseando volver a mi trabajo. Pero es verdad que cuando vemos que alguien no hace lo que hay que hacer por protocolo del Gobierno, Sanidad… Tú dices ‘dios mío, qué inconsciencia”. Beatriz reconoce que aún hoy día se “cabrea” bastante porque percibe que la gente “no ve realmente la gravedad de este asunto”. Incluso Pepi, en los primeros días que salió a la calle para ir a la farmacia, llegó a dejarse las pastillas que iba a comprar por el miedo a pasar más tiempo en el exterior. “Me da miedo. Me duelen las piernas. Me canso tanto que he cogido cita para el médico. No sé si son secuelas o del miedo que llevo encima”, confiesa. Pero que no se viva en primera persona no quiere decir que no sea real. “En este caso nos ha tocado a nosotros. Pero le puede tocar a muchas más familias aquí en Ceuta. Y que les puede pasar a ellos”, sentencia Sonia.
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