En la clase de mi nieta, están leyendo El Lazarillo de Tormes, un librito delicioso, aunque a ella no termina de gustarle. Nada extraño pues, como muchos de nuestros niños, están tan embotados con el mundo de Disney (parte de la culpa la tienen sus progenitores) que, cuando el maestro o la maestra rompen una lanza a favor de la literatura seria, como es la vida de este “aprendiz de pícaro”, ya me los imagino, viéndoselas para hacerles comprender a la chiquillería que el mundo lo explican textos como este, y no tantas sirenitas, aladinos, leones parlanchines y otras boberías que, por desgracia, los niños y las niñas mantendrán como lastra, sabe Dios hasta cuándo. Sucede igual con los donuts: si no les pone freno a engullirlos, la glotonería los convertirá, primero en gordinflones; después en obesos y, a poco que persistan, en prediabéticos. También a las familias hay que pedirles explicaciones.
Cierto es que Lázaro de Tormes, como Alicia, el Principito o Platerillo, de Juan Ramón Jiménez, no son libros para la infancia, aunque para venderlos, las editoriales los envuelven en papeles de celofán en cumpleaños, comuniones y, desde hace poco, en confirmaciones. De ahí que, quienes dirijan estas lecturas en las aulas, habrán de caminar con exquisito cuidado y no contar las ñoñerías de siempre, sino escudriñando cada capítulo, cada frase, cada palabra, pues aquí están las claves para que los clásicos -y el Lazarillo es de los más importantes- hasta pueden explicar los tiempos actuales. Sin dejar en el olvido quién lo escribió y porqué, como sucede en este texto; por qué ocultó su autoría, jugando a convertirla en la autobiografía del que lo cuenta. Por cierto, que aún continuamos sin saber quién lo creó, pese a las muchas hipótesis de quién pudiera hacerlo. Toda una línea detectivesca de cuál fue la razón de ese comportamiento y si lo motivaron causas ideológicas o religiosas. Ambas de peso, como para esconderse bajo el disfraz de un pregonero. Es el final de esta historieta, ocupación que se la facilita otro de los clérigos del libro, a condición de amancebarse con la mujer del pícaro.
Lo interesante de la obra -y eso facilita la lectura- es que, aún siendo de pocas páginas, el libro puede abrirse por cualquiera de sus capítulos, sin que sea preciso saber lo acontecido en los anteriores o los que les sigan para tener una idea muy completa del argumento. Es lo que se llama, “estructura a cuadros”, la suma de los cuales forman, como un espléndido retablo, perfecta radiografía de aquella España, tan parecida a la de hoy, llena de injusticias sociales, intransigencias eclesiásticas, escasez de libertades. Un país que empezaba a dar los primeros bostezos de una decadencia en la que sobrevivían los hipócritas, los inmorales, los pícaros. A todos los condena Lázaro a los infiernos, si es que estos existen.
Ante la depravación de tanta gente y de las instituciones que los ampara, qué moraleja lleva implícito Lázaro de Tormes: si quieres sobrevivir, toma la sabia actitud del pícaro, la resignación. La maldita resignación de los españoles ante el derrumbe de la honradez, de la ética, de la verdad. Hasta Lázaro la adopta, engrosando el ejército de los corruptos, sin que la conciencia le cimbree lo más mínimo. No de otro modo, entenderíamos el acceder a compartir su cama matrimonial con el que le daba de comer. Todo es válido, incluso ser un cornudo consentido y contento.
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