Colaboraciones

Latencias

Estoy convencido, como lo estuvieron pensadores de la talla de Walt Whitman y Patrick Geddes, que todos los lugares tienen su personalidad marcada por el carácter que le aporta su ubicación, su geomorfología, su clima y las especies que la habitan. Los seres humanos nos hemos embarcado en el último momento y, desde entonces, somos llevados por el viento de la historia. Tal y como dice Wendell Berry en su magnífica obra “El fuego del fin del mundo” (Errata Naturae, 2019), gran parte de lo que ahora somos viene determinado por aquello que nuestros ancestros fueron y por cómo trataron el lugar que hemos heredado. Por desgracia, la tónica general es que quienes nos precedieron empobrecieron y limitaron las posibilidades actuales.
Quizá llevado por mi visión de arqueólogo, he llegado a interiorizar que lo que ahora contemplo es también lo que otros hombres vieron alguna vez, aunque con una configuración diferente en muchos detalles. Me esfuerzo en abrir una puerta de la imaginación para conocer otras “ciudades invisibles” (Italo Calvino) que han sido borradas por el paso del tiempo y la acción humana. No puedo dejar de pensar en los bosques y arroyos que conocieron los pobladores del abrigo y cueva de Benzú, de cuya frondosidad hablaron mucho tiempo después Estrabón y Plinio el Viejo. Imagino igualmente los grandes cetáceos que atravesaban el Estrecho de Gibraltar y la abundancia de túnidos que migraban cerca de nuestras costas. Me acuerdo de ellos cuando en estos días, sentado con un grupo de amigos en el cafetín de Benzú, veo saltar, como si fueran delfines, a grandes ejemplares de atunes.
La riqueza de este lugar ha sido reconocida por todas las civilizaciones que aquí se han asentado. Consciente de su importancia estratégica y de la vitalidad de sus aguas marinas, todos la han rodeado de murallas para salvaguardar su propiedad. No obstante, sus puertas siempre permanecieron abiertas para recibir a comerciantes, científicos y poetas. Fue así como nuestra ciudad llegó a ser un lugar de acogida para santos y sabios que conformaron la Ceuta sagrada, mítica y mágica de la Edad Media. Pienso que en este momento histórico, cuyo momento álgido fue el siglo XIII de los azafíes, se hizo patente la riqueza latente que siempre ha poseído esta tierra. El primero en reconocerla fue el héroe Gilgamesh, el cual inauguró el peregrinaje hacia Occidente buscando el elixir vital (ya sea en forma de agua, planta o fruto), capaz de otorgar la inmortalidad. Otros llegaron hasta aquí llevados por un destino indeseado, como Ulises. Odiseo conoció la belleza de este lugar y permaneció aquí siete años bajo el amparo de la ninfa Calipso, quien, para retenerlo a su lado, le prometió la misma inmortalidad anhelada por Gilgamesh, pero él prefirió aceptar su inexorable destino mortal.
El atareado Hércules vino también hasta aquí para cumplir uno de sus trabajos: lograr las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides, dotadas de la capacidad de conceder la eterna juventud. Ocupó el lugar de Atlas en el sostenimiento de la esfera celestial durante un breve lapso de tiempo. En cuanto tuvo las manzanas doradas en su mano se las llevó a Euristeo antes de abordar su última proeza consistente en bajar al Hades para capturar al perro Cerbero. Como podemos apreciar, vida y muerte, luz y tinieblas, se unen en “la confluencia de los dos mares”. La referencia a este punto de encuentro entre dos mares aparece en la Sura 18 del Corán. La Sura de la Caverna incluye tres pasajes distintos, pero interrelacionados. La primera parte trata sobre los siete durmientes, que algunos autores relacionan con las míticas siete colinas que dieron nombre a la Ceuta romana. Sigue a este relato el del encuentro entre Musa (Moisés) y al-Khidr en “la confluencia de los dos mares”, donde se localizaba la fuente del agua de la vida.
Con la llegada de los árabes a la Península Ibérica y el norte de África occidental comenzó la mitificación islámica de los paisajes de al-Andalus y el Magreb. No tardaron mucho en reconocer en estas tierras “el paraíso” prometido a las seguidores del islam y en identificar lugares sagrados citados en el Corán, como la confluencia de los mares, con las aguas del Estrecho de Gibraltar. Algunos autores, como Yusuf al-Warraq (siglo X) -fuente principal de al-Bakri para hablar de estas tierras en época medieval- fueron incluso más allá y localizaron la fuente del agua de la vida custodiada por al-Khidr en la costa norte de Ceuta. De esta forma regresaba a este lugar un sentido latente, relacionado con la idea de la inmortalidad o la renovación de la vida, presente desde los orígenes de la ocupación humana en este sitio tan singular y bello.
Los mitos, tal y como insistieron Carl Gustav Jung, Mircea Eliade o Joseph Campbell, hay que leerlos y asimilarlos en clave simbólica. En el mismo sentido, los textos sagrados permiten una lectura exotérica y otra más profunda y esotérica. Nuestros antepasados hasta comienzos de la edad contemporánea, en palabras de C.G.Jung, “vivían sus símbolos, pues el mundo aún no se les había vuelto real. Por eso iban a la soledad del desierto, para enseñarnos que el lugar del alma es el desierto solitario”. Siguiendo esta idea, la imagen del Estrecho de Gibraltar es el símbolo de la confluencia de los dos mares, es decir, el lugar del mundo imaginal intermedio en el que se localiza la fuente del agua de la vida que aporta sabiduría y vivifica cuerpo y alma.
Coincidió que el tiempo en el que la fuente del agua de la vida fue reconocida en Ceuta fluyó también la sabiduría y la santidad entre sus montes, calles, jardines y casas. Lo latente se hizo patente, con todas las imperfecciones que son consustanciales al ser humano. No debemos caer en el error de confundir mito y realidad. Lo ideal es más una aspiración de la que podemos estar más cerca o más lejos, pero que casi nunca se solapan. Más que hablar de utopías, prefiero utilizar el término de eutopía, cercano al concepto clásico de “Buen lugar”. El valor de una sociedad y de un ser humano, desde mi punto de vista, hay que calibrarlo más por sus aspiraciones que por sus logros. La fortuna suele aliarse con aquellos que persiguen con sus pensamientos y acciones los ideales supremos de la bondad, la verdad o sabiduría y la belleza.
Escribió C.G. Jung en su misteriosa obra “El Libro Rojo” que “nuestra época está buscando una nueva fuente de vida. Yo encontré una y bebí de ella, y el agua sabía bien”. La fuente de vida que encontró Jung fue el inconsciente colectivo. Este último contenía la sabiduría y la experiencia indecible que anhelaba y constituyó una guía sin parangón durante toda su existencia. C.G. Jung prestó atención a sus visiones y sueños y aprendió el lenguaje de los símbolos gracias al estudio de los tratados gnósticos, herméticos y alquímicos, así como de los mitos y leyendas. Siguiendo esta misma senda estoy intentado hacer patente las latencias de Ceuta. Todo está aquí, a la vista. Lo ha estado siempre, pero pocos han sido capaces de verlo debido al velo que cubre nuestros ojos. Esta ciudad posee una intensidad luz exotérica y esotérica que aporta sabiduría y vitalidad. Quien se fija en ella se siente atraído y cautivado por la belleza que resalta. Todos nosotros somos hijos de esta luz y podemos servirnos de ella para abrirnos paso entre las tinieblas que no dejan de acecharnos.
En los paisajes de Ceuta siempre ha estado latente el sentido de la eternidad. Es hora de que esta semilla contenida en el subsuelo de esta tierra brote, crezca y dé sus frutos de inmortalidad. Podemos recuperar el jardín de las Hespérides que algunos autores vieron con sus “ojos de fuego” en este lugar y que inspiraron palacios como los de la Alhambra. Pero para que este jardín resurja en lo que hemos convertido en una “tierra baldía” necesitamos regarlo con el agua de la vida. Sírvanse de la geografía sagrada de Ceuta como fuente de inspiración, pero no olviden que la verdadera fuente del agua de la vida está en el centro de todos y cada uno de nosotros. Esta fuente volverá a brotar cuando en el templo interior se aloje de nuevo la Sagrada Sabiduría. Entonces, y solo entonces, regresará el templo o jardín celestial.

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