Opinión

Las rosas y patatas de monseñor Martínez

Dicen que, cada vez que habla el arzobispo de Granada, monseñor Martínez, sube el pan. Debe ser cierto, porque mi panadero, que sin duda sigue muy de cerca todos los sermones del arzobispo, desde hace unos días, ha subido la bolsa de pulguitas de pan integral nada menos que un veinte por ciento. Cuando la chica de la panadería, tras una breve sonrisa, me dijo: “No, ahora la bolsa de pulguitas de pan integral, es 1,20 euros, en seguida pensé: Ya está. El panadero ha leído el último sermón del arzobispo. Ahora no me cabe la menor duda.

Los fieles que el domingo, día doce de febrero, asistieron a la misa de medio día en la Catedral de Granada pudieron oír de viva voz el sermón del monseñor. Los que no fuimos a misa nos tenemos que conformar con la información de la prensa sobre el mismo tema. Tanto Ideal como Público destacan en sus respectivas informaciones estas elocuentes palabras del prelado:

“Cristo había venido a enseñar a distinguir “una patata de una rosa y un hombre de una mujer”.

Sabias palabras del monseñor de Granada. Se percibe a una legua su formación escolástica y queda clarísimo que, antes de la venida de Jesucristo a este mundo, nadie sabía distinguir la patata (que sólo existía en lo que después sería América) de la rosa, que sí existía y ya la cultivaban en los jardines romanos. Tampoco sabían distinguir aquellas pobres gentes a un hombre de una mujer. Eso explica, sin duda, que los romanos llevaran faldas. ¡Qué ignorancia! Suerte que vino Jesucristo y los sacó del error. Fue muy fácil. Simplemente les dijo: el que tenga un pito y dos bolitas entre las piernas es un hombre; la que tenga una rajita es una mujer. Problema resuelto. La felicidad para la humanidad.

Antes de esta feliz clasificación, cuando al salir de la escuela, a los niños, se les ocurría hacer competición para ver quien llegaba más lejos con el chorro del pipí, había niñas que, al verlos desde la ventana, sentían la tentación de ir también a competir. Las madres tenían que retenerlas. “No, hija mía, tú no puedes participar en esa competición de machos”. Las niñas judías y romanas se quedaban aleladas e insatisfechas; pero, desde el día y hora que Jesucristo hizo la feliz separación de las patatas y las rosas, los hombres y las mujeres, todo quedó aclarado y a ninguna niña se le ocurrió ir a competir con el chorro de los machos. La felicidad total.

Pero la elocuencia de monseñor Martínez no se limitó a esta importantísima distinción entre patatas y rosas, hombres y mujeres. Entrado ya en materia arremetió contra la ideología de género que consideró, además de una patología, es también “una cortedad y una torpeza de la inteligencia”.

Se impone hacer parada en la ideología de género. Los expertos en el tema la definen como un movimiento ideológico que afirma que las diferencias entre el varón y la mujer, aparte de las evidentes diferencias anatómicas, no corresponden a una naturaleza fija que haga a unos seres humanos hombres y a otras mujeres, sino que son el producto de la cultura de un país y una época determinada. Aceptar tales premisas o solazarse en sus argumentaciones es suficiente para que monseñor Martínez nos considere víctimas de una patología -¿cuál?, no lo dice-, y resalte nuestra cortedad y torpeza de inteligencia. La verdad es que a mí me cuesta mucho trabajo considerar que toda persona que dé por buena la ideología de género, padezca una patología -¿cuál?, vuelvo a preguntar- y sea torpe y corta de inteligencia, pero, dado que el monseñor lo afirma con tanto énfasis y convicción, no me atrevo a contradecirlo. No sea que mañana restablezcan la Inquisición y vengan a buscarme. A más de uno han quemado por mucho menos.

Las feministas están que trinan y han pedido al monseñor que se retracte. Algo bastante más difícil que pedirle peras al olmo. Sería como si Torquemada se levantara de la tumba a pedir perdón a cada una de las víctimas que quemó. Yo, mientras tanto, sigo esperando la siguiente subida del pan, señal inequívoca de que ha habido un nuevo sermón de monseñor Martínez. ¡Qué cabeza! ¡Y los gerifaltes del Nobel sin enterarse!

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