Categorías: Opinión

Las múltiples caras de la crisis

La palabra que más se escucha en estos momentos de boca de los responsables políticos es la de austeridad. Hemos pasado en pocos años del dispendio económico a medidas drásticas de ahorro por parte de las administraciones públicas. La razón: un brutal terremoto económico con epicentro en Estados Unidos que ha provocado un tsunami que se ha sentido con especial virulencia en economías débiles como la de los llamados, de manera despectiva, países PIGS (Portugal, Irlanda, Grecia y España). En nuestro país el tsunami de origen norteamericano se ha retroalimentado con nuestro particular tsunami urbanizador que ha dejado el territorio español plagado de hormigón. La destrucción provocada por la gigantesca ola de cemento ha sido de dimensiones apocalípticas. Además de las consecuencias ambientales, tanto ladrillo ha dejado a España al borde del abismo socioeconómico. Hoy día nos encontramos con cinco millones de parados y un estado de bienestar que se está desmantelando a pasos agigantados. Y lo peor es que nadie se atreve a pronosticar cuando tocaremos fondo y mucho menos cómo y cuándo empezaremos a remontar la crisis.
Uno de los efectos de la crisis económica ha sido la brusca paralización del sector inmobiliario y la drástica disminución de las inversiones financiadas por los ayuntamientos, entes autonómicos y el gobierno central. En Ceuta, sin ir más lejos, hemos pasado del anuncio de obras faraónicas como la recuperación del foso de la Almina a anunciar la renuncia al plan de inversiones diseñado por el gobierno de la Ciudad, para dedicar el poco dinero que queda a pequeñas obras de mantenimiento. En la misma línea, el Estado parece decidido a dar carpetazo a proyectos como el vial puerto frontera, cuya necesidad y oportunidad en el contexto de carestía de fondos públicos ha sido cuestionada recientemente por el propio Delegado de Gobierno en una entrevista concedida a una revista local. De manera paradójica la crisis ha servido para frenar la locura colectiva que ha conducido a la construcción de aeropuertos sin aviones, trenes sin pasajeros, carreteras sin vehículos y puertos sin barcos. Por desgracia, después de tantos años de desenfrenado desarrollismo el paisaje resultante recuerda a un escenario postbélico. Montes esquilmados, costas destruidas y hormigonadas, biodiversidad mermada, centros históricos arrasados por la especulación urbanística y  patrimonio arqueológico arrasado son todos signos tangibles del modelo económico que ha imperado en España. Sólo la falta de dinero ha conseguido parar esta barbarie de destrucción y expolio de los recursos naturales y culturales de nuestro país.
La importante reducción en el dinero que las administraciones pueden dedicar a  sus ansiados megaproyectos puede que sea el único aspecto positivo de esta crisis sistémica. Ha llegado el momento de pararnos a reflexionar sobre el dispendio que ha caracterizado a la acción política en España, exigir responsabilidades y trazar un nuevo plan basado en la sostenibilidad ambiental y la equidad social. El problema con el que nos encontramos es que ahora no hay recursos económicos ni para absurdos megaproyectos ni para aquellas actuaciones que son indispensables para mantener unos niveles aceptables de calidad de vida. En el mismo armario que se han guardado las carpetas de proyectos megalómanos como la recuperación del foso de la Almina han quedado depositados los expedientes de construcción de nuevos centros educativos, escuelas infantiles, centros de atención para dependientes y tercera edad, así como los correspondientes a la dotación y mejora de infraestructuras básicas (agua, saneamiento, electricidad, etc…).
Al igual que una alcantarilla cuando se obstruye, las fétidas aguas del despilfarro y la corrupción que discurrían por las cañerías del poder están saliendo a la superficie. Así algunos funcionarios municipales, irritados por la disminución de sus salarios, amenazan con bombear la mierda para que hacerla visible a todos. Para que las aguas negras vuelvan a su cauce se considera imprescindible que el caudal de dinero que mantiene el entramado en pleno funcionamiento siga fluyendo por todos los ramales. De este modo se consigue diluir la porquería y que ésta pueda seguir circulando. Pero el grifo ha sido cerrado por quienes tienen el control de las llaves de paso: el gobierno central y los bancos. Y por encima de ellos la Unión Europea y el sacrosanto mercado.
La presión en la red del poder está alcanzando niveles insoportables. Ya no quedan válvulas de escape a las que acudir. Algunos partidos políticos hablan de política de mínimos que nos recuerda a la economía de guerra practicada durante la Segunda Guerra Mundial. En aras a mantener la estructura del Estado, en sus diversas formas, se aboga por renunciar a todo lo que se considera superfluo. Y ahí, en el capítulo de determinar lo prescindible, la disparidad de opiniones es extraordinaria. Van desde quienes defienden la eliminación de subvenciones a las entidades deportivas, sociales, asistenciales o culturales hasta la supresión temporal de tradiciones populares (feria patronal, carnavales, etc…), pasando por la reducción de altos cargos, la disolución de fundaciones públicas, empresas municipales y un largo etcétera.
En el incendio que nos rodea todos quieren salvar sus muebles, mientras que nadie se preocupa por salvar la casa y sus inquilinos. En vez de acudir juntos a extinguir el fuego cada uno se preocupa de sus posesiones (salarios, prebendas, etc…) sin importarle el destino de los demás. De nuestra casa común, que no es el ayuntamiento, si no nuestro medio natural y cultural, nadie se acuerda. Es más, en estos tiempos de crisis abundan las opiniones contrarias en destinar dinero público a la conservación, protección y difusión de nuestro patrimonio cultural y natural, tradicionalmente desatendidos en esta ciudad. La ignorancia  e incultura que predomina en la sociedad española lleva a que una buena parte de la población celebre los gastos en espectáculos deportivos y musicales, pero exprese un rechazo categórico a la financiación de expresiones más elevadas de cultura, ya sea la rehabilitación de un edificio histórico, la creación de un museo, la restauración de una obra de arte o la mejora ambiental de nuestro litoral o zonas forestales.  Estas mayorías son las que con sus votos, su conformismo y su irresponsabilidad cívica han permitido que no encontremos cayendo en este pozo tan profundo cuyo fondo no somos capaces de ver.

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