A un lado de la pista, sentados, un grupo de diez jóvenes subsaharianos residentes en el CETI con indumentaria improvisada, algunos incluso descalzos. Frente a ellos, cuatro alumnos del colegio ‘Beatriz de Silva’ y de la Escuela de fútbol ‘Sandro Márquez’, ataviados con camisetas oficiales de clubes de Primera División, petos y zapatillas de las marcas que visten a Messi o a Cristiano Ronaldo. Y en el centro de la cancha, dos balones: uno reglamentario y otro rudimentario, fabricado con trapos prensados y convertidos en tripas de un calcetín que simula a los que ruedan por los campos de deporte de arena de media África.
Ese duro contraste entre dos mundos antagónicos era el que pretendía ayer provocar –y lo consiguió– el Departamento de Ocio y Deportes de Cruz Roja en el CETI a través de la experiencia Un deporte, dos horizontes, orientada a concienciar a los más pequeños de que el idílico paisaje que dibuja el mundo del fútbol de élite en Europa, con sus fichajes milmillonarios y sus estrellas mediáticas, dista un abismo del que a duras penas saborean en el Tercer Mundo. “Se trata de trasladar a los niños que no todo el mundo tiene la suerte de disponer de ropa deportiva, de material, de entrenadores, de instalaciones. Que comprueben que hay quien para practicar el fútbol no tiene nada. Eso les hace valorar más todo lo que tienen a su alcance”, definía Abel Fernández, educador y monitor deportivo de Cruz Roja.
Antes de que el balón comenzase a rodar y mezclase en un único equipo a ceutíes y subsaharianos, los inmigrantes esbozaron ante Alejandro, Aaron, Daniel y Rubén el retrato de las precarias condiciones en las que sobrevive el deporte en sus países de origen. Todas las historias de sus compañeros, plagadas de miserias, las resumía el relato de Aytara, natural de Malí, que a sus 20 años ya sabe lo que es peregrinar desde su país hasta Ceuta, cuya costa alcanzó en una pequeña barca hinchable con otros cinco inmigrantes. Desde aquel 2 de agosto de 2012 permanece en el CETI. Descalzo, porque asegura que es así como está habituado a jugar por la escasez de calzado en su tierra natal, contrapone la pista firme sobre la que sienta a los campos de tierra del corazón de África, “llenos de piedras”, sin porterías y donde “es muy difícil jugar”.
Tampoco hay balones, que nacen de unir despojos de telas y hay que “fabricar”. Y mucho menos indumentaria deportiva. “Mirad, yo juego con cualquier camiseta”, confirma tocando una de vestir que lleva puesta. “Vosotros tenéis mucha suerte de tener tantas cosas”, traslada a su audiencia, que sigue con atención las explicaciones y se sorprende de otro dato: “Nosotros para jugar al fútbol en nuestros países tenemos que escondernos de nuestros padres, que no quieren que lo hagamos porque dicen que tenemos que trabajar”.
Su historia reproduce a grandes rasgos las de Ginou, Kamara, Tourel... O a la de Dris, de 19 años y natural de Guinea Conakry, que les ilustra sobre cómo en su país un balón también puede surgir de dejar secar durante minutos la sustancia que esconden algunos árboles, formando con esa pasta un cuerpo esférico que luego se podrá dejar rodar.
Aytara ansía “triunfar en España o en Europa como jugador”, pero asegura que se conformaría con poner un día un pie en la península. Se declara seguir del F.C. Barcelona y sueña con emular a Messi, Xavi, Iniesta o Cristiano Ronaldo, sus grandes ídolos. Para perseguir ese anhelo celebra haber tenido “más suerte” que los inmigrantes que la pasada semana se quedaron en el camino del espigón del Tarajal. “Dios nos ayudó a entrar”, sostiene.
Un llamativo calentamiento africano, plagado de danzas y cánticos, abrió el fuego al entrenamiento en el que se mezclaron niños e inmigrantes. Jugaron con balones de trapo y otros comprados a golpe de euros.
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