Ha cundido entre un sector de la población ceutí una gran preocupación por el aparente incremento del número de casos de cáncer en nuestra ciudad. La muerte de personajes públicos y el aumento de la detección de graves dolencias en personas conocidas de la sociedad ceutí ha llevado a los miembros del partido PDSC, consternados por la muerte de su líder Mustafa Mizziam, a solicitar a la Consejería de Sanidad que realice un estudio epidemiológico para determinar las causas de esta presunta acumulación en el tiempo de enfermedades oncológicas. Según fuentes de la Consejería de Sanidad no existen series estadísticas fiables para confirmar una supuesta tendencia alcista en el número de muertes por esta causa, opinión que comparten algunos expertos a los que hemos tenido la oportunidad de preguntar por esta cuestión.
Reflexionando sobre este delicado asunto vino a mi memoria la lectura del libro “Némesis médica” de Iván Illich, o los apuntes de André Gorz, en “Ecología y política”, que analizaron de manera brillante la relación entre medicina, salud y sociedad. Estos autores coinciden en destacar una idea que puede resultar obvia, pero que tenemos la costumbre de olvidar: las enfermedades aparecen y desaparecen en función de factores relacionados con el medio ambiente, la alimentación, el hábitat, el modo de vida y la higiene (hygieia), entendida, en su sentido original, como el conjunto de reglas y condiciones de vida. Una mejora en estas últimas, tales como la existencia de una eficaz red de abastecimiento y saneamiento o la alfabetización, explicaría el 85,8 % de las disparidades de esperanza de vida en el mundo. Quizá muchos ignoran que la ausencia de tratamiento de las aguas fecales es actualmente la principal causa de muerte en el planeta, o por decirlo de otra manera, la construcción de las redes de saneamiento en las ciudades a finales del siglo XIX aumentaron la esperanza de vida en más de veinte años. ¿Y todavía algunos se plantean que son prioritarios los aparcamientos subterráneos a la mejora de la red de saneamiento en nuestra ciudad?.
Según André Gorz, “la medicina no puede dar la salud cuando el modo y el medio de vida la degradan. Los antropólogos y los epidemólogos lo saben de sobra: los individuos no solamente enferman a causa de algún ataque exterior o accidental, curable mediante cuidados técnicos: enferman también, aún más frecuentemente, por la sociedad y la vida que llevan... Resulta evidente que las enfermedades degenerativas, así como la infecciosas de las que han tomado el relevo, son fundamentalmente enfermedades de civilización”. Así, siguiendo la terminología creada por Winkelstein, tendríamos que hablar de enfermedades de la opulencia (provocadas por el exceso de ingesta de alimentación, el escaso ejercicio físico, etc…); enfermedades de la velocidad (estrés, ansiedad,…), enfermedades de la contaminación, etc…
En un estudio de la Agencia Internacional para la investigación contra el cáncer, dirigido por el profesor Higgison, estableció que el 80 % de los cánceres son debidos al medio y al modo de vida de las sociedades industriales. Cada día disponemos de nuevos datos respecto a los caracteres patógenos de la contaminación del agua que bebemos; del aire que respiramos; de los alimentos que consumimos, cargados de pesticidas, hormonas y antibióticos; de los productos químicos que utilizamos a diario; y hasta de las prendas que vestimos. Sabemos igualmente que las condiciones laborales causan muchas enfermedades, que la contaminación acústica afecta cada día a más personas, que el ritmo impuesto por la sociedad capitalista produce graves desequilibrios emocionales, a unos niveles que ha llevado a situar al suicidio como la principal causa de muerte no natural en los países desarrollados. Ante la eclosión de esta “sociedad del riesgo” (Ulrich Beck), todos tendríamos que hacernos la siguiente pregunta. ¿Por qué exigimos constantemente medios contra las consecuencias y costos de la enfermedad, pero no para protegernos contra las enfermedades mismas, eliminando sus causas?¿Por qué reivindicamos más medios sanitarios en lugar de preocuparnos de las condiciones que harían prescindir en buena medida de sus cuidados?¿Por qué en lugar de modificar nuestros hábitos de vida malsanos exigimos a nuestro médico que atenúe sus efectos?. La respuesta, en opinión de André Gorz e Iván Illich, habría buscarla en el hecho de que “la práctica de la medicina es un comercio; las relaciones entre los profesionales de las atenciones médicas y el público son relaciones mercantiles: el profesional vende lo que los clientes piden o aceptan adquirir individualmente. La medicina está desempeñando de hecho una acción defensiva del estado de cosas existentes: postula implícitamente que la enfermedad es imputable al organismo enfermo y no a su medio vital y laboral, y con ello no pone en cuestión esas formas de vida y de trabajo contra las cuales se rebela el organismo defendiéndose de ellas con una especie de huelga simbólica. La mayor parte de las enfermedades, en efecto, significan también un “no puedo más” del enfermo, una incapacidad para adaptarse o enfrentarse por más tiempo a una serie de circunstancias que comportan un sufrimiento físico, nervioso, psíquico insostenible a la larga para este individuo, y para todo individuo sano… La higiene, es decir, el arte de vivir de una forma sana, sólo puede integrarse en las conductas y actividades cotidianas en la medida en que los individuos sean dueños de su ritmo y de su medio de vida y trabajo”.
En definitiva, nuestra salud está a merced de un modo de vida impuesto por un pensamiento tecnoburocrático del que resulta muy difícil salir y unas condiciones ambientales, igualmente relacionadas con la lógica capitalista, que afectan gravemente a nuestra salud física y mental. El cambio es posible, la esperanza persiste, pero el precio que debemos pagar es muy alto en concepto de cambios en nuestros hábitos y costumbres. La viabilidad de esta transformación depende tanto de un radical cambio en nuestra actitud personal, -que en materia de salud pasaría por comer menos y mejor, hacer deporte y aquilatar los beneficios de nuestro elevado “nivel de vida”-, como en promover desde el ejercicio de una ciudadanía activa las modificaciones de carácter global que harían viable otra manera de vivir…y de morir.