Aunque resulte duro, la salud, como bien púbico, tampoco se distribuye de forma equitativa. En el actual sistema económico, las personas que viven en la exclusión de los barrios marginales sufren una discriminación múltiple: disponen de menos recursos socio-económicos, tienen menos poder en las tomas de decisiones, acceden a una peor atención sanitaria y están más expuestos a los factores de riesgo que empeoran su salud, sean estos de tipo personal, social o ambiental. Las clases sociales más desfavorecidas, los pobres, los explotados, los trabajadores precarios, las mujeres…los de abajo, padecen en carne propia la peor endemia de nuestro tiempo: la desigualdad social. El lenguaje que nos ha servido, a lo largo de la historia, como vehículo de acción y de pensamiento, en la actualidad nos paraliza.
Como defiende la socióloga Saskia Sassen, conceptos como el de desigualdad son tan inmensos que no son capaces de capturar todo lo negativo que ocurre a nuestro alrededor, de explicar lo que tienen que explicar. Son categorías que simplifican, que no nos sirven para entender y asimilar, por ejemplo, que ahí, cerca de lo que acontece en nuestra esfera vital, existen personas que son expulsadas de la realidad (económica, social y políticamente) en la que nos desenvolvemos día a día: no tienen acceso a una vivienda o son desahuciados/as de ella, pierden el empleo o no son capaces de reengancharse al mercado laboral porque éste ya no les necesita, mueren de frío o se ahogan en su intento de búsqueda de una vida mejor, o simplemente, su esperanza de vida se reduce porque eso a lo que llamamos desigualdad les impide obtener un tratamiento determinado. Pagan la factura por vivir con lo único que poseen realmente: la propia vida.
Esta realidad es irrefutable. Sin embargo, cuando escuchamos que en nuestra ciudad, dividida en dos grandes bolsas poblacionales de casi idéntico tamaño, una parte vive muy bien (situándose en la sonrojante opulencia en determinados estratos sociales) mientras que las gentes pertenecientes a la otra son machacadas por la pobreza y la marginalidad, preferimos pensar que hay una especie de suerte natural en la que unos se lo han ganado y sólo recogen el fruto de su esfuerzo y otros, siempre los mismos, no se esforzaron lo suficiente. Un sistema injusto pasa a ser justo. La justicia social pasa a ser sustituida por la caridad voluntaria. Se limpian así todas las conciencias para que consigamos dormir por las noches. Convertimos la injusticia en la oportunidad de sacar a pasear esa falsa generosidad que daba título a mi artículo anterior.
Muchas de esas personas condenadas a vivir en los márgenes del sistema no sólo tendrán complicado encontrar un trabajo decente, sino que, con toda probabilidad, jamás tendrán una estabilidad económica, ni la oportunidad de ascender socialmente. Su acceso a los servicios públicos cada vez será más tortuoso porque serán expulsados de los mismos bajo el eufemismo de la austeridad. Con toda seguridad, vivirán menos. Esto, que nos puede resultar muy difícil de asimilar y que puede parecer un exceso, es una verdad contrastada. La propia Ciudad Autónoma ha sido informada de este hecho a través de un estudio encargado a la Consejería de Asuntos Sociales en el que, esos dos mundos con “suerte” dispar y sus consecuencias, eran identificados de manera cristalina.
Palabras y categorías que hasta no hace mucho funcionaban bien, en la actualidad, a fuerza de manosearlas, se han convertido en una invitación a no pensar. Hay personas detrás de los datos. Vecinos y vecinas que comparten ciudad con nosotros, que viven historias personales desgarradoras, seres humanos que mueren y cuya pérdida, debido a las etiquetas, no lamentamos. Vivimos entre seres humanos a los que hemos deshumanizado. Como diría Sassen, en esta época en la que los significados padecen de inestabilidad, debemos escarbar en la sombra de cada palabra, recuperar su contenido, humanizarlas. De lo contrario, palabras como desigualdad, pobreza o refugiados se harán huecas y se transformarán en verbalismo alienado y alienante. Debemos recobrar la sensibilidad y la capacidad de repulsa. Debemos recuperar la humanidad. Empecemos por las palabras.