Categorías: Colaboraciones

Las cosas del campo

Invitado por un amigo, este año adelanté mis vacaciones de Navidad para pasarlo en su casa de las Huertas del Río (Archidona): quería que hiciéramos una lectura in situ de Las cosas del campo, de José Antonio Muñoz Rojas.
En mi reciente plan de relecturas esta era una de las obras que figuraba en los primeros lugares, aunque, en verdad, este es un libro al que, periódicamente, nunca he dejado de volver: Me lo descubrió, en su día, el mejor profesor que haya tenido: el inolvidable padre Santiago Pérez Gago, un magro y espigado dominico leonés, en la Universidad Laboral de Córdoba, a mediados de los años sesenta; yo, a su vez, entre otros, se lo di a conocer a este paisano y gran amigo: Pedro Javier Cabrera, nada más saber que tenía una casa allí: en los campos que tan magistralmente describe el autor antequerano en su obra: Como a toda persona sensible, el libro lo marcó.
Fue escrito, entre 1946 y 1947, sobre lo que acontecía diariamente en la Casería del Conde, donde por aquellos años residía el autor. Se publicó en Málaga en 1951 y, posteriormente, debido a José Luis Cano, en Ínsula; agotadas estas ediciones, la obra pasó a ser un libro inencontrable hasta que, en 1976,  con Las musarañas y Las sombras, lo reeditó la Editorial Destino. Vuelta a agotar esta edición, hasta 1999, felizmente, no volvió a ser impresa por Pre-textos.
La obra, según la conocida carta que le envió al autor Dámaso Alonso, es “el libro de prosa más bello y más emocionado que yo he leído desde que soy hombre”. Guillermo Díaz-Plaja, en su El poema en prosa en España, dice también que Muñoz Rojas “parte del modo de Juan Ramón, pero cuya manera personal podría ser la de una saturación del perfume lírico, de tal intensidad poemática y musical, que  hace de su libro Las cosas del campo uno de los más bellos en el género”. Personalmente, junto con Platero y yo y Ocnos, también lo tengo como una de las cimas indiscutibles de nuestra prosa poética.
Y, en un peregrinaje literario, la mañana del 5 de enero, vísperas de Reyes, con el texto en ristre –yo, con la edición de Destino; mi amigo, con la de Pre-textos- nos dispusimos a recorrer, mayormente a pie, los campos de Antequera y aledaños.
Los verdegueantes alcaceres prometían, meses más adelante, un mar de espigas; al pisarlo, el hielo crepitaba en los lavajos. El campo, en su contención, estaba pleno: inequívocamente  en él se presentía la más pujante de las primaveras. De vez en cuando, tras pegarle un trinque a la bota con aloquillo que llevábamos, especialmente cuando encontrábamos un motivo –aceituneros, abejas, taladores, encinas, abejarucos, mulos, nubes, yerbas ignoradas…-, nos deteníamos a leer en voz alta, alternativamente, alguno de los poemas de la obra. A veces tomábamos enlapachados caminejos y veredas, o bien, las menos, enfilábamos por el arcén de la carretera; a los escasos paisanos que por aquellos contornos nos topamos y a los domingueros que por ella circulaban, al vernos detenidos y con más o menos brío gesticular, les debíamos parecer un par de locos.
El Guadalhorce, a nuestra vera, por las recientes lluvias decembrinas bajaba chocolatoso y pleno de agua; a veces, la broza, azolvaba el ojo de algún puente y enlagunaba los predios aledaños. En algunos cilancos, con escrupulosidad parsimoniosa, picoteaban a lo suyo las garcillas. Al fondo, en las albarizas colinas, se alineaban geométricamente hasta los confines del paisaje, como de bronce, los olivos; entre ellos, a veces, se podía ver afanaba, aterida y silenciosa, alguna faneguería.
Hacia el mediodía, por quedar algo retirado, dimos el alto a un taxi que nos condujo a las cercanías de La Alhajuela, el cortijo, hoy en ruinas, situado en las laderas de la sierra del Torcal, donde Muñoz Rojas pasó tantos veranos y al que en La voz que me llama dedicó una elegía (“ Un montón de escombros es lo que queda/ de aquella entrada, de aquella reguerilla/ donde corría el agua, eternamente el agua…”) y un capítulo en Las musarañas (“ A cada uno le es dado y arrebatado una vez en su vida su paraíso. El nuestro fue siempre La Alhajuela”). Ante aquella desolación me fue imposible dejar de recordar el para mí más poético y melancólico de los refranes –lo dice don Quijote al final de la novela,  cuando hace el testamento-: En los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño… Tras la sentida lectura de ambos textos, igualmente en otro taxi, nos dirigimos hacia la Casería del Conde, próxima a Alameda: cortijo donde residió desde  mediados de los años 40 hasta que, por motivos laborales, hubo de marchar a Madrid. En su Cancionero de la Casería figura el “Epitafio a una joven pastora que amaneció ahorcada”, suceso real que aconteció cuando vivía él allí. Llevaba copiado a mano el poema en una hoja y, ante un olivo –que bien pudo ser donde la desgraciada muchacha puso fin a su vida-, lo recité estremecido: “Al viento/ hoja inesperada, / de un olivo sediento/ la oliva más morada. / No vengan los zorzales/ a picar de este fruto. El estornino/ enjarete tus honras funerales/ y lamente tu sino…”
Pasadas largamente las dos, ya estábamos de vuelta en la feraz vega antequerana; al fondo, como un pueblo de fábula, recostada sobre una escarpada colina cenicienta columbramos Archidona. Y proseguimos con la lectura de poemas: “Las herrizas”, que en algunas partes de Córdoba y Granada llaman burcios, “El corazón del campo”, “Finales de enero”, “Las heladas”… Al pasar por un cortijo, ya conocido por mi amigo, nos detuvimos a comprar huevos camperos y dos quesos de cabra: productos de fetén, indubitable garantía ecológica; en el patín, antes de despedirnos del viejo matrimonio de caseros, ante su asertiva complacencia, leímos “Hombres del campo” y continuamos la marcha.
En el centro del camino, entre roderas moteadas por cagarrutas de conejo, cubiertas aún de rocío, verdeaban largas bandas de grama. A la izquierda, enhestados sobre una larga loma, ponían un toque de modernidad en el paisaje antañón, con sus infatigables girándulas, varias filas de aerogeneradores. Sobre las tres –la caminata nos había abierto el apetito- decidimos dirigirnos a almorzar en un mesón que divisamos próximo a la carretera: en el aparcamiento –inequívoca señal de buen yantar- había dos autobuses y cuatro largos camiones fruteros de regreso o en ruta hacia Europa.
Al pasar junto a un chalé nos llegó un inconfundible olor a sardinas asadas y recordamos las numerosas veces que, desde Ceuta, habíamos ido a comerlas –diez por diez dirhams-, recién sacadas del mar, al puerto marroquí de M´diq. Nos fue también imposible no recordar el famoso artículo del gran Julio Camba: las sardinas –decía- no son para tomar en el hogar con la madre virtuosa de nuestros hijos, sino fuera, con la amiga golfa y escandalosa. Las personas que se hayan unido alguna vez en el acto de comerlas ya no podrán respetarse nunca más. Y sentenciaba: “después de comer sardinas uno tiene la sensación de haberse envilecido para toda la vida”.
Tras terminar la paella que tomamos como primero y en tanto esperábamos el  gallo al Rigamonti que pedimos como segundo, no sé por qué, me vino a la memoria la “Oda al caldillo de congrio”, de Neruda, que, a media voz, se la empecé a recitar a Pedro; pero, poco a poco –sin duda, el tintorro, con el estómago vacío, ya había empezado a hacer su efecto-, totalmente desinhibido fui alzando la voz. Los comensales –especialmente un numeroso grupo de jubilados de Vitigudino (Salamanca) que iban a pasar una semana en Almunécar en uno de esos viajes que organiza el IMSERSO-, expectantes, al finalizar, con fuerza, empezaron a aplaudir. Pedro y yo, estimulados –el dueño del establecimiento, entre tanto, había salido al comedor y redujo el volumen del telediario-, haciendo alarde de nuestra cordobesía, ya de pie, proseguimos con los soberbios sonetos a Córdoba de Góngora y de Juan Bernier, respectivamente, y con la lorquiana “Canción de jinete” al alimón. Concluimos, ambos igualmente –era una poesía que habíamos utilizado infinidad de veces en las clases y hecho memorizar a los alumnos-, con un poema de Alberti: “El tonto de Rafael”, para lo que requerimos la colaboración de los comensales: al final de cada estrofa, tras el  verso “¿Quién aquel?”, debían repetir a coro: “¡El tonto de Rafael!”, y todos, con soltura y gran  fruición así lo hicieron. Al final, junto con todo el personal de la cocina, que había salido a la sala, puestos en pie, prorrumpieron en una prolongada y cálida ovación.
Los camioneros, que al principio habían permanecido ajenos –en un extremo del salón-,  acabaron participando y sumándose también efusivamente a los aplausos.
Los salmantinos, cuando terminamos de comer, tras acercarse para felicitarnos se interesaron por alguno de los poemas –en especial, por la oda nerudiana- y por el título del libro que llevábamos; uno de ellos, maestro, según nos dijo, había pertenecido de estudiante a un grupo teatral y representado en Salamanca, precisamente, una obra de Lorca y alguna adaptación de Neruda: Bodas de sangre y Fulgor y muerte de Joaquín Murieta.
Ante tan clamoroso éxito, el orondo dueño, complacido, se negó a cobrarnos el menú: no era la primera vez que nos pasaba: en Ceuta, hace años, en un karaoke del Polígono, tras interpretar “Solo pienso en ti” y “¡Hasta siempre, comandante!” nos había ocurrido igual.
Después de despedirnos, muy agradecidos, de todo aquel estupendo  personal, continuamos nuestro peregrinaje –eran las cinco y media: no tardaría mucho en anochecer- con dirección a la casa. Habíamos leído ya casi todo el libro. Al pasar junto a un desnudo sotillo ribereño, Pedro se detuvo a arrancar cinco renuevos para plantarlos junto a la entrada de su casa al día siguiente; a continuación leímos el texto “Los álamos blancos” y, ya con la última luz del lubricán, “Tierra eterna”, con el que finaliza la obra. A lo lejos, insistente, se oía el   enérgico, afanoso ladrido de los perros; nada más entrar en la casa, rápidamente, busqué en las baldas de la no muy extensa pero selecta biblioteca de mi amigo El llano en llamas. Localicé el relato rulfiano y, en voz alta igualmente, como habíamos hecho durante todo el  día, en tanto Pedro acercaba los tueros y atizaba la candela, lentamente, lo comencé a leer. Las dos gatas de la casa -Lupita y Dama-, que con gambeteante triscar habían salido  al camino a recibirnos, ovilladas en los brazos de un sofá escuchaban sorprendidas. Fuera, festoneado de carrizales y espadañas, en un rabión se dejaba también sentir con fuerza el Guadalhorce.
La noche estaba oscura como boca de lobo; y a lo lejos, a través de la ventana, recortada en el firmamento como un telúrico colmillo, ante el resplandor de las luces de Antequera se podía ver majestuosa la peña de los Enamorados.
Y así –satisfechos y molidos- dimos por concluida, horas después, aquella amistosa, itinerante y memorable jornada literaria.

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