Las armas y las letras a menudo han caminado juntas desde muy antiguo. Ya en el siglo VII antes de Cristo, para los gentiles, Minerva era diosa de la “sabiduría”, a la que tenían por la misma que a Palas, diosa de la “guerra”. En nuestro D. Miguel de Cervantes, las armas y las letras coincidieron en su misma mano derecha, tras haber perdido la izquierda luchando contra los turcos en Lepanto. Y en el Quijote, el mismo autor señala el saber como una de las cualidades que debe reunir el militar, al decir: “Ser militar obliga a tener astucia, cultura y discernimiento”. En el Discurso sobre las Armas y las Letras, Cervantes pone especial énfasis al hacer equilibrio entre la pluma y la espada, aseverando: “No es cierto que las letras hagan ventaja a las armas; pero tampoco las armas superan a las letras, ya que las guerras tienen sus leyes, y éstas caen bajo las letras y los letrados”. Y es que, lo que se gana con las armas en el campo de batalla, muchas veces se pierde en la paz si no se defiende bien con la pluma, con la toga o con la diplomacia". Así nos ocurrió con la llamada “leyenda negra” sobre España, que como nuestros antepasados se ocuparon tanto de ganar batallas y naciones, y no les quedó tiempo para escribirlas, luego, autores de otros países más oportunistas escribieron nuestra historia, pero tergiversándola, ya que contaron nuestras grandes hazañas a su modo y manera y en su propio beneficio, para así tapar sus propias vergüenza por haber sido sus países los auténticos opresores y racistas en buena parte del mundo. Quizá por eso, Julio César dijera que: “por las armas y las letras había conseguido el Imperio”. De hecho, muchos denodados caballeros de armas han sido excelentes escritores; lo mismo que afamados hombres civiles, muy ilustres en letras, también han sido valientes soldados. Pues, en apoyo de la afinidad que suele darse entre ambos oficios, me voy a ocupar hoy de la figura de un capitán que cultivó ambos géneros: poeta y soldado, habiendo sido lo mismo de hábil desenvainando la pluma para escribir, que blandiendo la espada para luchar. Se trata de Francisco de Aldana, quien estuvo dos veces en Ceuta.
Sobre Aldana, unos creen que nació en Nápoles en 1537, donde su padre sirvió como militar cuando aquel territorio perteneció a España; pero otros coinciden en señalar que era extremeño, y al menos sus padres sí que nacieron ambos en Extremadura. Un ilustre intelectual extremeño del siglo XX, Rodríguez Moñino, aseguró que Aldana nació en Alcántara (Cáceres); de hecho, mantuvo una íntima amistad con otro extremeño humanista de gran prestigio, Arias Montano, al que el poeta-soldado dedicó su extraordinaria “Epístola a Arias Montano sobre la contemplación de Dios…” (1577), en tercetos encadenados de inspiración neoplatónica, que ha pasado a todas las antologías de poesía en castellano como obra clásica por su contenido y estilo sutil, refinado y bien estructurado, que se convirtió en un modelo a seguir, siendo admirada incluso por la Generación del 27. Su juventud la pasó Aldana en Florencia, entregado al estudio de las lenguas clásicas y de los autores de la antigüedad, de los que llegó a ser un buen conocedor y a hablar hasta doce idiomas. Al igual que antes habían hecho su padre y su hermano, fue militar con sólo 16 años. Con 20 años participó en la batalla de San Quintín y luchó contra los turcos. En 1567 se trasladó a los Países Bajos a las órdenes del Duque de Alba. Y en 1572 regresó a España con Don Juan de Austria, porque una herida de guerra en su pierna le obligó a replegarse.
El Duque de Alba lo presentó al rey Felipe II quien, enterado de su gran valor y enorme valía, le encomendó una misión secreta: ir a Marruecos a espiar las auténticas fuerzas con que contaba su rey. Francisco Aldana y Diego Torres, disfrazados de judíos, llevaron a cabo la difícil misión de explorar el territorio marroquí, labor que les llevó dos meses. Así fue como vino por primera vez a Ceuta, para introducirse en Marruecos. Obtuvieron muy valiosa información, pero que desaconsejaba el irresponsable empeño del rey Don Sebastián de Portugal de atacar a Marruecos. Felipe II envió a Aldana a tratar de convencer a su sobrino el rey lusitano para que desistiera de aquella arriesgada operación bélica; pero, contra todo pronóstico, lejos de convencer a Don Sebastián, fue éste el que con sus grandes dotes persuasivas captó para su causa al propio Aldana, que terminó embarcándose también en aquella loca empresa al mando de 500 portugueses.
Fue entonces cuando estuvo por segunda vez en Ceuta. No obstante, a la llegada de la expedición a Marruecos, volvió a advertir al rey luso que atacar le parecía una locura por las condiciones estratégicas adversas, que le podían ocasionar un desastre. Pero Don Sebastián se empecinó en desoír sus consejos y emprendió la batalla. Aldana, entonces, según contaron los pocos testigos que quedaron, con la espada “tinta en sangre” en una mano y con la Cruz de San Andrés y la Bandera abrazadas con la otra, se metió a morir matando. El rey cayó herido, y a Aldana le mataron su caballo. Don Sebastián le indicó que montara en otro; pero él le contestó: “Señor, ya es tarde, prestémonos a morir aunque sea pie a tierra”. Y rey y vasallo, ambos cayeron muertos el 4-08-1578 en la batalla de Alcazarquivir, llamada de los “tres reyes”, porque en ella murieron el monarca portugués, el rey marroquí, más un sobrino de éste que antes había sido depuesto del trono y después aspiró a suceder a su tío.
Con anterioridad a haberse alistado en el Ejército, Aldana residió en Florencia, donde concluyó su formación. Tras haberse batido el cobre en numerosas batallas, en 1571 vino a España; fue alcalde del castillo de San Sebastián y un gran consejero y amigo del rey Felipe II de España. El monarca español lo puso al servicio del rey de Portugal, Don Sebastián, que llegó a apreciarlo tanto que le regaló un collar de oro valorado en mil escudos y otros valiosos presentes. Aldana no quiso nunca publicar sus obras, porque le desagradaba la publicidad. Pero su hermano Cosme editó en dos partes (Milán, 1589; Madrid, 1591) lo que pudo reunir de ellas, en la que destacan en particular los sonetos donde revela su desengaño y disgusto por la vida militar que llevaba, y expresa su deseo de retirarse para llevar una vida contemplativa en soledad y en contacto con la naturaleza. También son importantes una Fábula de Faetonte en endecasílabos blancos, la muy original Canción a Cristo crucificado y la extraordinaria Epístola a Arias Montano sobre la contemplación de Dios (1577), en tercetos encadenados, de inspiración neoplatónica, que ha pasado a todas las antologías de poesía en castellano como obra clásica por contenido y estilo: “Pienso torcer de la común carrera/ que sigue el vulgo y caminar derecho/ jornada de mi patria verdadera/ entrarme en el secreto de mi pecho/ y platicar en él mi interior hombre/ dó va, dó está, si vive, o qué se ha hecho/ Y porque vano error más no me asombre/ en algún alto y solitario nido/ pienso enterrar mi ser, mi vida y nombre/ y, como si no hubiera acá nacido/ estarme allá, cual Eco, replicando/ al dulce son de Dios, del alma oído”.
Aldana llevaba veinte años luchando por Dios, por España, por el Rey y por el Imperio, batallando lejos de la Patria, y estaba ya cansado; las cicatrices, los resquebrajos, los destrozos en el cuerpo y en el alma, nos recuerdan las dos décadas de encarnizada lucha de los viejos Tercios españoles. Apenas le quedaba un rato para componer sus tercetos encadenados. Y pensó que ya era hora de volver a la Península. Ansiaba el “reposo del guerrero”. Llegado a Madrid, el rey lo tuvo por uno de sus más bravos capitanes y en muy alta estima, y también sus versos comenzaron a ser conocidos, más que bien reconocidos. Gil de Polo, escritor de la época, escribió de él por entonces: «Este es Aldana, el único monarca que, juntos, ordena versos y soldados». Pero aquel veterano militar había perdido media vida en sus esfuerzos, estaba ya harto de batallar y quería soledad, paz y sosiego, sentirse a gusto en contacto con la naturaleza y acercarse a Dios. Tuvo hasta que mediar en un motín de la tropa porque ni siquiera había dinero para pagarles sus raquíticos sueldos. Eso le produjo mucha desilusión, comparando lo que vio y vivió antes en la guerra y después en la corte, donde otros que vivían a pleno placer y sin apenas dar golpe se ponían las medallas. Eso le llevó a afilar más su acerada pluma, como en el siguiente verso: «Mientras, cual nuevo sol, por la mañana / todo compuesto andáis ventaneando / en jaca sin parar, lucia y galana, / yo voy sobre un jinete acá saltando / el andén, el barranco, el foso, el lodo / al cercano enemigo amenazando». Pero, aun así, él seguía sintiendo el “síndrome” de la milicia. Y, en cuanto luego Don Sebastián le propuso volver a empuñar la espada, se marchó a África a luchar por una causa que ni siquiera era la suya, guiado por la llamada de la muerte. Fue valiente “legionario” de aquellos aguerridos Tercios españoles.
Desde que recopilara su hermano buena parte de sus obras, quedaron entre lo más florido y admirado de la lengua y la literatura españolas, no lejos del talento de Boscán, de Garcilaso, de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo (más bien espía que militar), etc, todos lo admiraban mucho. Fue poeta de pro y valeroso soldado, como lo había sido el gran Garcilaso y otros vates de talla y estirpe española, como Calderón de la Barca, gloria de las letras españolas y de la milicia. Todos, tipos que empuñaban con el mismo ánimo y envite el arcabuz y la pluma, la daga y el tintero. Cervantes tenía a Aldana por «El Divino», Quevedo lo llamó «doctísimo español, elegantísimo soldado, valiente y famoso en muerte y en vida», y Lope de Vega le dedicó encendidos versos: «Tenga lugar el Capitán Aldana / entre tantos científicos señores / que bien merece aquí tales loores / tal pluma y tal espada castellana». Aldana, por amor a la milicia, murió por una causa a la que era ajeno; pero nos dejó vivos sus versos, llenos de pasión, de amargura y contradicción, los sentimientos de un soldado que se permitió soñar y pensar. Allá, en tierras marroquíes los restos de Aldana quedaron para la eternidad. Su noble orgullo, su patriotismo, su audacia, su valor de soldado español, su estilo de gran literato, todo ello, jamás se debe olvidar. El político D. Emilio Castelar dijo que: “Las naciones que olvidan los días de sacrificio y los nombres de sus mártires, no merecen el inapreciable bien de la independencia”. Pues vayan mi reconocimiento, admiración y gratitud al grande de Francisco de Aldana, y que su obra y su recuerdo se perpetúen hasta la posteridad, como ejemplo de erudito poeta y valiente soldado, lo mismo para las armas que para las letras.