No sé si han visto una patera abandonada en mitad de la nada con cargamento que a nadie le importa de zapatos impares, ropa que parece vieja y, en el fondo rezagado, ese aliento azul que expira la marea.
El coche del marroquí que han rematado en Sevilla debía estar igual, más si vivía en él apartado de la existencia regulera. Es lo que tiene la inmediatez de nuestra vida, que foguea y nos deja ciegos.
En la barriada del Cerezo, como en tantas partes del mundo, la ceguera se ha adueñado de los ojos más vívidos dejándolos como los de los pescados cocinados, huecos y vítreos. No vemos por ello, ni la indigencia en casapuertas engalanadas, ni a los aparcacoches que mellan su sonrisa cuando nos rascamos el bolsillo.
A éste que ha muerto no lo conocía, pero no debía de andar en buenas compañías porque le han segado la semblanza de dos tajadas certeras en mitad del tronco. No creo que viviera en la abundancia porque aparcar coches ajenos no da para mucho, ni tampoco el estar abocado a vivir en uno de ellos, masticado por la indigencia.
Pero como en el caso de las pateras que las carga el diablo y boquean muerte a cada renglón amañado, al marroquí le han regalado una postrera muerte de famoseo en dos párrafos y algunas líneas. No tienen ni eso las pateras anónimas que desembarcan en cualquier parte , pero vienen a amarar en ese paraíso que son los Toruños, amaneciendo un día- cuando vas a tomarte la vida a dos bocanadas- varada en los soportales de uno de los puentes entre verdolagas, salicornias y salinas. Como a los cangrejos violinistas que no les importa otra cosa que lo que puedan racanear al mar o los vuelos intrépidos de las gaviotas que los tienen como el manjar que son, vivimos para el presente. Porque la vida es esquiva y lo mismo te vomita en una gran ciudad, ciego, mudo y desgraciado para que te saeteen en dos tramos, siendo buena pieza para el Anatómico.
El coche del infeliz que ha muerto sin madre llorándole, no gozó de ese paraíso terrenal que pintan en África para que jóvenes incautos den el salto mortal y cabalguen una paterita que acabará dejada a su suerte en un caño mareal entre salinas y salicornias.
La vida regulera entraña trabajar a destajo, para montarte en el laberinto del hámster e ir al súper a comprar con la tarjeta que después pagarás, entre hipotecas variables y coches a sobresaltos de gasolinera. No es esa vida comparable al miedo a la noche, a la rigidez de unos sillones de coche viejo, o al frío nocturno de una Sevilla que hiela en diciembre y te quema en mayo, entrando a saco por esos cristales rotos a medio cubrir con cartones viejos.
No lo es porque las navajas afiladas buscan carne ajena y se entremeten entre arterias, músculos y costillares que ya no verán más Ramadán, ni el cordero regalado por los piadosos.
El miedo a la noche ha confirmado las peores pesadillas. Le ha alcanzado de lleno porque estaba sellado, quizás, desde que cruzó la frontera, o puede que por no saber elegir entre dónde quedarse como peón del ajedrez para no irse a la cajilla de las piezas matadas en el campo de batalla.
Ni en cuadrados en blanco y negro, ni entre salicornias, ha aparecido este muerto asesinado, sino en una barriada sevillana que casi ni habrá notado su ausencia. Los aparcacoches son tamaña fruslería con sus engañosas caras, sus gestos pedigüeños que ni en navidades te hacen abrir pecho, ni conciencia. Si les das algo, es más para no verlos.
No hay marcha atrás para los destinos amañados. Las puñaladas no estaban anunciadas pero sí servidas, lo mismo desde su nacimiento. Esta vez no se ha abandonado a una patera en mitad de un caño mareal, sino a un aparcacoches a su suerte perra.
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