No está la pandemia para amores, sino para coitos rápidos. Entrelazamos los cuerpos a la aventura, las siliconas al deseo, el márquetin a las simulaciones de besos.
No hemos evolucionado al Amor, sino desplumado las alas al niño de las flechas que se ha hecho mayor y tiene artrosis en las evaginaciones. Nada es verdadero, quizás ni el cielo. Como Truman es posible que vivamos en una burbuja tan falsa como los sabores de las sopas chinas. No encuentro esa inocencia de los uniformes que raspaban la piel, ni de las toallas que necesitaban suavizante, ni de unas manos ásperas de campo, ni de los gemidos de un bebé al culminar la aureola del pezón.
No encuentro verdad allá donde mis ojos lleguen, donde mis manos estrechen, donde el corazón palpite. Este San Valentín no significará nada, como tantos otros que se acumularon en calendarios invisibles de compras fingidas y muñecos horrendos. No habrá velas, ni champán, ni flores, ni bombones. Ni abrazos, ni besos, ni despedidas, ni encuentros. Solo el enorme bazar- siempre insatisfecho- transmutará en una nueva vuelta para vestirse los ojos, en blancos y purpurinas a la búsqueda del euro.
No creen los asiáticos en la Navidad, ni en las fiestas del Amor, sino en el trabajo continuado y la prosperidad que se gana con él.
Es simple, pero reconfortante. Necesito confort en mi vida y no idiotas que digan que hay que arriesgarse a salir y darte de bruces con la vida, cuando ellos siguen asentados en ella, reconcomidos por el hastío, la inanición moral y el continuismo. No hay San Valentín para ellos, porque nunca amaron, más que fingiendo los sentimientos que reproducían de los demás, apátridas de la verdad y pundonor.
No se me agrian los deseos, sino que se me comprimen por lo lejanos, por lo sinceros, por la vida que tuve y el amor que me regaló. No es fácil la convivencia, por eso el angelillo loco vuela solo como Arrow apuntando a todo lo que se menee. Tengo una recortada en casa solo por si se acerca. No quiero que me mande uno de esos berzotas que andan vacíos de corazón y cerebro.
Más bien prefiero disfrutar cada vez que siento aletear una paloma cerca- o una gaviota despistada- creyendo que es él y anticipando la emoción de acabar con su aciago vuelo. Como el gato castrado me he vuelto sanguinaria, anacrónica, desviada. Como el asesino a sueldo, imagino el crimen del amor baldío antes de que suceda y veo la disparidad del que tuve con cualquier otro que pudiera tener.
No me cierro ni a la aventura, ni al amor de los míos, ni a la entrega constante. Me anclo a los recuerdos positivos, a lo mucho que me dio mi pareja y a lo mucho que me queda por vivir en castidad del siglo XVI, con amigas autoimpuestas y amaneceres de lectura y visionados.
San Valentín se pude fumar toda la Mariguana del mundo, beberse el botín de Vaco y elucubrar entre el alma y el pozo de las creencias. A mí que no me deje igual que al osito gaditano andando con la cara partida , porque para eso ya tengo bastante con compartir espacio vital con dos adolescentes entregados en lo suyo, dos padres casi centenarios y dos hijos trabajando en Sanidad.
No está la pandemia para amores de” Lo que se llevó el viento”, ni para perder el tiempo. Una copa, una cama y mucho wasap que no queremos invertir en amores sentidos, ni ver más allá de nuestros propios ombligos.
Quizás ha llegado la hora de quitarse la mascarilla y comernos el alma. Quizás solo de festejar la vida, la salud y el que tengamos democracia. La recortada sigue ahí, ávida de aleteos cercanos. Mi corazón tranquilo no palpita desde hace casi seis años, como gato castrado solo piensa en destripar ratones incautos.
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