El mundo llora a Mandela. Desde el más humilde al más poderoso. Músicos, poetas, políticos, deportistas. Nadie es indiferente a la figura de este incansable luchador por la libertad y la dignidad de su pueblo. Un hombre íntegro y de principios. Su talla moral le permitía codearse y hablar de tú a tú a los principales líderes del mundo. La firmeza de sus convicciones le llevó a pelear con dureza contra un poder político y económico tremendamente injusto. Pero esto no le impidió ser magnánimo en la victoria y extremadamente sensible con los más débiles. Y aunque pasó casi un tercio de su vida en la cárcel, nunca le faltó el aliento para seguir luchando a favor de los Derechos Humanos, ni tampoco una sonrisa en su cara.
Me enteré de su muerte a las pocas horas de haber terminado de dar una conferencia a un grupo de emprendedores y artesanos marroquíes. Les explicaba la importancia de mantener sus oficios y tradiciones en un mundo cada vez más insostenible. También que en tiempos de crisis era fundamental la esperanza y la imaginación. Y les recordaba cómo el sueño que tuvo el doctor Martín Luther King, en parte se había hecho realidad cuando la sociedad americana había elegido al primer presidente negro de toda su historia. Pero también que ello había sido posible gracias a la confianza en los demás. El Yes We Can de Obama me sirvió, en este caso, para que entendieran que juntos podían superar las dificultades.
Es curioso ver cómo los grandes cambios de la humanidad siempre están basados en las mismas claves y principios. La reconciliación y el diálogo con sus enemigos fue lo que llevó al éxito a Mandela. Como se recoge en la prensa, “sabía que tender la mano era el camino de la paz”. A pesar del sufrimiento de la cárcel. De la misma forma, también es otra constante que la violencia jamás ha conseguido una paz duradera. Como tampoco la represión o el asesinato político han frenado los deseos de libertad de los pueblos, ni el triunfo de la razón. Gandhi sería otro digno ejemplo de lo que hablamos. E incluso el mismo Jesús de Nazaret.
De todo lo que se está escribiendo de este gran hombre, sobre todo me interesa resaltar algunos aspectos relevantes de su personalidad. Lo primero es su sencillez y humildad. Es algo que solo está reservado a las personas sobresalientes. A los grandes líderes. A los sabios. Lo segundo, su pasión por la música y el deporte. Nadie como él comprendía que la música es algo que une a las personas, que les libera de sus preocupaciones, que les ayuda a ser felices. Verlo bailar y cantar durante sus mítines, o en grandes celebraciones, es algo único y entrañable. De la misma forma, supo buscar la reconciliación a través del deporte. El golpe de efecto que consiguió en la final de la Copa del Mundo de Rugby, portando la camiseta de la gacela en un estadio atestado de afrikáneres, fue una genialidad que sólo él podía realizar. Por último, sus principios y perseverancia. Sólo una persona con unos principios sólidos y una voluntad de hierro es capaz de aguantar tanto sufrimiento y sacrificio en aras del bien común.
Hablan de él como un líder global, como el presidente de la humanidad. En caliente, todos lamentan su muerte. Sin embargo, considero que uno de los mejores homenajes que se le pueden hacer a Mandela es contribuir a que todo aquello por lo que luchó se haga realidad. Él fue un hombre generoso, que fue capaz de dar lo más valioso que tenía a favor de la paz y la reconciliación. Y también supo retirarse discretamente cuando cumplió su misión, para dar paso a las nuevas generaciones. Ahora nos toca a los demás. Honrar su memoria debe ir más allá de unas simples lágrimas. Un continente entero nos está esperando.
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