Opinión

Sobre la Violencia en las aulas, por Juan Luis Aróstegui

La gravísima agresión sufrida por una profesora en un instituto de nuestra Ciudad ha rescatado del olvido el sempiterno problema de la “violencia en las aulas”. En una sociedad que se mueve a impulsos de impactos mediáticos, los fenómenos sociales sólo despiertan interés cuando se traducen en episodios noticiables en el capítulo de sucesos. Así pasamos de un estado de absoluta calma e indiferencia a un convulso escenario de preocupación e indignación. Lo que era silencio se convierte en bullicio. Lo que parecía quietud resulta ser un infierno. Pero todo es impostado. El súbito debate se extinguirá a la vez que los ecos de la noticia. Porque, en realidad, a nadie le importa lo suficiente. Y sin embargo, es un asunto que debería ser objeto de atención permanente por parte los estamentos implicados (que tratándose del ámbito educativo no debería admitir omisiones). Intentaremos hacer alguna aportación. Antes de abordar esta cuestión es conveniente hacer alguna precisión que nos permita ordenar los argumentos. Uno. Cuando se tratan asuntos que afectan a miles de personas, abarcan infinitas situaciones diferentes, y tienen un marcado carácter poliédrico, cualquier argumento es susceptible de refutación con un simple ejemplo. No pueden existir opiniones completas y absolutas. Todas son parciales y relativas. Por ello parece lógico es utilizar como referencias para el debate las tendencias más significativas (y/o mayoritarias). Dos. Es necesario definir con la mayor exactitud posible el término “violencia”. Dejando al margen lo evidente, es decir, la agresión física, no es fácil determinar cuando estamos ante comportamientos violentos, entre otros motivos porque el diagnóstico contiene un componente subjetivo muy considerable. ¿Dónde está el umbral? ¿Un insulto es un modo de violencia? En unos casos si, y en otros no. Así podríamos seguir con actitudes como la mofa o el escarnio público, y un largo etcétera. Cuando además se trata de adolescentes todo esto se hace mucho confuso y complejo. Asumiendo el riesgo que implica toda simplificación, podemos acotar el concepto (a estos efectos) refiriéndonos a aquellas conductas disruptivas ejercidas contra cualquier miembro de la comunidad educativa que alteran el espacio público de convivencia. En este sentido, resulta una obviedad decir que en todos los centros docentes, diariamente, se producen una infinidad de acciones encuadrables en esta categoría. Tres. Cuando se analiza un fenómeno social, hay que dejar constancia de la dificultad de cuantificarlo exactamente. ¿Existe violencia en las aulas? Si, ¿Cuánta? Esto ya es más difícil de responder. Y siempre se corre el riesgo de “generalizar” o “minimizar” en exceso. ¿A partir de qué frecuencia se convierte un hecho en fenómeno? No existen datos fiables sobre lo que sucede en los centros. Según mi propia experiencia, las conductas violentas (de una gravedad apreciable) son protagonizadas por un sector del alumnado que oscila entre el quince y el veinte por ciento. No es un dato científico, sino una estimación basada en la observación directa. De este porcentaje obtenemos dos conclusiones: el ochenta por ciento de la población escolar se comporta correctamente (no se puede, ni se debe, dibujan un panorama trágico que transmita la idea de que el alumnado “va a la guerra” todas las mañanas); pero al mismo tiempo, hemos de reconocer que ese veinte por ciento es muy elevado y representa un autentico problema que no puede pasar inadvertido. “Los alumnos y alumnas que asisten a los centros no bajan de planetas ignotos, sino que salen diariamente de nuestras casas, en las que oyen insultos y amenazas de todo tipo y condición” En primer lugar porque el alumnado prodigo en este tipo de conductas tiene derecho a encontrar una solución educativa apropiada; y en segundo lugar, porque los efectos de sus acciones se multiplican exponencialmente desestabilizando el funcionamiento de todo el centro (una pelea entre dos alumnos o alumnas, en un patio de recreo donde se dan cita quinientos compañeros, se convierte en un tumulto de colosales proporciones). Cuatro. Los centros docentes no son recintos profilácticos ajenos a la sociedad. La violencia hacia el otro está presente, muy presente, en nuestro modo de vida. Los alumnos y alumnas que asisten a los centros no bajan de planetas ignotos, sino que salen diariamente de nuestras casas, en las que oyen insultos y amenazas de todo tipo y condición. No hace falta más que un mínimo sentido de la observación para comprobar que educamos a los jóvenes en un ambiente de permanente violencia. Todo el mundo “quiere matar” a todo el mundo por las cosas más nimias. Lo natural es que en las aulas sobrevuele la violencia. Es una clara seña de identidad de nuestro modelo de sociedad, cada vez menos solidario y más competitivo. Lo que sucede en la escuela, y la hace diferente, es que allí están concentrados todos los jóvenes y durante muchas horas. Todo se multiplica y se hace más visible. A partir de estas premisas esbozamos algunas reflexiones. Una. El sistema educativo español es una reliquia inservible. Sin enmienda posible. Lo que se hace en las aulas es algo insufrible para los jóvenes del siglo veintiuno. Los contenidos que se imparten y los métodos que se utilizan están absolutamente obsoletos. El alumnado no entiende nada de lo que hace, no se puede explicar por qué invierte tan descomunal cantidad de tiempo de su vida en algo tan “extraño” Odian la escuela. Esta hostilidad, o aburrimiento en el mejor de los casos, es una invitación a la disrupción. La única forma de mantenerlos en orden es apelando a la escuela como una especie de “gymkana vital”. No se inculca amor a la sabiduría, sino que se “les exige saltar estos obstáculos” para poder vivir bien en el futuro. Cuando este factor recompensa falla (está cada vez más devaluado) el conflicto está servido. No es extraño que un porcentaje de alumnos (que no aceptan o entienden esa relación diferida en tiempo entre esfuerzo y resultado) reaccione con una actitud agresiva. La revolución educativa del siglo veintiuno sigue siendo (desgraciadamente) una utopía en el anhelo de unos pocos. Dos. La administración educativa no dispone de los medios idóneos para hacer frente a este fenómeno. La “atención de a la diversidad”, es una gran falacia, que sólo sirve para rellenar rimbombantes textos legales sin incidencia alguna en la práctica diaria. La concepción restrictiva de este concepto la termina reduciendo al inoperante “desdoble” en el mejor de los casos, para el que, además, tampoco existe la dotación necesaria. Por otro lado, no existen ni recursos pedagógicos ni efectivos humanos para intentar modificar la conducta de los alumnos disruptivos A lo único que se aspira es a “neutralizarlos” temporalmente mientras dura la jornada escolar para que el resto de la comunidad educativa “respire”. De hecho resulta muy llamativo (por absurdo) que la única receta que contempla la normativa vigente es la “expulsión” del alumno (graduada según los casos) como “sanción universal” ante todo tipo de hechos punibles y diversidad de perfiles psicológicos de sus autores. Es como si en un hospital sólo se administrara un medicamento a todos los enfermos (en algunos casos sería muy útil y en otros, letal). En la inmensa mayoría de los casos, las medidas que se adoptan en los centros no sólo no solucionan nada, sino que refuerzan, prolongan y contagian las conductas disruptivas. Es una espiral infernal. Es urgente un cambio profundo en el sistema que actualice las respuestas educativas a una realidad tan compleja y dinámica. Tres. El profesorado también tiene que hacer un sereno y profundo examen de conciencia. No es suficiente con responsabilizar a la administración, al sistema, o al conjunto de la sociedad (referenciada en los padres y madres de alumnos). Siendo justas, merecidas, necesarias y cargadas de razón todas esas críticas y consecuentes reivindicaciones, también hay que asumir responsabilidades en primera persona. Expresiones tales como “ganado”. “personaje”, “elemento” o “prenda” refiriéndose al alumnado, suenan en toda las salas de profesores con más frecuencia de la tolerable. No vale decir que se trata de “bromas”. Se habla como se piensa y se piensa como se habla. Esos términos, peyorativos e irrespetuosos, se van grabando en el subconsciente (o en el consciente) y van abriendo un abismo insondable entre docente y discente. Para educar es imprescindible establecer previamente un vínculo afectivo. El alumno debe percibir que se siente querido por su profesor o profesora y que la labor de estos está relacionada con su bienestar. En caso contrario el alumno se distancia, se pone a la defensiva, ve en el profesor un enemigo y, llegado el caso, reacciona violentamente. Un error muy frecuente entre parte del profesorado es ridiculizar al alumno en público, ante sus compañeros. La humillación es un sentimiento terrible, insoportable, para un adolescente. En muchas ocasiones, y de manera involuntaria, un mal entendido ejercicio de autoridad se convierte en un estímulo para la violencia.

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