El silencio ante la injusticia pesa como el plomo de las balas, lastra las conciencias hacia los abismos del servilismo y ancla al fango del asco la memoria de las vencidas. Ese silencio, eterno cómplice de las barbaries y fiel vasallo del poder, siempre suele envolverlo todo en un manto tenebroso para impedir que la luz ilumine la verdad. No obstante, a pesar de que estas evidencias son de sobra conocidas, se repiten penosamente hasta la saciedad. Nos obstinamos en creer que la ausencia de cualquier manifestación en torno a trágicos recuerdos se traduce en que ese hecho sea un asunto superado, como si se tratase de una mala gripe de la que ya nos hemos inmunizado. Lo erróneo del planteamiento, además de craso, es todo un insulto a la inteligencia. Sin embargo, en esas andamos.
Esa cómoda tendencia a obviar sistemáticamente todos los crímenes contra la Humanidad que zarandean nuestro runrún diario, se transforma sistemáticamente en un asesinato en grado de complicidad. Si esta afirmación le puede parecer exagerada, bueno será recordar las palabras de Elie Wiesel: “El verdugo siempre asesina dos veces; la segunda vez mediante el olvido”.
El escritor y profesor universitario Elie Wiesel (fallecido en 2016) era perfecto conocedor de lo que exponía. A pesar de haber sido Premio Nobel de la Paz en 1986, y ser reconocido como un eminente pensador, Wiesel aseguraba que no se definía por sus labores intelectuales (que fueron impresionantes) sino por el gran vacío que llenó como testigo y sobreviviente del horror del Holocausto de los campos de exterminio nazi.
Wiesel fue durante toda su vida esa inquebrantable voz que recordaba que la barbarie nazi asesinó a seis millones de personas por el mero hecho de ser judías. El prisionero A-7713 (matrícula que, como los demás millones de esclavos en los campos de exterminio, llevaba tatuada en el brazo) nunca perdió la esperanza de que, en la eterna batalla, el bien acabase triunfando sobre el mal. Sus vitriólicas declaraciones en torno a la Shoah lograron exhumarla de los cementerios y de las fosas comunes, dejando en evidencia a las negacionistas que afirmaban (y lo siguen afirmando sin el más mínimo asomo de vergüenza) que los campos de la muerte fueron una falsedad resultante de la propaganda sionista. Llegadas a este punto, se me agota la capacidad de repugnancia, lo confieso.
Elie Wiesel formaba parte de esa militancia del recuerdo, la de quienes se niegan a que las hojas del calendario del nuevo orden sepulten una de las atrocidades más inmundas que el ser humano haya sido capaz de concebir en el transcurso de toda su existencia; algo que ni siquiera Dante hubiese sido capaz de imaginar.
Pero el olvido también encontró su espacio político en boletines oficiales, plasmándose en perversos decretos del partido nazi. El 7 de diciembre de 1941, Hitler dictaba una orden que fue ratificada, firmada y publicada el 12 de diciembre por el comandante supremo de la Wehrmacht: acababa de ver la luz la sórdida directiva Nacht und Nebel.
La tristemente famosa directiva Noche y Niebla se aplicaba a las activistas antinazis con unas consignas tan crueles como concretas. Se especificaba, literalmente, que “parientes, amigos y conocidos han de permanecer ignorantes de la suerte de los detenidos: por ello, estos últimos no deben tener ninguna clase de contacto con el mundo exterior”; “no podrán escribir, ni recibir paquetes o visitas”; “no deben transmitirse a ningún organismo extranjero informaciones de los detenidos” o “en caso de muerte, la familia no debe ser informada hasta nueva orden”. Hoy, tan sólo algunos decenios después de aquella bestialidad, el horror se está esfumando ante la descerebrada actitud de una enorme mayoría que tristemente cree que “esas cosas” son sólo cosas del pasado y pasto de historiadoras. Incautas.
Otras, perfectamente conscientes de que, si nada se hace, la historia de la Shoah también se acabará hundiendo irremediablemente en la Noche y en la Nieba, han puesto en marcha en las redes sociales la campaña “WE REMEMBER”. El objetivo es simple: que las generaciones actuales y futuras tengan meridianamente claro que sólo el desconocimiento del pasado es más asesino que el filo del hacha de la ejecutora. La que avisa no es traidora.
Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero si opta por la política del avestruz pensando que estamos, afortunadamente, vacunadas contra la barbarie, recuerde las proféticas palabras de Bertolt Brecht cuando advertía de que “es demasiado pronto para cantar victoria: todavía es fecundo el vientre del que surge la bestia inmunda”. Un clásico que, lamentablemente, jamás se tiene en cuenta. No aprendemos.
Claro que, si sigue obcecada en pensar que los hornos crematorios no fueron para tanto, que todo fue un montaje del sionismo internacional o que -peor aún- “algo habrían hecho”, siempre tendrá la opción, frente los futuros campos de exterminio que están por llegar, de recordar a Camus cuando escribía en “La Peste”: “Los primeros días, un vapor espeso y nauseabundo flotaba sobre los barrios orientales de la ciudad. Según todos los médicos, estas exhalaciones, aunque desagradables, no podían perjudicar a nadie. Pero los habitantes de esos barrios amenazaron con irse, persuadidos de que la peste también se abatía sobre ellos desde los cielos, así que no hubo más remedio que desviar la humareda mediante un complicado sistema de canalizaciones y los vecinos se calmaron. Sólo los días de fuertes vientos, un cierto olor llegado del este les recordaba que estaban instalados en un orden nuevo, y que las llamas de la peste devoraban su tributo cada noche”.
Si con todo esto no siente una profunda vergüenza del olvido, es que, definitivamente, ya no hay nada más que añadir, Señoría.