Siempre hemos sabido que, popularmente, el aguilucho que franqueaba las puertas de nuestras iglesias, se le conocía con el apodo de “el Pollo”; clara y significativa desgradación a lo heráldico de su naturaleza histórica y a lo que simbolizaba para el franquismo. El “pollo” fue algo así como el guardián de lo sagrado; el vigía permanente de todo aquello que no podía transgredirse en una sociedad muerta de miedos.
Lo que ignoraba es, como aquel águila imperial, también tuvo versiones paródicas, como la coplilla aflamencada que hizo famosa la Faraona (“Mi abuelita tenía un pollito”), que, de ser cierta, fue una de las caricaturas más ingeniosas contra el glorioso símbolo del dictador. Sin entrar si lo que me cuentan respondió a una realidad o no, ahora me viene a la memoria el episodio de cuando nuestro “pollo” local, el que estuvo situado en las gradas de la catedral, fue obligado a volar y desaparecer entre las nubes. De seguro que anidó en cualquier almacén municipal y allí siguió criando “pollitos”.
Sucedió que un día, fijado con la mayor cautela, el Gran Visir de turno, el de la Plaza de los Reyes, ordenó a sus subalternos más directos que aquel altar de piedra se desmontara y fuese trasladado a lugar secreto. Y así se hizo.
Para evitar que el desmonte trascendiera a la población y que los nostálgicos mostrasen su descontento, se optó por hacerlo casi de madrugada. Pero, como esta Ceuta nuestra, siempre tuvo la lengua larga y el oído tísico, el secreto dejó de serlo. La sorpresa la tuvieron los obreros encargados del transporte, pues cuando llegaron a la Plaza de África, la encontraron tan concurrida como para un desfile, sobre todo siendo hora algo temprana. La operación se inició en un silencio inquietante. Desde las ventanas del Parador, ocultándose tras los visillos, para no ser vistos, los “servidores” del Visir observaban y comunicaban a su señor lo que estaba sucediendo. Todo parecía normal; mas de pronto, aquel público, cada vez más numeroso, empezó a inquietarse y el mutismo se transformó en disconformidad sonora. El nerviosismo adueñose del lugar y contagió al equipo de cargadores que, temiendo el asalto a la Bastilla, se apresuró en la tarea. Maniataron al animalito como pudieron para conducirlo, con urgencia, mediante una grúa, hasta la carrocería del transporte. Inesperadamente, las cuerdas empezaron a aflojarse en sus nudos y desde la altura al que había sido izado el “pollo”, se esperó lo peor. El desplome fue explosivo. El golpe, estruendoso. Allí estaba entre los portalones todo un ser descoyuntado, casi decapitado, colgándole la cabeza que, inclinada hacia un lado, empezó a hacer con el cuello movimientos ridículos: de arriba a abajo; de derecha a izquierda. Entre los asistentes, atónitos ante otro “Misterio de Elche”, surgieron las esperadas voces acusadoras:
-¡Canallas! ¡Canallas! ¿por qué os lo lleváis? ¿No veis que no quiere irse...? ¡Comunistas, masones, rojos de mierda!
Desde los escalones de la Catedral, la beata de turno, se unió al coro:
-¡No consintáis que se vaya! ¡Cobardes!... ¡Siempre estará con nosotros...; con nosotros y con nuestra Santa Patrona... Ella sí que lo llevará a sus espaldas, por los siglos de los siglos! ¡Asesinos, asesinos! ¡Dios os castigará, ateos!
En efecto, Dios no retrasó su castigo. Aquella misma noche, parte de las Murallas del Foso se vinieron abajo.
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