Nos vamos a servir del título del libro de Nuccio Ordine, “La utilidad de lo inútil”, para expresar nuestra opinión sobre la recurrente polémica sobre la adquisición de obras de arte por parte del Gobierno de la Ciudad. De los últimos tiempos nos viene a la memoria el revuelo generado por la adquisición de un cuadro de Guillermo Pérez Villalta por 37.000 € Cantidad insignificante comparada con el millón de euros dedicados a financiar el proyecto de Ginés Serrán Pagán, o los 165.000 € que la Ciudad Autónoma de Ceuta ha consignado para comprar el grupo escultórico “Danza Griega”, de la artista ceutí Elena Laverón.
Es cierto que cada uno de los casos enunciados con anterioridad resulta distinto. La principal diferencia es el mérito de los propios artistas y la calidad de sus obras. Desde nuestro punto de vista, que hemos hecho público en multitud de ocasiones, el proyecto más desafortunado de los aludidos ha sido el de Ginés Serrán Pagán. No dudamos de sus méritos como pintor ni de sus buenas intenciones, pero el resultado de su descomunal proyecto escultórico nos parece de baja calidad artística y la inversión realizada desproporcionada en comparación con los presupuestos que la Ciudad dedicada a los asuntos culturales. Un millón de euros, bien invertidos, habrían mejorado la situación de algunos de nuestros ruinosos y abandonados bienes culturales.
Las administraciones públicas tienen encomendadas una serie de misiones, recogidas en la Constitución Española, entre ellas el fomento del arte y la cultura, así como la conservación y acrecentamiento del patrimonio cultural. Es importante, desde luego, el mantenimiento y preservación del legado patrimonial, pero no lo es menos el favorecer que este patrimonio se enriquezca con las aportaciones de las obras arquitectónicas, pictóricas o escultóricas de artistas contemporáneos, en especial de aquellas personas vinculadas con nuestro país o nuestra ciudad. Gracias a estas inversiones que hacen los poderes públicos, además de enriquecer y ampliar los fondos de nuestros museos o mejorar el paisaje urbano con obras escultóricos de singular belleza y valor estético, se consigue que los artistas puedan cubrir sus necesidades económicas y así puedan dedicar su tiempo al desarrollo de su producción artística. Al final esta inversión se recupera, aunque no siempre de manera inmediata. Si España es una potencia mundial en el mercado turístico, no lo es tan sólo por nuestra oferta de sol y playa, sino también por nuestro patrimonio cultural y por los importantes museos de arqueología y arte repartidos por toda la geografía española. Algunas ciudades próximas, como Málaga, han hecho de su oferta museística el eje de su propuesta turística.
Los principales museos españoles, como el Prado, estarían vacíos si los monarcas españoles no hubieran contratado como pintores de Cámara a artistas de la talla de Velázquez o Goya. La obra del Greco tampoco hubiera sido posible sin los continuos encargos realizados por la archidiócesis de Toledo, el propio rey Felipe II o un pequeño grupo de mecenas locales. El propio término de mecenas procede de la labor realizada por la familia de los Medici en el surgimiento y desarrollo del renacimiento italiano. La reconstrucción de la basílica de San Lorenzo de Florencia fue posible gracias al patrocinio del primer mecenas de la familia, Juan di Bicci de Medici. Sus sucesores siguieron apoyando a los más destacados artistas del renacimiento, como Donatello, Fra Angelico, Boticelli, Leonardo Da Vinci o el más importante de todos los artistas que ayudaron: Miguel Ángel.
De una manera u otra, el poder político, económico y religioso, ha financiado la creación artística, ya sea para satisfacer necesidades utilitarias (la construcción de palacios, iglesias, universidades, etc…) o de propaganda y prestigio (casas señoriales, catedrales, tumbas principescas, etc…). En un sistema democrático como el nuestro, el uso de los fondos públicos no es tan discrecional como eran los tiempos del renacimiento o del despotismo, más o menos ilustrado. En nuestro tiempo, los presupuestos de las administraciones públicos tienen que estar equilibrados entre los ingresos y los gastos, deben ser expuestos y defendidos ante la oposición política y la ciudadanía y tienen que ser adecuadamente gestionados para evitar gastos innecesarios e irresponsables despilfarros, sobre todo en momentos de crisis económica como los que atraviesa nuestro país. Estos fondos económicos recaudados a través de los impuestos que pagamos todos, en función de nuestras ganancias, tienen que servir para satisfacer las necesidades colectivas e individuales. Estas últimas las podemos dividir en dos categorías: las inferiores y las superiores.
El credo materialista dominante, tal y como comentaba Lewis Mumford en su obra “La condición del hombre”, ha confundido las necesidades de sobrevivir con las de satisfacer, cuando la vida humana requiere de ambas. Para sobrevivir, las necesidades físicas son primordiales, y las más imperativas, es obvio, son las necesidades de aire y agua; alimento y abrigo; y así gradualmente se pasa a esas necesidades de comunicación y cooperación que nunca se limitan completamente a la conservación de la vida en su sentido más estricto. Sin embargo, en términos de satisfacción de la vida, esta escala ascendente de necesidades, desde la mera supervivencia física hasta el estímulo social y el desarrollo personal, debe ser trastocada. Las necesidades más importantes, desde el punto de vista de la realización de la vida, son aquellas que estimulan la actividad espiritual y promueven el crecimiento espiritual: la necesidad de orden, continuidad, significación, valor, objetivo y designio; necesidades de las que han surgido el lenguaje y la poesía, la música y la ciencia, el arte y la religión.
Es evidente que siempre ha existido conflicto y tensión entre estos dos juegos de necesidades: las inferiores o de supervivencia, y las superiores o de realización. ¿Hasta qué punto es legítimo invertir recursos económicos en el fomento de la cultura y el arte cuando hay un porcentaje importante de la población que no tiene cubiertas sus necesidades básicas? ¿Por qué un porcentaje importante de la ciudadanía se indigna cuando la Ciudad decide invertir 40.000 € en comprar una obra de arte y les parece magnifico gastar 100.000 € en la feria? El concepto de lo útil y lo inútil es muy subjetivo y, por desgracia, todo lo que suponga invertir en cultura es considerado por un amplio sector de la sociedad como un gasto inútil y superfluo. Ni siquiera las personas e instituciones vinculadas al mundo de la cultura son capaces de defender con argumentos sólidos la necesidad de invertir en el campo de la investigación, el fomento y la difusión de la cultura, el arte y el patrimonio. Resulta llamativo, como escribió hace algún tiempo nuestro querido Manolo Abad, que ninguno de los amigos con los que cuenta Elena Laverón en esta ciudad, y se hicieron la foto con ella, hayan salido al paso para defender el valor de su trabajo y de su obra.
Nosotros no pretendemos defender a Elena Laverón, a la que por cierto no tenemos el gusto de conocer, ni a ningún otro de los artistas cuyas obras han sido minusvaloradas por políticos y ciudadanos sin conocimiento ni criterio. Lo que deseamos es reivindicar la importancia de atender las necesidades superiores del ser humano. Por terrible que sea la situación política, económica y social a la que nos enfrentemos siempre debe quedar suficiente margen de tiempo, de energía y de recursos económicos para llevar adelante los procesos que hacen posible la realización plena de la vida. Anteponer los procesos que dan sentido y significado a la existencia permite intensificar las actividades en todas las necesidades subordinadas, porque adquieren un significado y un objetivo que no poseen en sí mismo. De esta manera, conseguimos que se eleven a un nivel más alto del habitual. Tal y como afirmó Mumford, “la elevación del ser humano por encima de su estado puramente animal consiste en el aumento constante de la proporción de necesidades superiores sobre necesidades inferiores, y la mayor contribución de estas vitalidades y energías al modelamiento de personalidades más ricamente dotadas y más plenamente expresivas”.
Un último comentario al respecto de enfrentar el dinero invertido en cultura a la pobreza material. Conviene hacerles recordar a quienes utilizan este argumento maniqueo que no hay pobreza peor que la de ser excluido por ignorancia, por insensibilidad o por falta de dominio del lenguaje de los símbolos significativos de la propia cultura. Estas formas de sordera o ceguera social constituyen verdaderas formas de muerte para la personalidad humana. Sería mucho más productivo en términos humanos insistir en la necesidad del esfuerzo colectivo y la voluntad personal para lograr mejorar los niveles de conocimiento, sensibilidad estética e interés por la educación, la cultura y el arte. Puede que así consigamos una ciudadanía mucho más interesada en el bien común e implicada de manera activa en los asuntos cívicos. Una ciudadanía, en definitiva, que no considere inútil el dinero invertido en educación, arte y cultura, que son las que permiten el pleno desarrollo de la persona y no su mera supervivencia animal.
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