Opinión

La toma de la Bastilla

“Revolución francesa, 1789: Liberté, égalité, fraternité...”

Aconteció allá por el año 69 del siglo pasado, en una de tantas  mañanas del INEM de Ceuta en el preámbulo de una de las clases de la Srta. Valderrama, que el alumnado andaba revuelto y, como consecuencia, los delegados* comenzaron a apuntar en la pizarra los nombres de los más revoltosos. Y, acaeció que en vez de remitir el griterío, aquella acción enervo aún más los ánimos y lo que eran simples charlas y bromas, se convirtió en un tumulto de considerables proporciones. De tal modo, que la lista de nombres estampados en la pizarra iban en aumento cada vez más hasta emborronarse toda ella con nuestros apellidos. Y, como suele pasar en estos casos -la historia está llena de esto sucesos-, el populacho -en este caso los condiscípulos- todos a una, se rebelaron contra esa acción insensata de los delegados, pues era claro que nos ponían a los pies de los caballos ante el terrible juicio de la “Valde”. Y, como quiera que en este alzamiento popular, se descuidaran los centinelas que se apostaban en los pasillos y en la puerta del aula, la Sta. Valderrama entró en la plaza en medio de aquel desbarajuste de gritos e insultos como la expresión más viva de un asalto al poder por los amotinados…
Por fin la profesora de la “Corriente Senequista-Castellana” pudo poner la piqueta en la tarima e intentar -con cara de pocos amigos- apaciguar los ánimos, y dedicarse en cuerpo y alma a conocer las razones de tanto alboroto y la ruptura de la disciplina escolar.
Pero el murmullo de la indignación popular no terminaba de acallarse; y, por tanto, no le quedó más remedio que amenazar con infringirnos una nota colectiva de mala conducta, y acompañada de alguna que otra anotación negativa en su famoso cuadernillo de la asignatura.
Y, cuando por fin se acallaron las voces del tumulto, pudo preguntar la causa de esta improvisada algarabía que rompía la ordinaria convivencia de cada día. Pero todos hablábamos a la vez, de tal manera que tuvo que poner un turno para que primero hablasen los delegados y luego el resto de la clase. No fue tarea fácil, pero de preguntar a unos y a otros pudo medio entender lo que allí había sucedido. De tal manera, que terminado el periodo de preguntas y respuestas la clase quedó en un expectante silencio, a la espera de la decisión que estaba por llegar.
Y llegó, y nos apuntó lo siguiente:
“Me disgusta mucho el comportamiento que habéis tenido con los delegados, que se merecen un mejor trato por vuestra parte; sin embargo, como estáis a disgusto con ellos, haremos unas votaciones para elegir a otros nuevos”.
Aquella decisión de la “Valde” nos dejó asombrados, porque nunca pensamos que se fuera a comportar de forma tan democrática en esta sublevación contra los delegados.
De tal modo, que a continuación nos dijo que escribiésemos el nombre de los alumnos que prefiriésemos para delegado y subdelegado. Y, dicho y hecho, apuntamos en trocitos de papel los nombres de los condiscípulos que cada uno prefería para los cargos. Y, la sorpresa fue monumental, porque Añón y Encomienda fueron los más votados, pero Federico Larrea Barturen, aún conseguiría un número mayor de votos. La toma de la Bastilla se había consumado y el poder pasaba de mano tras años de ostentarlo nuestro amigo y compañero Añón.  Es claro que la clase premió a Federico que encabezó aquella tumultuosa rebelión, y depositamos en él, la autoridad de la disciplina de nuestra aula de Sexto “A”. Sin embargo, hemos de decir, que Larrea nunca gusto -como era predecible- de esos menesteres de apuntar nombres en la pizarra para que la clase se mantuviera en silencio, sencillamente no ejerció nunca esa atribución que le daba el cargo.
Y, pasado un tiempo, las aguas volvieron a su cauce, porque a pesar de que Añón era el Subdelegado oficial, ejercía de hecho como el imperecedero e incombustible delegado de todo el bachiller. Y, porque hemos de decir que Añón, para bien o para mal, era el líder natural para estos menesteres de intermediar entre los alumnos y los profesores. Y, Federico, estaba a otra cuestiones menos prosaicas y a otros intereses, dejando -sabiamente- hacer…
Hace muchos años que no he vuelto a ver a Añón ni a Encomienda, desde que nos rebelamos contra aquella costumbre de escribir nuestros nombres en el encerado para sofocar nuestra indisciplina; sin embargo, también diré en su descargo, que no una ni dos, sino la mayoría de las veces, a la voz desde la puerta de ¡ya viene la “Valde!, borraban precipitadamente los nombres apuntados en la pizarra, y cuando entraba la Sta. África Valderrama por el umbral de nuestra aula, hasta el silencio podía oírse, como si entrase bajo palio la mismísima Nefertiti, la Reina-Faraona de Egipto… (*)  Los delegados de aquel sexto “A”, eran Añón y Encomienda, dos buenos muchachos que tuvieron un mal día, pues nuestra profesora de literatura y tutora de nuestro curso nos pilló a todos en una batalla campal de dimes y diretes…
De Añón, diré que el cargo de delegado iba tan consustancial a su persona, que cada nuevo curso que empezaba ya no se hacían votaciones; sino que ya Añón retomaba el cargo tácitamente con nuestra aquiescencia y por la gracia divina, como en las pesetas de la época se dibujaba al Caudillo con la leyenda: “Por la gracia de Dios”…
Pude verlo un día en Cádiz, y de la alegría pegué un grito: ¡¡Añooooooón!!..., que la gente giró la cabeza “pa ve” qué pasaba. Estuvimos un rato charlando y me informó que era inspector de policía y su domicilio lo tenía en Algeciras.
Añón, era un líder natural, sin lugar a dudas, que en aquellos años escribió una novela algo subida de tono para la época, que presentó a nuestra profesora de lengua y literatura, que, claro, ella, tan casta y pura, prefería a los romances como el de “Rió Duero, Río Duero” de Gerardo Diego…
De Encomienda diremos que lo vi un año, un cinco de agosto en la plaza de África a la salida de la Virgen del templo, también pude conversar con él un buen rato, apuntándome que trabajaba en Barcelona, y que se encontraba feliz porque se había adaptado bien a la vida de Cataluña. Les gustaba mucho el fútbol y además era un buen pelotero, seguramente será del Barça… También le recuerdo de aquellas citas con las niñas de quinto y sexto en el “Centro Hijos de Ceuta”, con aquella forma de bailar tan peculiar del momento, como si estuviéramos esquiando y moviéndonos a izquierda y derecha. ¡Pero que ingenuos y que buenas gentes éramos…!
Bueno, y de aquel tercer muchacho que capitaneó la rebelión y se alzó con el poder, Federico Larrea Barturen, hemos tenido “argo” más de contacto a lo largo de los años. Estudió Náutica en la atlántica ciudad Cádiz; navegó por esos mundos de Dios; y después se allegó a los transbordadores y, finalmente, al practicaje del puerto de Ceuta, como su padre también hiciera. Es un buen muchacho, serio, decente y limpio, que se le puede ver por las calles de Ceuta, o de compra en la Plaza a la captura de algún buen voraz, una buena lubina, o algún buen par de centollos que capturan en el “Rincón” o en Castillejos… Tiene cuatro hijos y un montón de nietos y, a veces, él y Fini -su esposa- me invitan a almorzar a su casa junto al Recinto y al antiguo Cine África. Y, da la casualidad -cosas de la vida- que Fini y yo, tenemos los mismos apellidos desde que nacimos…
“¡Ay, juventud, divino tesoro, te vas para no volver…!”, como cantara Rubén Darío… Años de adolescencia y juventud, os recordaré siempre: Añón, Encomienda y Federico, tres delegados para el curso de Sexto “A”, para un puñado de muchachos que comenzaban a la vida con la ilusión de tragarla a sorbos, como si de un buen vino se tratara. ¡Dios os guarde, compañeros, de aquel Instituto de Ceuta! ¡Dios os guarde…!

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