Vivimos en un mundo globalizado, multicultural e interdependiente, en el que los ejércitos ya no sólo sirven para hacer las guerras. Ahora existe un nuevo marco de relaciones internacionales dentro del concierto de las naciones, basado en el diálogo y en la cooperación pacífica entre los estados, cuyo objetivo principal está en las misiones humanitarias y de paz, que son las que nuestros militares realizan en el exterior bajo el mandato de las Naciones Unidas. Y esa paz por la que nuestro Ejército vela, no sólo consiste en la ausencia de guerra y de enfrentamientos armados entre grupos beligerantes, sino también en hacer que se respeten la dignidad y los derechos humanos de los individuos y los pueblos que no pueden darse a respetar por sí mismos, porque la paz plena no puede alcanzarse sin la salvaguardia de esos valores fundamentales, es decir, sin la libertad de los individuos, sin su libre comunicación, sin la defensa de su dignidad y sin que exista la fraternidad entre los seres humanos y las naciones. Además, una paz sólida y duradera sólo es posible hoy si es fruto de la justicia, y ésta exige que su realización sea garantizada por una organización supranacional con fuerza coercitiva suficiente para hacerse oír y respetar a fin de que se reconozcan a los pueblos y los individuos que por sí solos no pueden exigir el reconocimiento de tales derechos inalienables, a los que no pueden renunciar porque son inherentes a la propia persona humana. Y todavía hoy hay territorios oprimidos en los que se reprimen y niegan esos derechos fundamentales por grupos dominantes que esclavizan a otros grupos más débiles y vulnerables.
Por eso, aunque la Institución militar sólo sirviera para tales fines, entiendo que el Ejército sería muy necesario, ya que con su sola existencia está contribuyendo al mantenimiento de la paz y a la defensa de una causa tan justa como es la preservación de los derechos fundamentales de las personas. Pero, además, las Fuerzas Armadas de un país continúan hoy siendo necesarias para seguir también desempeñando las demás misiones tradicionales por las que desde su existencia velan: la defensa de la integridad del territorio de la nación y de su soberanía e independencia ante la amenaza de los nuevos sistemas de guerra, como pueden ser el terrorismo salvaje y los fanatismos radicales que hoy tanta barbarie y desolación siembran, martirizando tantos lugares y personas del mundo, incluida la vieja Europa de nuestra civilización occidental. Es por ello, que sigue siendo un derecho y también un deber de los estados independientes organizar y potenciar su defensa, encaminada, no sólo a hacer valer y respetar su integridad territorial, sino también a participar en las operaciones humanitarias y de mantenimiento de la paz en el extranjero, autorizadas por las Naciones Unidas, que eviten que poblaciones enteras sean víctima de la violencia, de la opresión y del atropello de sus derechos inalienables. Y estas últimas creo que son misiones muy dignas que hoy realizan nuestras Fuerzas Armadas; como cuando a menudo las vemos construir viviendas para quienes viven sin cobijo, escuelas donde no las hay, o a nuestros médicos militares curando y salvando vidas de poblaciones indígenas con técnicas y medicamentos que ellos no tienen, o incluso a veces llevándoles comida y la protección que necesitan.
Pues en una de esas misiones humanitarias y de paz fue cuando el día 26-05-2003 perdieron sus vidas un total de 62 de nuestros militares (dos de Ceuta), cuando regresaban de vuelta a nuestro país tras haber permanecido en Afganistán cuatro meses y medio. Viajaban a España a bordo del avión “Yak-42”, en el vuelo 4230 de UM Airlines, en el momento en que sobrevolaban cerca del aeropuerto de Trebisonda (Turquía), donde se disponía aterrizar para hacer escala antes de llegar a territorio español. El aparato se estrelló contra una montaña perdiendo la vida las 75 personas que viajaban (incluidos 12 miembros de la tripulación extranjera), quedando en sólo segundos truncadas sus vidas cuando alegres y contentos por la satisfacción que siempre deja el deber bien cumplido, ardían en deseos de llegar a casa donde esperaban ilusionados poder abrazar a sus hijos, padres, esposas, hermanos y demás seres queridos que igualmente les esperaban ávidos e impacientes de abrazarles y llenarles de cariño. Una auténtica tragedia humana, que tiñó de sangre el destino de nuestros militares y dejó un mar de dolor y lágrimas a sus familiares. Todos fallecieron, y toda España quedó hondamente conmocionada y profundamente apenada por tan triste e irreparable pérdida.
Pero aquel dramático suceso fue todavía más triste y apenado para sus familiares y para toda España emocionada, cuando después del mismo se supo que aquella gran catástrofe humana se podría haber evitado si no hubiese estado precedida de una serie de errores, negligencias, abandonos e inhibiciones, que a lo largo de los distintos procesos civiles y penales que se incoaron se pusieron de manifiesto, dando lugar a duras críticas que todavía hoy duran. En primer lugar, porque las familias de los siniestrados y la propia opinión pública conocieron con rabia contenida que, de haberse actuado correctamente por parte de nuestras autoridades tanto civiles como militares que intervinieron en la programación, preparación y contratación de aquel vuelo, pues casi con toda seguridad todos vivirían hoy junto a sus familiares, ya que eran personas jóvenes, en su plenitud de vida, la mayoría de ellos padres de familia, que ansiaban el inminente momento de poder fundirse en un fuerte abrazo con sus familiares queridos, que también deseosos de ir a su encuentro se disponían a recibirles en sólo unas horas.
Qué pena que aquel gravísimo accidente arrancara de raíz las ilusiones de unos y otros, debido, según consta en autos, a “pérdida de la conciencia de la situación debido a la fatiga de la tripulación y al incumplimiento por ésta de los procedimientos normalizados. A la aproximación realizada por la tripulación con falta de precisión. Y utilización incorrecta de los instrumentos y sistemas de vuelo automáticos”. Y eso sucedió, pese a que con anterioridad fueron presentados hasta 14 partes de queja al Ministerio de Defensa sobre las pésimas condiciones en que se venían realizando dichos vuelos. Tan el Ministerio como el Congreso de los Diputados tuvieron información del pésimo estado y las deficientes condiciones en las que se encontraban los aviones ex soviéticos alquilados por el Ejército español que se venían utilizando en el transporte de tropas. Una diputada preguntó dos meses antes de la catástrofe sobre los vuelos en «aviones cuyas condiciones no parece que sean las más óptimas». Uno de los fallecidos dijo el mismo día del embarque a su mujer: "reza por mí que este avión es una mierda"; otro relató en un correo electrónico a un amigo, cuatro días antes del accidente: «son aviones alquilados a un grupo de piratas aéreos, que trabajan en condiciones límite, [...] la verdad es que sólo con ver las ruedas y la ropa tirada por la cabina te empieza a dar taquicardia»; y un tercero comunicó a su padre: «quieren que volemos en una tartana». Es decir, se tenía constancia documental de quejas realizadas por militares españoles desplegados en Afganistán en fechas previas al siniestro y que advertían de problemas diversos durante los viajes realizados en los Yak--42, Illyushin-76, Antonov-124 o Túpolev-154. Es de destacar que, Noruega canceló el contrato con los Yak-42 tras una única queja cursada de forma oficial, de un militar que decía: «salía aceite de los motores, pasamos mucho miedo”.
Pero, aparte del mazazo sufrido por los familiares de tantos fallecidos, su dolor fue aun mayor al saber de los incalificables fallos habidos en las identificaciones de los cadáveres. Muchos de ellos estaban irreconocibles, por lo que los médicos turcos tomaron muestras de ADN, pero, pese a ello, los cuerpos fueron repatriados a España con urgencia, antes de finalizar las identificaciones, tras recibirse la orden del Ministerio de Defensa de que se imprimiera toda la celeridad posible en su recogida para que llegasen a tiempo de la celebración del funeral de Estado, quizá para acallar las protestas y la tormenta política que parecía desatarse. Se antepuso así la ceremonia a la verdad; 30 de los cuerpos regresaron a España sin su identificación segura; sólo 21 de esos cuerpos pudieron ser exhumados, porque los demás se habían incinerado; en tres casos, al menos, se encontraron trazas de personas diferentes a las supuestamente enterradas, habiendo familias que creyeron despedir a sus seres queridos que luego resultaron ser los de otras familias, ratificándolo expertos de la Audiencia Nacional y del Instituto Nacional de Toxicología; el entonces ministro de Defensa compareció ante el Congreso “lamentando profundamente" que los errores encontrados en la identificación de los cadáveres causaran "más dolor" a sus familiares, pero dijo que se "actuó con buena fe", sin asumir responsabilidades políticas; el general encargado de elaborar la lista de fallecidos, admitió en el juicio que pudieron "bailarle" nombres y números, aunque insistió en la posibilidad de que las autoridades turcas cometieran "errores" en la entrega de los cuerpos porque "hubo mucho trasvase de bolsas". O sea, se fueron pasando la pelota de la desgracia de unos a otros, sin que nadie asumiera culpa ni responsabilidad, dejando bastante que desear el proceder de, al menos, dos ministros de Defensa de distinto signo político durante y después del suceso.
Los familiares tuvieron que ir luego de calvario en calvario, a cual peor. No se les atendió adecuadamente ante un trance tan triste y doloroso; soportaron años y años de litigio en litigio ante las instancias administrativa, civil y penal; recibieron unas indemnizaciones irrisorias para haber sufrido el accidente en acto de servicio “in itinere”, y tras haberse tenido que gastar un dineral en abogados y procuradores; algunos superiores tanto civiles como militares rehuyeron con cierta displicencia su atención y el trato humanitario que los familiares de los fallecidos merecían echándose la culpa unos a otros en algunos casos pese a alcanzarles una responsabilidad, como mínimo, “in vigilando”, tras haber conocido la información y las noticias de que disponían del grave riesgo que corrían los viajes en tales aviones, sin hacer nada por sustituirlos por otro más seguro y adecuado; sino todo lo contrario, un mes antes de realizar el viaje se cambió de avión – de un Tupolev a un Yakovier – para ahorrarse 6.000 euros, pese a conocerse el grave riesgo que corrían los 62 militares, etc.
Dice un viejo refrán castellano que “el tiempo es el mejor juez de todas las causas que viene a poner a cada uno en su sitio”. Y, aun cuando lo tristemente cierto es que ningún tiempo pasado, ni presente, ni futuro va a devolver ya la vida a las víctimas, tras tantas dilaciones durante 14 años de lucha de los familiares buscando la verdad (no reclaman dinero, sino justicia, habiendo recurrido hasta el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo intentado reabrir la causa), hace sólo días que, al menos esta vez, parecen ver alguna luz al final del túnel, habida cuenta de que el Consejo de Estado ha emitido un dictamen reconociendo que “hubo negligencia y la contratación del avión fue ilegal, la Administración fue advertida de las circunstancias que debían haberle llevado a la adopción por los órganos competentes de medidas que pudieran haber despejado el riesgo que se corría”. La ministra de Defensa recibió a los familiares e incluso se dignó en pedirles perdón por lo sucedido, y el presidente del Gobierno les ha prometido “hacer esta vez las cosas bien”. ¿Costaba tanto haberlo hecho antes?. Pues hago mis votos más sinceros para que esta vez se haga justicia, sea honrada su memoria y, de una vez por todas, se termine reconociéndoles, moral y jurídicamente, la dignidad que tan ejemplares profesionales y sus familiares merecen, por su entrega al servicio de los demás, hasta el extremo de haber sacrificado sus propias vidas en tan terrible tragedia. Vaya para ellos y sus seres queridos mi mayor reconocimiento, respeto y solidaridad personal.