Me levanté por la mañana, ya que mi perrito me decía: ya es hora que me saques a la calle. Después de tener el matutino paseíto, con mi bolsita para las caquitas de mi mascota y observar el continuo rastreo del mismo, ya entré en casa con una predisposición: desayunar para luego dar una vuelta con mi hijo. Puse un perrito, del día anterior, en el horno. Cuando hubo el sonido chivato del reloj salí rápido para sacar mi alimento pero me vino al olfato un peculiar y añorado olor. El que en mis vacaciones, allá en el pueblo, me hacía ser el primero y voluntario para ir a la tahona por los molletes suficientes para dar de desayunar a los comensales que había en esa vieja casa rural de mis fallecidos abuelos. La tenía muy cerca de la casa me refiero a la panadería, pero era lo esencial para comerme ese pan tan especial fabricado en la sierra malagueña. Un rico manjar y eso que no le había echado nada en sus entrañas. Era de lógica que volviera siempre de estas vacaciones con unos pocos de kilos de más.
Por descontado era que lo que me llevaba a la boca era un regalo del dueño del local. Le llamaban el "rubito", por qué era completamente rubio. Medía casi dos metros.
Recuerdo como si fuera ahora mismo, los aromas característicos de la masa del pan que estaban concentrados desde la entrada hasta la puerta donde se veía por un lado el stam de las diferentes variedades de panes caseros. Pero lo que me importaba era lo que había en la otra habitación donde me colaba para ver en varios carros las masas preparadas para ser introducidas cuando le tocará en un horno que estaba empotrado en una pared y que se veía a través de su ventana como se iba cociendo poco a poco. Para introducirlo el Rubio tenía una pala con un mango muy largo. Iba sacando cuando veía que ya tenía su punto y lo introducía en una canasta que casi me llegaba a la altura de mi pecho, recuerdo que tenía 8 añitos.
Me contaba que tenía que empezar a amasar el pan a eso de las dos de la mañana, ya que después de todos los preparativos, de la mezcla de la harina, agua y los polvos, de levadura y otros secretos y tener que mezclarlo para que se forme la masa, luego venía el reposo en esos carros para ser horneados en ese horno de lecha. Una tradición muy singular que ya de mayor pude ver en varias ocasiones en otro lugar muy popular en Ceuta, como fue la Espiga de Oro, que se encontraba más abajo del antiguo restaurante del Gallo. También pude ver otro establecimiento de este arte fundamental para nuestra cultura en los Rosales. Pero ambos, además de otros muchos tuvieron que ser cerrados por la proliferación de la entrada de pan, que resultaba mucho más barato procedente de Marruecos, donde la mano de obra y el material es más económico. La deslealtad a los principios de la competencia dieron al traste con muchos empleos. Y a mí me recordó otra época de mi infancia, tan bella y tan lejana a la vez.
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