Con ese nombre era conocido el conjunto de guisos mezclados que sobraban de la comida de conventos y monasterios -con algún refuerzo extra, hay que suponer- y que se repartía diariamente entre las personas menesterosas que acudían a sus puertas. La citada costumbre permaneció durante muchos siglos, y solo fue decayendo tras la desamortización de Mendizábal.
Aunque, en general, la sopa boba carecía de los suficientes nutrientes, en la Edad Media hubo conventos que adquirieron fama por la calidad de la que daban, hasta el punto de que ello originó un “efecto llamada”, estableciéndose en sus inmediaciones gentes provenientes incluso de otros reinos.
Por aquel entonces se acuñó la frase “vivir a la sopa boba” (también “vivir de la sopa boba”), aplicable a quienes, en lugar de obtener rendimientos de su trabajo, lograban subsistir sin hacer nada.
Como todos sabemos, hoy en día existen países supuestamente ricos, en los que aquella sopa boba dejó de ser lo que fue para mejorar sensiblemente, convirtiéndose en ingresos mínimos de inserción social, educación y sanidad gratuitas, subsidios, ayudas, becas, terrenos públicos a disposición –en ocasiones- del primero que los ocupase, planes de empleo y, en definitiva, beneficios derivados de un estado de bienestar que de tanto dar está forzando ahora a subir impuestos y aplicar recortes –con el consiguiente sacrificio colectivo que ello supone- a fin de evitar la bancarrota. Porque frente a aquel “hay dinero para todo” que con tanta insensatez aseguró hace unos años cierta ministra española, hemos comprobado que no lo había y que, muy al contrario, se estaba gastando mucho más de lo que ingresaban los distintos estamentos del Estado, ocasionándose así un enorme déficit y una deuda pública galopante. ..
Pese a todo, aquellos países supuestamente ricos han atraído e incluso siguen atrayendo a gentes de otras partes del mundo que, en su mayoría, llegan dispuestas a trabajar y a vivir de lo honestamente ganado. Sin embargo, las circunstancias llevarán a muchos de ellos a buscar, para subsistir, los referidos beneficios del estado de bienestar, es decir, a vivir de la sopa boba. Incluso es muy probable que algunos entren ya con esa intención o, lo que aún es más grave, con otras peores.
Una nación desarrollada como Bélgica está viéndose obligada a retirar el permiso de residencia y expulsar a personas procedentes de otras naciones de la Unión Europea por abusar de sus políticas sociales, y lo hace con la intención de tratar de mantener tales políticas. Según se ha publicado esta misma semana, entre los más de cinco mil expulsados durante los dos últimos años, hubo, por desgracia, en torno a ochocientos españoles. Es de suponer lo que estarán haciendo con quienes ni siquiera sean originarios de la UE.
Como cristiano, conozco bien la postura de la Iglesia respecto a la inmigración, al igual que conozco el contenido de la segunda carta de San Pablo a los tesalonicenses, en la cual -sabiendo que entre ellos había algunos que no trabajaban- exhorta a los demás a reprenderlos (eso sí, como a hermanos) recalcándoles que “quien no trabaje que no coma”, pues él mismo les había dado ejemplo trabajando día y noche cuando estuvo allí.
Ciertamente, se podrá contestar a lo antes expuesto alegando que no hay trabajo para todos. Pero es más que posible que tan desafortunada realidad se deba, al menos en parte, al hecho de que, habiendo ejercido tanta fascinación el estado de bienestar, haya podido atraer a demasiada gente.
Sin ir más lejos, sé de algún sitio en el que eso ya ha sucedido.