Opinión

La solución está en Europa

Las relaciones entre España y Marruecos son excelentes. Este diagnóstico se expresa de manera reiterada por el Gobierno de la Nación con la ostentosa ufanía de quien siente pletórico cumpliendo con su deber. Efectivamente, así parece. Existe unanimidad en considerar las (buenas) relaciones con Marruecos como una pieza clave de la política internacional de nuestro país. A los motivos tradicionales (derivados de nuestra vinculación histórica) se han añadido dos argumentos de un gran calado político en la actualidad: la cooperación en la lucha contra el terrorismo internacional, y la colaboración en la contención de los flujos migratorios hacia Europa. La importancia que se concede a estos dos objetivos, elevados a la categoría de prioridad máxima en la Unión Europea, minimizan cualquier discrepancia u observación al respecto. Sin embargo, y aunque se pueda compartir esta posición, lo que no está tan claro son los términos, las condiciones y las consecuencias de esas buenas relaciones. Porque es muy fácil deslizarse desde una voluntad de cooperación hasta caer en un chantaje. O dicho de otro modo, ¿hasta dónde puede ceder España en sus acuerdos con Marruecos sin perder la dignidad? Esta es una pregunta que más allá de Algeciras tiene poca relevancia. Son asuntos que quedan en las interioridades de las relaciones diplomáticas, y que esporádicamente suscita algún fugaz episodio desencuentro que se resuelve con sencillez. No es este el caso de ceutíes y melillenses. Que tenemos la obligación de hacernos la pregunta y de encontrar la respuesta para obrar coherentemente. Porque este nuevo marco de relaciones ya se ha cobrado dos víctimas: Ceuta y Melilla. La posición claramente dominante de Marruecos frente a España que le otorga su importancia geoestratégica, ha sacado del tablero a nuestras dos ciudades. Todo el mundo (partidos políticos, líderes de opinión, medios de comunicación y ciudadanía en general) tiene perfectamente asumido que Ceuta y Melilla (poco más de treinta kilómetros cuadrados y ciento setenta mil personas) no merecen un conflicto con Marruecos; entre otra cosas, porque ya se ocupa este país de hacer visibles las consecuencias de un “enfado”, “levantando el pie del acelerador” en sus labores de gendarme europeo en el continente africano.

Lo cierto es que Ceuta y Melilla han sido condenadas a un estatus de “precariedad indefinida” que abona las tesis anexionistas de Marruecos a largo plazo (Ceuta es, hoy, como el Islote Perejil, pero con gente). Cualquier decisión política que corrija o modifique, siquiera levemente, esta situación es automáticamente vetada por Marruecos con la vergonzante anuencia del estado español. Dicho de un modo claro, aunque cruel, el futuro de Ceuta está en manos de su peor enemigo. Todos los cambios políticos y económicos que pudieran contribuir a sacar a Ceuta del profundo pozo en el que estamos metidos, se estrellan contra un Marruecos crecido y convencido de que ya ha ganado la batalla a España.

¿Es reversible esta situación? Muy difícil. En primer lugar porque carecemos de aliados. Queda una remota esperanza de que los “partidos nuevos”, que aún no se han definido con claridad sobre esta cuestión, tuvieran un planteamiento diferente en su modo de negociar y acordar las “buenas relaciones” con Marruecos; de forma que impusieran como una “línea roja” el derecho de nuestro país a gobernar de manera autónoma e independiente sus intereses sobre una parte de su territorio. Pero no parece muy probable.

A mi juicio, la única alternativa realista, y por lo tanto viable, es cambiar las coordenadas del contencioso. No plantearlo como un pulso entre España y Marruecos como hasta ahora, sino como un pulso entre la Unión Europea y Marruecos, en el que la correlación de fuerzas es muy favorable a la primera. Sólo desde la perspectiva de una “Ceuta europea”, contando con el apoyo de las instituciones comunitarias, podríamos obligar a Marruecos a desistir de sus tesis anexionistas y “normalizar” nuestra situación política, administrativa y económica.

Esta es una empresa titánica. Para acometerla necesitamos unidad y una estrategia política bien diseñada. Y aquí, volvemos a tropezar con el fatídico inventario de carencias de este pueblo. No somos capaces de ponernos de acuerdo en nada. Como cainitas irredentos seguiremos huyendo de una hermosa Ciudad que no consigue encontrar el afecto de su gente.

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