No soy de los que considera que la historia es cíclica o que las civilizaciones, tal y como planteaba Oswald Spengler, siguen un proceso natural de nacimiento, madurez y muerte. A diferencia de lo que defiende esta corriente historiográfica que ha tenido tantos seguidores, opino que las civilizaciones no mueren por la vejez, sino por las complicaciones asociadas a ellas. Quiero decir con esto que las culturas no decaen, como defendía Spengler, como consecuencia de un proceso natural e irreversible, sino por el descuido de los procesos de autorreparación, autorrenovación, autotranscendencia, tan observables en las culturas como en las personas. Este tipo de autores, ignoraron todas las tendencias creadoras de la vida moderna, excepto las asociadas con la máquina.
Al igual que ocurrió a finales del siglo IV d.C en Roma, la mayor parte de nuestros conciudadanos carecen de la suficiente perspectiva para establecer las dimensiones de la actual crisis multidimensional (ecológica, social, económica, ética y política). Como consecuencia hemos entrando en un proceso de decadencia que se manifiesta en una serie de notorios síntomas: una inercia moral, una huida de la realidad y una falta de disposición para hacer frente a los graves peligros o dificultades para diseñar y abordar una transformación definitiva y global de nuestro mundo. La paralización general de la sociedad es en parte comprensible si tenemos en cuenta la profundidad y extensión de la renovación que debemos emprender para escapar de un destino funesto. La actual situación requiere una reorientación de toda nuestra vida, un cambio de ocupación, un cambio de régimen, un cambio de relaciones personales, un cambio de religión, de nuestro sentido total del mundo, de la vida y del tiempo. Necesitamos, en definitiva, crear una comunidad defensora de la vida y una personalidad dirigida a la vida.
Desde hace siglos venimos asistiendo a un proceso en el que la persona ha sido echada a un lado a la hora de establecer las prioridades económicas, sociales y políticas. La compleja maquinaria tecnocientífica y burocrática funciona como una trituradora de los valores humanos y una negadora de las necesidades superiores del ser humano. Por ello es prioritario reafirmar la primacía de la persona, falsamente exaltada bajo el título de políticas de bienestar social. Como primer paso hay que afrontar aquellos cambios que no requieren en sus primeros estadios de la colaboración y el sostén de las instituciones existentes. Unas instituciones organizadas en exceso para la educación de nuestros niños y jóvenes o para la asistencia sanitaria. Esta hiperburocratización de los organismos públicos impide la autonomía del individuo y su participación efectiva en la sociedad. Por el contrario, ha generado un individuo atomizado, conformista, individualista, rutinario, sumido a los automatismos del hábito y absolutamente dependiente de la compleja red de instituciones y organismos creados por el complejo del poder.
Los detentadores del complejo del poder y quienes tienen la vocación de acceder a él desde la oposición política coinciden en su insaciable hambre de poder. Tal y como comentaba Lewis Mumford en La condición del hombre, “el poder medra a costa de sus éxitos y su apetito crece con cada bocado que traga: ésta es una de las lecciones más seguras de la historia”. Por este motivo, si deseamos tener éxito en la tarea de la renovación de la sociedad y situar de nuevo al hombre y a la mujer en el lugar prioritario que les corresponde, tenemos que descentralizar el poder en todas sus manifestaciones, proceso que debe venir acompañado por la construcción de personalidades equilibradas y con pleno sentido de la totalidad. Los materiales necesarios para la construcción de este tipo de personalidad, capaz de ejercer control sobre las organizaciones, se consiguen mediante el autoexamen, la autoeducación y el autocontrol o, dicho en otras palabras, la autonomía del individuo.
Sólo un conjunto de ciudadanos con capacidad de autolimitación, autonomía personal, independencia intelectual y capacidad de pensamiento crítico puede hacer viable una democracia real y efectiva. Cuando estos rasgos de la personalidad son inexistentes o poco desarrollados, el resultado es una sociedad de seres heterónomos, sumisos y manipulables. El complejo del poder es perfectamente consciente de esta realidad y no hace nada para cambiarla. Nada aterra más al poder que un incremento de la masa crítica en el descerebrado cuerpo social. El poder no se inmuta con los recursos de publicidad que no cambian ni mueven nada (manifestaciones, concentraciones, etcétera…). La única revolución que les inquieta y preocupa es la que responde a la siguiente descripción de Cornelius Castoriadis: “la mejor definición que pueda darse de darse de una revolución en la época moderna sería la siguiente: ni barricadas ni toma del Palacio de Invierno (que no fue más que un golpe de Estado), sino reconstitución de la unidad política de la sociedad en acción”. A continuación introduce un planteamiento brillantísimo: “un periodo revolucionario se da cuando cada cual deja de quedarse en su casa, de ser nada más que lo que es: zapatero, periodista, obrero o médico, y vuelve a ser ciudadano activo que quiere algo para la sociedad y su institución y considera que la realización de eso que quiere depende directamente de sí mismo y de los otros y no de un voto o de lo que sus representantes hagan en su lugar. Por definición, una revolución así no es violenta: puede producirse sin derramar una sola gota de sangre”.
¿Se imaginan una sociedad constituida según este esquema? ¿Creen que de este modo quedaría margen para la corrupción, con miles de ojos observando cada decisión que se toma desde el poder? ¿Serían posible las mentiras y tergiversaciones de la realidad a las que nos tienen acostumbrados desde la clase política? La pregunta clave sería: ¿Cómo romper el actual círculo vicioso en el que la dimisión del compromiso cívico aumenta la concentración del poder y con ella la corrupción? Pues generando lo que Castoriadis denomina el círculo de creación democrática: “si el gobierno democrático presupone ciudadanos vigilantes y valerosos, la vigilancia y el coraje son al mismo tiempo un resultado del Gobierno democrático. Negativamente, es un hecho evidente: un pueblo que delega de manera constante sus poderes no aprenderá jamás las virtudes de la vigilancia y el coraje político exigido por la democracia; sólo se educará en las comodidades de la pasividad y la delegación. Una vez pasadas las elecciones, los electores se apresurarán a volver a sus negocios privados. Todos los grandes autores clásicos eran conscientes de este vínculo esencial, hoy olvidado, entre educación en el sentido fuerte, no sólo escolar, e institución política, y del papel de esta última como principal medio de educación política”. Si aplicamos esta tesis a nuestra sociedad nos daremos cuenta que somos, en conjunto, unos auténticos ignorantes políticos. Y, como escribió Simón Bolívar, “un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción”. Nuestra ignorancia no es tanto de información como de método y criterios de juicio. En general, nos tragamos las mentiras que provienen del poder con una facilidad pasmosa. Somos unos espectadores pasivos de una toma y daca entre gobierno y oposición cuya misión principal es la prohibición tacita de hacer uso de la verdad. Ninguno se salta esta regla, ya que el juego puede verse alterado por la acción incontrolada de los espectadores. Se puede calentar, como en el deporte, a las hinchadas de cada equipo para crear ambiente y cerrar filas, pero sin que nunca salga a relucir la verdad. ¿Quieren un ejemplo cercano? Se lo daré. El problema del desempleo en Ceuta.
Todos los partidos políticos, agentes sociales y económicos, señalan al paro en Ceuta como el principal problema socioeconómico y político. Dependiendo de si juegan en casa, es decir desde el Gobierno; en campo contrario, en el caso de la oposición; o desde el banquillo, en alusión a los partidos extraparlarmentarios; echan mano de un discurso ad hoc. Oposición y extrapalarmentarios achacan el problema del paro a la incompetencia del Gobierno; y el Gobierno se defiende como puede a través de medias verdades. Es capaz de reconocer el carácter estructural y crónico del desempleo en nuestra ciudad, pero su sinceridad no llega para reconocer una verdad incomoda e impronunciable: que no es posible ni ahora ni el futuro atender una demanda creciente de trabajo que ya alcanza las 14.000 personas, con un porcentaje cercano al 80 por ciento de demandantes con nulo o bajo índice de empleabilidad debido a su bajo nivel formativo y académico. No hay queso para tantas personas, señor Vivas, y usted lo sabe. A muchos, como en los tiempos de la postguerra, habrá que seguir dándole “queso de mona”, apelativo con el que se conocía en Granada al queso que enviaban los americanos para quitar el hambre en España durante los difíciles años cuarenta. Quien probaron este queso aun recuerdan su amargor, el mismo que produce en la dignidad de las personas su dependencia desde la cuna a la tumba de las ayudas sociales y los empleados subvencionados y temporales. A todo se acostumbra el hombre, pero igual ha llegado el momento para muchos de buscar el queso fuera de la madriguera, después de aprovechar las posibilidades educativas y formativas que se ofrecen en la ciudad.
Como comentamos al principio de este artículo, si queremos detener el proceso de decadencia en el que estamos sumidos no podemos seguir huyendo de la realidad y mantenernos cómodamente tendidos, sin hacer nada, bajo un manto de ignorancia, mentiras y medias verdades. Corren poderosas corrientes de aire que en cualquier momento harán volar este manto protector y nos dejaran a la intemperie en un lugar siempre azotado por los vientos.