No hay como ver las estadísticas del coronavirus por la mañana para hacerte fuerte el estómago. No hay nada cómo ver a críos salidos del colegio- merced a los horarios de adaptación -en el bar de enfrente todos juntos sin protección, mientras sus padres se toman el cafelito. O nada como las reuniones de chavales a las dos de la mañana frente a tu casa haciendo escarnio de tu sueño porque ellos lo valen. No hay nada- en definitiva- como tener miedo y no poder tragártelo porque se te hace bola en la tráquea asfixiándote.
Son tiempos de bilis y moscas negras por mucho que los críos de primaria lleven sus materiales en cajas herméticas de plástico de los bazares asiáticos. Es tiempo de pesadillas diarias de no saber lo que va a pasar, ni poder discernir -por mucho que vaticines- cómo nos ira todo. Los noticiarios son terroríficos, la prensa alarmante y los poros de nuestra piel nos dicen que estamos cambiando, que algo se ha roto para que en tan poco tiempo hayamos pasado de la cúspide de la pirámide de los depredadores a los bajos fondos de encerrarnos en casa como conejos.
Lo que no entendemos es que siempre lo fuimos porque las guerras, las ambiciones, los nuevos looks, la superficialidad, el escarnio a la intimidad, el despropósito de creernos mejores con los retoques estéticos , nos llevaron en manada hacia esos nuevos santos con peana virtual que nos dan de comer pura miseria carnificada. Pero ahí seguimos tan enteros, esperando la tercera ola (como en la película) para irnos a hacer unas soberanas puñetas.
Es increíble cómo hemos cambiado y como en cambio seguimos tan iguales, tan egoístas, tan cínicos, tan absurdos. Nos llenamos la cabeza de tonterías como el armario de cosas que no necesitamos. Aplaudimos los mensajes de amor ante el duelo, de verdad ante la inestabilidad de la vida mientras damos con el dedo a un “me gusta” tan plastificado como la cena que nos estamos cocinando en el microondas en la soledad de nuestro diminuto apartamento. Enseñamos las vísceras pero nos guardamos nuestros sentimientos. No conocemos a nuestro vecino de rellano- o peor, lo odiamos a muerte -pero si lo encontrásemos por las redes nos acostaríamos virtualmente con él. Porque hemos pasado a ser puros megabytes de potencia, meros robots informáticos que trabajan, comen, vician su vida y perpetúan su nada para terminar con suerte en un geriátrico de fondo de inversión buitre que nos machaque para sacarnos los euros que tributamos durante toda nuestra vida. Bonito mundo se nos está quedando, bonita nuestra historia pasada y futura, bonito todo a media mañana con dolor de cabeza, de riñones y escribiendo para que nadie lea, nadie piense, nadie debata porque unas ubres enlutadas en raso negro dan mucho más que unas líneas de desafuero. No me quejo, lo tengo tan asumido como que los amores no vuelven, ni me da Paz pensar en ello, ni puedo hacer alegría de tanta amargura cotidiana. Impotencia de negro sobre negro sin que haya más blanco que lo traslucido de la esperanza devenida. El covid no nos matará, ni nos hará más humanos. Ni más inteligentes, ni más empáticos, ni mejores personas. Solo nos pasará por encima como a nosotros el tiempo, ajándonos la cara y el cuerpo. Asfixiándonos las ganas, encerrándonos en nuestros huesos. Ya nadie mece a su amado porque los tiempos son efímeros y los besos chicle y si no hay una cámara que lo recoja, nada existe en este universo Marvel de gente que se dice, se viste y se recrea en sus propias miserias diarias. Los niños salen de los colegios parapetados, mientras sus padres sorben miedo con gusto a café de bar reabierto. Los adolescentes colapsan vida, mientras una escritora se contrae y arruga porque nunca el Amor que te quitaron dolió tanto, ni la soledad, ni el andar descuidado, ni esta vida que no es más que chumbera disfrazada por fuera de fruta de la pasión esperando el mordisco de Eva.
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