Una epidemia azota nuestro país, también a las sociedades desarrolladas y, mucho más, en los países donde la violencia muestra su cara más cruel o donde la religión es más que una opción personal una imposición del Estado. Esa epidemia tiene un nombre terrible, aunque se puede llamar de distintas maneras. Da igual las letras que utilicemos para definirla “violación, abusos, agresión sexual, violencia de género”, porque la terror y la tiranía la ejercen hombres y la padecen las mujeres. Da igual la edad, su clase social, el lugar donde vivan, porque todas pueden ser víctimas de esta gentuza.
El seguimiento de los medios de comunicación de la agresión a una joven en Pamplona por el grupo “la manada” ha puesto en evidencia las dificultades a las que se enfrentan las mujeres para denunciar una violación. Tienen que armarse de valentía para dar el primer paso: denunciar y someterse al protocolo en este tipo de delitos: reconocimientos médicos, identificación de agresores y el relato de unos hechos muy desagradables y traumáticos. Además, tienen que demostrar que se han resistido fuertemente, aunque la vida le vaya en ello para cruzar la línea divisoria entre violación o abuso. Deben encerrarse en sus domicilios para que los abogados de los imputados no puedan argumentar que la brutal agresión no le afectó gravemente y cuestionarlas. Deben proteger su intimidad de forma monacal, porque serán investigadas para intentar poner en entredicho su forma de vida y, por último, deben enfrentarse a los juicios temerarios de ciudadanos que son capaces de cuestionarla hasta por su forma de vestir.
La prensa ha seguido este caso con especial interés y nos ha ido informando de todo lo que vengo contando y esta información ha hecho saltar un sentimiento de indignación entre las mujeres, una especie de 11-M: LA REVOLUCIÓN DE LAS MUJERES. Mujeres hartas de tanto desvergüenza y han dicho “basta ya”. NO a los violadores, NO a los que tratan de justificarlos; NO a los que las culpan por ser ciudadanas libres que visten como quieren y van donde quieren y NO a una legislación que traza una línea demasiado estrecha entre intimidación y el abuso de superioridad manifiesta que es lo que debe aclarar el Tribunal Supremo.
Esta semana hemos conocido la puesta en libertad tras cumplir 20 años de condena –el máximo que prevé la ley- del violador múltiple Gregorio Cano, condenado por la Audiencia de Barcelona en 1998 a 167 años de prisión por 15 agresiones sexuales y dos tentativas. Una puesta en libertad que contempla la ley a pesar de que Instituciones Penitenciarias cree que este violador no está rehabilitado y, al parecer, ese criterio también lo sostiene la Fiscalía que ha pedido a los Mossos d'Esquadra que hagan una vigilancia no invasiva de a Gregorio Cano, además de informar a las víctimas de su salida para ofrecerles protección si la consideran necesaria. Este es uno de los cientos de casos de personas que con estas patologías quedan en libertad con el consiguiente peligro para la vida de las mujeres.
En esta tesitura nos encontramos y todavía hay quien se pregunta por qué miles de mujeres se manifiestan contra una sentencia judicial que consideran injusta y también se preguntan por qué no antes, en otros casos de abusos o violaciones. La respuesta es sencilla, porque están hartas de tanto guarro, de una sociedad sucia que las culpan por no resistirse hasta que las maten; por cuestionar su forma de vestir y, por supuesto, porque el seguimiento de "la manada" ha sido especialmente mediático y ha propiciado la indignación colectivo de todo un país. Indignación porque es inadmisible que en un país desarrollado y democrático los agresores y violadores estén más protegidas que las víctimas. Unas víctimas que tienen que demostrar que realmente lo son.
Es el momento de legislar. Ya no hay excusas.
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