Plantee quien lo plantee y apruebe quien lo apruebe, la amnistía fiscal es un movimiento horripilante para cualquier estado democrático, sea cual sea su situación económica. Cuando un país se cimenta sobre unos principios fundamentales de tintes democráticos, no puede ni debe buscar alternativas fuera de dichos principios para solucionar los problemas que plantea la gobernación de un país, puesto que su adhesión primero moral y después constitucional es radicalmente perpetua.
El cambio de opinión en el seno del Partido Popular, que paradójicamente en el año 2010 clamaba contra el plan de regularización fiscal que estudiaba el gobierno socialista de entonces, ataca de frente a distintos conceptos esenciales. En primer lugar a la equidad (que en aquel año preocupaba tanto a De Cospedal), no solo por el distinto volumen de cargas impositivas planteado, teniendo mayor presión proporcional quienes menos percibían, una cuestión puramente económica, sino por el simple hecho de que el trato dispensado a dos personas con semejantes obligaciones y derechos se trastorna, siendo diferente, y, por tanto, de dudosa constitucionalidad democrática.
Por otro lado, la discordancia respecto a un gobierno democráticamente asentado de ofrecer una posición ventajosa a los poseedores de un capital fraudulento, a aquellos que han infringido la legislación, defendiendo la postura opuesto a lo debido, restando importancia a la gravísima infracción hasta el punto de reducirla a una nimia levedad. En definitiva: legitimar el delito, favorecer lo malo, consolidar nuevos grupos de poder surgidos de la ilegalidad, que ostentarán un poder ahora sí reconocido y contrastado, olvidando su pútrida procedencia. Un castigo severísimo para quienes han mantenido al país día tras día, a quienes se les ha exigido todo y más por una obligación apodada patriótica y remarcada como ineludible.
En otra línea, constitución y moralidad al margen, ¿hasta qué punto favorece a España y a su sociedad reconocer en la élite económica a personajes fraudulentos a cambio del rendimiento de su capital? Es más duro y costoso, sin duda, invertir en reflotar la economía sumergida acorde a los principios y legalidad del país, pero es la única manera de proceder si se desea respetar los términos democráticos más básicos, los más importantes. El malestar económico español debe reconducirse por las vías del sacrificio, del esfuerzo, de la dignidad y de la legalidad que nutren a la democracia occidental, jamás obviándolas. Todo lo que no sea tomar los cauces honestos conllevará complicadas consecuencias futuras, que convertirán a España en una nación más débil y manipulable, sostenida por una sociedad cuyo alimento será el pésimo ejemplo de sus gobernantes, quienes habrán hecho ver que, en ocasiones, ni siquiera la fuerza de las leyes democráticas puede enfrentarse a todos los males. Vergüenzas extremadamente peligrosas.