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La radio, siempre la radio

En varias ocasiones ya he comentado en este mismo espacio lo poco que veo la televisión, hasta el punto de que pasan semanas sin que la encienda. De vez en cuando voy a tener que encenderla y dejarla un rato funcionando aunque yo no esté enfrente de ella, porque me han dicho que estos aparatos suelen estropearse si están mucho tiempo sin funcionar y tampoco quiero que, ante mi abandono hacia ella, se tome la represalia de no querer trabajar para mí el día que yo quiera ver algo que me interese.
Mi abandono de la televisión ha sido lento y progresivo y creo que el mayor desencadenante ha sido la llegada de la televisión digital terrestre. Esa que, como tantas otras cosas, nos vendieron como una gran maravilla que nos obligó a comprar los famosos decodificadores o incluso a cambiar de aparato de televisión y que todavía hoy en muchas zonas de España sigue llegando mal y haciendo que se corte la emisión en el momento más inoportuno.
Y digo “como otras tantas cosas” y pongo un ejemplo. Hace unos días acabamos de atrasar una hora nuestros relojes, porque nos dicen que de esta forma vamos a ahorrar no sé cuántos millones de euros en energía. Yo me hago el siguiente razonamiento. Me sigo levantando a la misma hora (aproximadamente a las siete de la mañana) y aunque hay más claridad, sigo teniendo la necesidad de encender las luces de mi casa igual que antes. Por ahí no hay ningún ahorro. Pero por la tarde anochece bastante antes y tengo que encender las luces bastante antes también, luego gasto más. Multiplicada esta situación por todos los hogares de España, ¿dónde está el ahorro?. Debe estar en otra parte que yo no sé. Sin embargo, he oído a una persona mucho más entendida que yo en estos menesteres, como Manuel Toharia, y se ha expresado en términos parecidos. Ese es uno de los ejemplos de cosas que nos venden como buenas y que después no lo son tanto. Seguro que ustedes saben muchos más.
Pues bien, volvamos a lo de antes. La llegada de esa “maravillosa” televisión hizo que las grandes cadenas generalistas no quisieran que ninguna de la competencia le comiera el terreno y todas, rápidamente, pusieron en funcionamiento nuevos canales digitales para aprovechar las nuevas licencias que concedía el Gobierno. De modo que aparecieron muchos nuevos canales, la mayoría de los cuales competía en pobreza de calidad, falta de imaginación y mal gusto en sus contenidos. Es realmente penoso pensar que se puede perder una parte de nuestro valioso tiempo viendo semejantes estulticias.
Con mi mando a distancia, yo daba toda la vuelta a la lista de canales una y otra vez sin encontrar nada que mereciera la pena. Sólo “La 2” con sus reportajes y documentales (principalmente sobre viajes y animales) constituía la excepción que confirmaba la regla. También alguna que otra buena película (siempre que no estuviese interrumpida por una infinidad de anuncios que la hacían terminar de madrugada) o algún buen partido de fútbol.
Pero como uno se cansa de todo, hasta de lo bueno, no podía estar viendo todos los días los reportajes de “La 2”, ni acostándome de madrugada para ver terminar una película porque al día siguiente tenía que trabajar y la mayoría de los partidos de fútbol son aburridos desde que la liga española casi se ha convertido en cosa de dos.
De manera que tras los intentos fallidos de todos los días, acababa apagando la televisión y, sin darme cuenta, cada vez la necesita menos y ese tiempo antes dedicado a perderlo en forma casi absurda, ahora lo ocupaba en otras cosas. Cuando vine a reparar en la situación, ya eran días y días los que pasaba sin encender siquiera la televisión.
Y con satisfacción me di cuenta de que no la echaba de menos, que no me faltaba nada, que podía prescindir perfectamente de ella sin ningún daño colateral. Antes al contrario, disponía ahora de un tiempo que antes no tenía y que podía emplear en otras actividades, como escribir en este espacio dominical desde hace ya más de un año.
En cambio, de lo que no he podido nunca prescindir ha sido de la radio. Siempre ha sido y es mi inseparable compañera. Cuando era un niño y en mi casa aún no había televisión, la familia se congregaba alrededor de la radio en diversos momentos del día.
Aquella vieja y enorme Loewe Opta que hoy sería una auténtica pieza de museo, con su ojo mágico verde que se cerraba para indicar que la emisora estaba bien sintonizada. Que tardaba, calculo yo, un par de minutos en empezar a funcionar cuando por fin se calentaban las lámparas que llevaba en sus entrañas. ¡Qué daría por tenerla hoy conmigo!.
A mí me maravillaba aquel aparato. En la noche, en la oscuridad de la habitación, encenderla era algo mágico y maravilloso. Ver cómo se iluminaba el dial donde aparecían los números de las diversas frecuencias y cómo poco a poco iban emergiendo esas voces lejanas de ultratumba que transportaban, a través de idiomas que no conocía, a países distantes y misteriosos.
Moviendo despacio la ruedecita, la aguja se iba desplazando sobre el dial y las voces iban cambiando, atropellándose, superponiéndose a veces hasta constituir un grandioso espectáculo de galimatías incomprensible. Todo aquello me fascinaba.
Escuchar la radio era un juego para mí. En aquellos años infantiles con un poco de escasez, sólo un poco afortunadamente, se agudizaba la imaginación y todo se convertía en un juego fascinante. El mundo, la vida también eran un juego que estábamos empezando a descubrir.
Y no les digo nada de la primera radio pequeña que me regalaron un año por Reyes. Mi primer “transistor”. Ese que funcionaba con pilas pequeñas y que se podía llevar a todas partes.  Escribo “transistor” entre comillas porque es el nombre con que universalmente se ha nombrado desde siempre a esos pequeños aparatos de radio, aunque en realidad el transistor es una de las piezas que la componen. Pues bien, ese aparato era el no va más, lo máximo, la mayor maravilla que la técnica podía inventar por aquél entonces. Algo similar al fenómeno que después hemos vivido con el teléfono fijo y el teléfono móvil.
Hasta entonces, la radio era fija. Un pesado cajón que no se podía mover de la casa y que había que escuchar allí. Pero con aquella maravilla en miniatura se inició una auténtica revolución que cambió muchos hábitos.
La radio se podía llevar a todas partes, escuchar las noticias (“el parte”) en cualquier lugar. ¡Incluso se podía llevar al fútbol!. Podías estar en el estadio viendo un partido y, a la vez, estar enterado de los resultados de los demás partidos. La imagen del típico forofo viendo el partido en el estadio con la radio pegada al oído se hizo muy popular desde entonces. En mis tiempos, yo fui uno de ellos.
¡Y qué les diría del inmenso placer de escuchar la radio metido en la cama!. Acostado, bien tapado y con la radio bajo las sábanas, con el volumen muy bajo o con los auriculares (otro maravilloso invento, complemento perfecto para la radio) quedarse dormido con la radio encendida. ¡Cuántas radios he roto porque se me han caído de la cama después de quedarme dormido!.
Creo que actualmente la radio tiene mucho que agradecerle a la televisión, pues al hacer ésta unos programas tan malos ha propiciado que muchos televidentes consuman cada vez menos televisión y más radio. Yo soy un clarísimo exponente de ese fenómeno.
La radio tiene una oferta muy variada de programas: deportivos, culturales, musicales, de cotilleo, tertulias, de ocio… Todos los intereses se encuentran representados en su programación. Funciona las veinticuatro horas del día y tiene la gran ventaja de que te permite hacer otra-s actividad-es mientras la oyes. Yo hago infinidad de cosas mientras escucho la radio y ninguna de ellas interfiere con las demás.
A cualquier hora del día o de la noche en que pueda necesitar algo de compañía o pasatiempo, no tengo más que recurrir a mi inseparable compañera y nunca me defrauda. Al otro lado siempre encuentro alguna canción, noticias que me ponen al día sobre lo que ocurre en el mundo, curiosidades, entretenimiento… en fin, la vida misma en todo su esplendor que palpita y me transmite multitud de sensaciones para que nunca me encuentre solo.
Con el tiempo y los grandes avances tecnológicos, la radio también ha evolucionado y casi nada se parece a aquellos viejos artefactos que yo conocí en mi infancia. Hoy hay auténticas maravillas de la técnica que con un tamaño minúsculo ofrecen una calidad de sonido extraordinario y una capacidad de recepción de emisoras enorme. Y todo con el tamaño de un paquete de cigarrillos.
Aunque yo soy un nostálgico y me gusta escuchar la radio en mi viejo “transistor” Sanyo, tampoco me he negado a aceptar los avances de la técnica en este campo y, así, he accedido a tener un teléfono móvil que tiene radio. Pero sólo recurro a él cuando mi viejo “transistor” se queda sin pilas y no tengo para reponer.
Yo que he sido un forofo de la radio toda mi vida, he tenido la suerte de estar en el otro lado, pues no sólo he ocupado el papel de receptor sino también el de emisor. Así, mi colaboración en programas de radio (sobre todo deportivos y concretamente de fútbol) me ha permitido conocer el mundo de la radio desde dentro, la elaboración y emisión de un programa, ser partícipe del pequeño milagro de cómo lo que se hace en el estudio llega hasta la antena emisora y desde allí hasta el aparato receptor de cada uno de los oyentes. Cosas de eso que se llaman las ondas hertzianas.
La radio siempre ha sido un mundo maravilloso. Quizás con todos estos últimos avances tecnológicos haya perdido algo de encanto y de magia, pero sigue siendo fascinante. La televisión te enseña, te muestra, pero la radio te sugiere, te hace pensar. Por eso creo que la radio es un reto para la imaginación, una prueba para ejercitar la mente y un antídoto contra el Alzheimer.
Créanme, hagan como yo. Consuman menos televisión y más radio. Tendrán más tiempo para hacer otras cosas y, además, su mente se lo agradecerá.

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