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La necesidad de equilibrio

Una de las ideas fundamentales del pensamiento griego, -fuente de la que bebe nuestra cultura occidental-, es la necesidad del equilibrio. Pensadores de la talla intelectual de Sócrates, Platón y Aristóteles hicieron un continuo llamamiento al equilibrio en todos los órdenes de la vida y la sociedad. Quizá el más insistente fue Aristóteles. En sus obras abordó tanto el equilibrio ético, lean su “Ética Nicomaquea”, como los equilibrios políticos, económicos o ambientales, en la “Política”. Sí, decimos ambientales, pues, ¿Qué son si no sus reflexiones sobre las cualidades que debe tener una ciudad habitable, en especial la necesidad de establecer un límite en su tamaño y población?.
En la historia de la humanidad, el concepto de límites y equilibrio se han mantenido en el pensamiento occidental, no sin periodos de gigantismo cuyas consecuencias conocieron bien el imperio romano o sin ir más lejos los imperios español y británico. La ruptura radical con la idea del equilibrio y la eliminación de los límites en muchos aspectos de la vida vino de la mano de la revolución científico-industrial, el surgimiento del capitalismo y la instalación en la conciencia colectiva e individual de la idea del progreso. Este proceso se inició a partir de la disolución del mundo medieval, allá por finales del siglo XV y principios del s.XVI. El “Nuevo Mundo” que inauguró el descubrimiento de América para los europeos, -los pueblos prehispánicos se conocían a sí mismos de siempre-, llevó a la mente de los occidentales la visión de un mundo plagado de riquezas que podían ser explotadas sin ningún tipo de control por un hombre convencido de su primacía en el mundo animal. Junto a la expansión de los límites geográficos se produjo una ampliación del mundo mental del hombre. Al tiempo que fue desprendiéndose de las supersticiones religiosas a favor de la razón surge un nuevo tipo de hombre: primero el “humanista”, y acto seguido el “racionalista”. Según avanzaba este proceso, los europeos se manifestaban orgullosos de haberse desprendido del mito religioso, sin darse cuenta que estaban siendo poseídos por un mito aún más pernicioso para el futuro de la humanidad: el mito de la máquina, estudiado de manera brillante por Lewis Mumford.
Del humanista, punto de equilibrio entre el hombre del “Viejo Mundo” y el del “Nuevo Mundo”, cuyos valores éticos y morales sólo son comparables con los niveles de “humanidad” alcanzados en la Grecia del siglo VI a.C., pasamos al “racionalista” que representan figuras como Descartes o Francis Bacon, y a una serie de subtipos como los utilitaristas o mecanicistas. La única resistencia intelectual que encontraron los autoproclamados representantes de la razón fueron los denominados románticos, continuadores del legado de los humanistas. La partida entre utilitaristas y románticos, o dicho de otra manera, entre mecanicistas y organicistas, se sigue celebrando hoy día con un saldo muy a favor de los primeros.
Los utilitaristas hinchados de orgullo por sus aparentes éxitos se han metamorfoseado en un ser aún más perverso, el hombre posthistórico, descrito por Roderick Seidenberg. Un ser dominado por el materialismo, el automatismo, la uniformidad, el conformismo y el servilismo más atroz. Viven por y para el complejo del poder cuyos pilares son el propio poder (económico, político, social,etc…), el prestigio personal, la productividad y  los beneficios pecuniarios. Adoran a su dios, llamado “el progreso”, y si alguien osa deshonrarlo son llamados despectivamente románticos o idealistas. Ir contra el progreso y rechazar sus constantes sobornos es el peor crimen que se puede cometer en nuestros días. Nosotros, como es lógico, reconocemos las felices innovaciones políticas y sociales que impulsaron los filósofos ilustrados del siglo XVIII, entre ellas el gobierno constitucional, el sufragio universal, y la educación pública y gratuita, así como las mejoras en la higiene, la salud y el confort doméstico que llegaron con posterioridad, aumentando la calidad de vida de los ciudadanos. Desgraciadamente, los rápidos avances en la explotación de los recursos naturales y el desarrollo del maquinismo ensombrecieron estos logros humanos. Como consecuencia de esta ausencia de una perspectiva humana, se impuso una visión del desarrollo humano, según la cual el progreso significa “el éxito creciente del hombre en la superación de sus limitaciones físicas con el fin de imponer sus propias fantasías, condicionadas por las máquinas, sobre la naturaleza. Por definición, el cambio tecnológico y el mejoramiento humano estaban ahora juntos y, también, por definición, las fuerzas que hicieron el progreso eran inevitables, inviolables e irresistibles”(Mumford dixit).
El progreso es incompatible con el establecimiento de algún tipo de cortapisa o límite, por más que los signos de destrucción de nuestro entorno y nuestra propia salud física y psíquica resulten incuestionables. El crecimiento es la meta de nuestra economía, y en esto están de acuerdo tanto progresistas como neoliberales. Si tuviéramos una visión más orgánica del mundo veríamos cómo en la naturaleza los crecimientos descontrolados son síntomas de patologías, como el cáncer. Por el contrario, nuestra salud se mantiene mientras nuestro cuerpo sea capaz de un equilibrio dinámico y mantenga la capacidad de resilencia.
Lejos de la opinión corriente en nuestra sociedad, lo contrario de progreso no es estancamiento o regresión, sino equilibrio y madurez. Los seres humanos crecemos hasta una determinada edad, en el que el cuerpo comienza un periodo de madurez física y mental. Como comentó en cierta ocasión Mumford, “¡Qué monstruos caminarían por las calles, -qué  torpes gigantes, qué montañas de obesidad -si la vitalidad orgánica significara un crecimiento sin límites!”.
El futuro de la humanidad depende de un cambio de cosmovisión, desde la actual desarrollista a una orgánica. El cosmos no es como Descartes lo imaginaba: una gran máquina accionada por un ser supremo. La vida, por el contrario, progresa en aquellas situaciones en las que se mantiene un equilibrio, siempre dinámico, entre fuerzas antagónicas: bondad y maldad, orden y caos, certezas e incertidumbres, etc…Necesitamos un cambio en nuestro pensamiento, un nuevo método como el descrito por el gran pensador Edgar Morin. El hombre, a diferencia de otros animales, tiene capacidad de actuar para minimizar los efectos de la entropía natural del cosmos. A través de la organización se puede restablecer el orden; avanzar en la determinación de algunas certezas a partir de la filosofía y la ciencia; reducir las desigualdades entre los hombres mediante la educación, la política y la economía; y así en múltiples planos de nuestra compleja existencia.
Reestablecer el equilibrio, a través de una organización más justa, tendría que ser la prioridad de la gran comunidad de los seres humanos. Este equilibrio tiene que comenzar con nuestro propio papel como especie animal en la tierra. Tenemos que pasar de seres parasitarios a simbióticos, aunque para ello debamos redimensionar nuestro volumen poblacional. Nuestra distribución en el planeta merece igualmente una profunda reflexión.
A escala planetaria estamos obligados a proyectar con la naturaleza, tal y como expuesto Ian McHarg y no contra ella. Ciertos lugares del planeta, como la selva amazónica o la sábana africana tendrían que quedar al margen de los “intereses” y de la masiva presencia humana. Mientras que otras zonas, más proclives al desarrollo del hombre como especie, tendrían que ser ocupadas de manera racional. Nuestro hábitat puramente humano, la ciudad, tendría que armonizarse con la naturaleza, respetando sus principales contornos.
Una de las necesidades fundamentales para la supervivencia de la humanidad y de la tierra-madre es reestablecer el equilibrio entre el campo y la ciudad, que fue posible en periodos de la historia universal tan denostados como el periodo medieval. No tiene que extrañarnos, por tanto, que a los herederos naturales del humanismo y el romanticismo, los grupos conservacionistas y ecologistas, se nos acuse de querer volver a la edad media. La dicotomía entre campo y ciudad, como dos realidades incompatibles, es una falacia ideada por los adoradores del “progreso”.
Como señaló Benton McKaye, colaborador en muchas iniciativas de Mumford, “la naturaleza virgen, lo rural y lo urbano son todos ambientes necesarios para el desarrollo completo de la persona humana. Consecuentemente, un programa regionalista tiene que incorporar los tres elementos: la preservación de la naturaleza intocada, la restauración de un paisaje estable, y la salvación de la verdadera ciudad” (extraído de Ramachandra Guha).
En pocos lugares de nuestro país y de Europa, como en Ceuta, se puede observar con más nitidez la oposición no-dialéctica entre el “progresismo”, con su consustancial negativa al establecimiento de cualquier tipo de límite (urbanístico y poblacional); y el organicismo que algunos nos empeñamos en defender, basado en la búsqueda de un equilibrio entre población y biocapacidad del territorio que permita una vida plena y satisfactoria a los habitantes de Ceuta. Mientras que el combate se libra, con grave desigualdad de poder entre ambos bandos, la ciudad se esfuma ante nuestros ojos (cual ciudad ideada por el genial Italo Calvino en sus “ciudades invisibles”), ante la pasividad de una sociedad adormecida, pasiva y conformista.

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