Ayer conocí a dos ancianos, sonrientes y festivos, que celebraban sus bodas de oro, cuatro años antes, por si las crisis o las enfermedades sumergidas, visitando la triste Gades , como ya lo hizo la buena señora, de mocita. La debió aprovechar mucho, porque recordaba lugares y paisajes, como si de un día antes se tratara, pero lo importante era la mirada, el barniz desmadejado de los labios o la hinchazón en los tobillos. Eran importantes, porque no deslucían, no al menos, la armónica melodía de sus voces en el asiento de atrás del catamarán, lloviéndose de sol la bahía, con olas como retortijones, salidos del vientre , de la lancha de salvamento marítimo. Decían llevarse mal, estar esperando a otra vida para no andarla juntos, pero era de boquilla, porque se sonreían y se esperaban, cuando lo que deviene ya no es de plena vida, sino un débil aliento que te separa de la decaída definitiva.
Gades, como casi siempre, se veía lejana, estática y altiva, porque es su mejor pose y lleva siglos ejerciéndola, en postales y politiqueos , igual que la señora que llevaba pantalón largo y negro, sonrisa emergida y unas ganas tremendas de entrar en ‘Joselito’ y ponerse ciega de marisco, olvidándose de que para levantarse de la cama de ‘Los cántaros’ donde se alojaban convidados por sus hijos , se había tenido que embutir ocho pastillas seguidas.
–Lo han cerrado– le dije, demasiado rápida de mente, como para darme cuenta de que le dolía en el alma, esa falta, tanto casi, como la perspectiva de sentir en sus carnes que todo cambia , aunque uno no quiera. Sabina dijo una vez que era un error visitar una ciudad pegado a los recuerdos de la vez primera, pero quizás, es más errático no tener esos recuerdos gratos que quieres compartir con quien está a tu lado media–por no decir entera– vida. Los vi alejarse entre los adolescentes de excursión que nos habían acompañado todo el trayecto, haciéndome recordar las generaciones bisagras que estamos entre nuestros padres ancianos y ajados y nuestros hijos, egoístas y difusos. Somos los baby boom, los baby idiotas, que ahora cuarentean mintiendo, porque todos tenemos más de cuarenta, pero nos ajustamos como ajustamos con uñas y dientes el presupuesto, la manutención, los gastos para no deber, porque nos deben tanto que nos jode caer en el pecado de la omisión, de no cumplir. Somos idiotas, como se sentía la buena señora, que así se confesaba, porque se casó con 22 y estuvo tres meses llorando, porque no se quedaba preñada. Pero son tiempos, no entre costuras, sino entre remiendos, tiempos que nos tocan vivir y que no lloramos porque somos épicos guerreros que agudizamos el esfuerzo, la epopeya y la tragedia, para creernos semidioses griegos elevados a la enésima potencia de la soplapollez.
Si queremos ver la realidad, lo mismo podemos montarnos, un día de fiesta local, en una catamarán a las once de la mañana, congregados los adolescentes en agruparse como idiotas en torno a la nada, arrullados los viejos en su intimidad reposada, estricto el profesor del colegueo con las niñas despuntadoras de deseo.
La lancha de Salvamento marítimo nos vapuleará la placidez de las aguas y Gades, a lo lejos, no nos dejará ver el paro en que está sumergida, ni el cierre de comercios, ni los pisos despojados en impagados, ni los alquileres sociales, ni la miseria. Porque ‘Joselito’ ha cerrado, por vejez de sus dueños, hermanados, pero también porque el centro está muerto y estancado, con gente que se jubila y marcha a tierras internas, donde el centro de la tierra sigue caliente y el agua de mar, bendita agua de mar que nos sala el regusto, ya no se huele.
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