Un amigo decía que no tenemos derecho al desánimo y se lo oí decir justamente cuando yo hablaba del desánimo del espectador, de esa persona que vive y que capta el ambiente que hay en lo que le rodea que, por desgracia, no es para cantar victorias.
Bueno pues sí; ese amigo tiene toda la razón. Desanimarse es negar la obligación que se tiene de luchar por hacer patente la verdad, por hablar de lo mucho que se espera de cada persona porque es mucho, también, lo que otros necesitan.
Podrá haber tormenta política o como se le quiera llamar a la mala actuación de quienes tienen la obligación de ocuparse de la vida en la sociedad, pero cuanto más arrecie ese mal hacer o mal disponer del bienestar de los demás, mayor y más cuidadosa debe ser la reacción contra ello.
Hay que luchar, con decisión y entusiasmo, por ese bien supremo que es la verdad; la sencillez de hacer las cosas bien, de no retorcer las cosas sencillas como es el amor en la familia, la preocupación por la educación de los hijos, la delicadeza en el trato de cualquier cuestión de la vida como el matrimonio y la atención a cada una de las dificultades que se suscitan en la convivencia.
Es luchar, con todo afán y sin descanso, por la verdad del amor hacia toda persona, hacia toda obra buena, hacia todo detalle en el que aparezca esa luz del alma que hace ver lo hermoso y necesario que es tomar para uno los dolores y caídas de los demás.
Así es, nadie debe dejarse llevar del desánimo sino que debe levantar su ánimo, sacar fuerzas de la verdad y defenderla con entusiasmo y sin ceder en ningún momento; nadie debe hablar de derrota o de que nada se puede hacer, pues eso es declararse vencido antes de haber luchado hasta el final de la vida de uno mismo, de esa vida que vale infinitamente más que cualquier otra cosa porque ama la verdad.
Es cierto que hoy se está haciendo todo lo posible por cambiar el sentido de la vida; llevarlo de los valores del espíritu a los materiales.
Se niega que en la fuerza del espíritu haya lugar para las necesidades personales, para esas que a diario se presentan en la vida de cualquiera y, a veces, de forma general.
Las necesidades materiales no se dejan de lado, ni mucho menos, sino que se las atiende, además, poniendo en ello todo el calor del alma.
La lucha por la verdad no tiene límites de ninguna clase; llega a todas partes y sin distinción alguna de clases.
Quienes lo niegan deben recibir, de inmediato, la evidencia de que esa valoración es injusta, que se aleja de la verdad, que hace daño a la convivencia.
No cabe desánimo en esa labor que, además, ha de ser llevada adelante con delicadeza, sin animo de hacer daño a nadie, sin considerar que se habla a enemigos sino a personas a las que el conocimiento de la verdad les será útil para su vida, en cualquier aspecto, íntimo o abierto a la luz de la consideración de cualquier persona. Luchar por la verdad es luchar con amor por el amor.
La vida de toda persona es luchar constantemente por la verdad del amor a los demás, con gran fe y entusiasmo. Esa lucha hace digno al ser humano, alejado de todo egoísmo.
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