En diversas ocasiones he comentado con un grupo de familiares y amigos, constituido por jóvenes relacionados con el mundo de la cultura y el arte, y deseosos de emprender algún tipo de actividad económica relacionada con su ámbito profesional, la práctica imposibilidad de no estrellarse con un negocio de esta índole en nuestra ciudad. Todos coincidimos en que la principal razón de nuestras reticencias estriba en la escasez de demandantes de productos y servicios culturales en Ceuta. Estos, los consumidores de cultura, fueron objeto de un interesante estudio por Alvin Toffler, escrito a principios de los años ochenta. Para este pensador norteamericano, un consumidor de cultura es “una persona que oye música clásica, concurre a conciertos, representaciones teatrales, óperas, recitales de danza o proyecciones de películas de arte, visita museos o galerías, o realiza lecturas que reflejan un interés por las artes”. A. Toffler también incluye en esta definición “a todos aquellos que participan como profesionales o aficionados, en lo que, en forma general, llamamos actividad artística; es decir, pintores (tanto los que dibujan los fines de semana como los que lo hacen a diario), actores, bailarines, músicos, etc… Incluyamos también a los niños que “consumen” lecciones de arte o música en sus casas o en la escuela”. En términos generales, el consumidor de cultura es una persona educada. Según comenta Toffler, algunos datos revelan que la educación es el indicador individual más importante del estatus cultural de una persona, aún más importante que el ingreso. No obstante, en la mayoría de los casos, la educación y el ingreso van juntos.
Tomando como referencia el comentario anterior en el que hemos esbozado un perfil genérico del consumidor de cultura, vayamos a los datos concretos de nuestro país y de nuestra ciudad. Para ello nos viene que ni pintado un reportaje publicado el mes pasado en El País, en el que se analizan los hábitos culturales de los españoles a partir de la información contenida en el Eurobarómetro que publica de manera periódica la Comisión Europea. El dato que quiso destacar el autor de este artículo es que se aprecia que “a los españoles les cuesta más pagar por la cultura que a sus vecinos del norte”. La excusa para no acudir con más frecuencia al cine, al teatro o a los museos o no adquirir libros es el precio, cuando en realidad, tal y como se apunta en el reportaje, el motivo más habitual para no consumir cultura es simple y llanamente la falta de interés.
Si los datos sobre el consumo cultural en España reflejan una escasa querencia por este tipo de productos o servicios en nuestro país, la información que disponemos sobre Ceuta es desoladora. Según la encuesta sobre Gasto de consumo cultural de los hogares que publica el Ministerio de Educación, Cultura y Deportes, los ceutíes y los melillenses somos los que menos gastamos por persona en bienes y servicios culturales. Así, si la media en gasto por persona en libros en España es de 60,9 euros, en Ceuta y Melilla es menos de la mitad (25,9 euros); y si en el resto del país nuestros paisanos dedican 100,3 euros al consumo de servicios culturales, en las dos ciudades norteafricanas nos quedamos en una discreta cifra de 60,1.
Los datos sobre consumo cultural en Ceuta, en principio, no deberían de sorprendemos, ya que, como apuntamos con anterioridad, el consumo de cultura tiene una relación directa con el nivel educativo y económico de la población. Unos niveles que, como bien sabemos todos en esta ciudad, está bastante alejado de las medias nacionales. A este respecto hemos conocido los resultados de un estudio sobre la pobreza en Ceuta, encargado por la Consejería de Bienestar Social, en el que se concluye, según figura en un artículo publicado en este mismo medio, que el porcentaje de hogares ceutíes que “padece privación material severa asciende al 40,8% y el porcentaje de personas afectadas representa el 43,4% de la población”. Cuando un 60% de los hogares confiesan tener graves problemas para afrontar gastos imprevistos es fácil entender que el dinero que puedan dedicar a la cultura es ínfimo. No obstante, estas dificultades económicas están desigualmente repartidas, por motivos complejos sobre los que no nos vamos a detener a comentar en este momento. Tan sólo conviene quedarnos, para el tema que nos ocupa, con los siguientes datos: “el riesgo de pobreza de los hogares de origen árabe-musulmán es casi del 60% y afecta al 65% de la población de esta comunidad, mientras que en la comunidad europeo-cristiana, el riesgo de pobreza de los hogares es del 13,5%, y el de su población del 14,5%, muy por debajo de los anteriores” (El Faro, 25/09/2013, artículo firmado por Paloma López Cortina, a quien aprovechamos para desearle suerte en su nueva etapa profesional).
La desigualdad en el reparto de la riqueza, que coincide con los dos grandes grupos culturales en los que se divide la sociedad ceutí, pensamos que distorsiona los datos sobre el consumo cultural en Ceuta, pues si bien un sector importante de la población concentra los peores índices socioeconómicos, educativos y culturales, el grupo restante, el mayoritario, –aunque por poca diferencia cuantitativa–, tiene niveles educativos y económicos similares o superiores al de las principales ciudades españolas. Coincide que los integrantes de este grupo mayoritario, –el de origen y tradición occidental–, son los potenciales y principales consumidores de cultura, entre los que predominan los empleados públicos (profesores, maestros, médicos, administrativos, etc…), los profesionales y técnicos por cuenta propia (arquitectos, abogados, farmacéuticos, etc…) y los empresarios del sector comercial y de la restauración. Estamos hablando de un porcentaje importante de la masa laboral ceutí, personas que en su mayoría disponen de alta cualificación académica, buenos sueldos y tiempo libre. ¿Por qué, entonces, tenemos la impresión de que no ejercen como consumidores culturales? No creemos que exista una respuesta específica para la sociedad ceutí. En esto del consumo cultural no nos diferenciamos de la tónica general imperante en el resto de España y otros países de nuestra órbita cultural.
Los motivos que explican el bajo consumo cultural son de índole sociológico, morales y éticos. Autores como Lewis Mumford declararon ya a mediados de los años cincuenta que, a pesar de haber alcanzado una educación casi universal, “la mente popular desciende lo más bajo posible en el nivel de entretenimiento e instrucción por pura falta de ambición espiritual; el diario sensacionalista y el semanario ilustrado establecen un nivel de frívola estupidez que está a solo un paso del sueño narcótico”. En la misma línea, Marcel Hicter, afirmaba que “la cultura no es conocimiento o erudición, sino que es actitud, forma de ser y de vivir, necesidad de superarse continuamente a sí mismo; es la actitud, el reflejo del sentido de participación activa en las responsabilidades en los diferentes medios de vida comunitaria: familiar, local, nacional, internacional, política, sindical, filosófica, religiosa”. Pero quien creo que dio en el clavo y supo apreciar la tendencia ya visible a finales de los años sesenta fue Hugo Uyterhoeven. Este profesor del centro universitario de Amberes, en un trabajo contenido en la obra colectiva La civilización del ocio, declaró que en nuestros tiempos “los acentos se han desplazado. Nuestra sociedad de orientación materialista muestra una clara tendencia hedonista”. Una tendencia que se ha visto fortalecida y ha dado lugar a un tipo específico y extendido de hedonismo, muy habitual en nuestro país y en nuestra ciudad: el hedonista pancista.
El hedonista pancista tiene como principal fuente de placer el gaznate y el estómago. Su apetencia por un sofisticado plato, un delicado vino y una refrescante copa no conoce límites. Cualquier excusa es buena para disfrutar de una prolongada sobremesa en torno a una mesa o barra de los numerosos bares, restaurantes y pubs repartidos por toda la geografía española y ceutí. Ni siquiera la crisis ha aminorado el gusto por los bares en España. No sólo permanecen los que estaban, sino que se abren nuevos negocios de restauración todos los días. Nadie se plantea abrir una librería, un teatro privado, una galería de arte o una sala de cine, porque sabe que apenas tendrá clientes que les permita obtener los beneficios suficientes para cubrir los gastos mínimos de apertura y mantenimiento. Prefieren apostar por un negocio seguro y rentable como un bar o un restaurante, cuyos clientes no tienen ningún reparo en gastarse cuarenta o cincuenta euros en una comida. Los mismos, como señalaba el mencionado reportaje publicado en El País, que les parece muy cara la entrada para asistir a una buena representación teatral o ver una buena película en una confortable sala de cine, o bien consideran que gastarse veinte euros en un libro es un dispendio intolerable.
Por si fuera pocos los males que afligen a los valientes y siempre vocacionales empresarios relacionados con el mundo de la cultura, el Gobierno central les ha subido el IVA de una manera notable, obligando a muchos negocios a cerrar. En el caso concreto de las editoriales y las librerías, al daño por la subida de impuestos se ha sumado la completa supresión de la asignación que el Ministerio de Cultura tenía para la adquisición de fondos bibliográficos. No contentos con ello, los libreros de Ceuta se enfrentan ahora a una situación dramática con el cobro por parte de Correos de una tarifa en concepto de tramitación del DUA, cuyo coste oscila entre los 15 y 35 euros. Al pagarse por paquete (no menos de catorce euros), y no por el valor de la mercancía, sucede que este nuevo impuesto supera en muchas ocasiones al precio fijado del libro. Un sobrecoste que no tiene más remedio que repercutirse en el cobro que efectúa a sus clientes. Desde luego, la situación es insostenible y nuestras autoridades, así como nuestros representantes en el Congreso y en el Senado, deberían atender este asunto de manera urgente y prioritaria. Si no lo hacen estaremos ante un nuevo obstáculo que confirmaría nuestra idea de la imposibilidad de la cultura en Ceuta.