La democracia como sistema político está en plena crisis. Lo que se consideraba el mejor modelo concebido por la humanidad para articular la convivencia, ha entrado en una fase de permanente cuestionamiento como consecuencia, entre otros motivos, de la quiebra del relato neoliberal, que ya es incapaz de suscitar unanimidades (las razones de esta quiebra son objeto de otros análisis, aunque cabe recordar la gestión del fenómeno migratorio como uno de sus principales factores). Algunos datos, a los que no se les quiere otorgar la importancia que tienen, son suficientemente elocuentes. La creciente abstención en todos los procesos electorales revela una evidente falta de confianza en el voto (son ya muchos los ciudadanos que piensan que “da igual votar o no”). Una reciente encuesta desvelaba que la mayoría de los jóvenes menores de treinta años considera que la democracia no es algo importante en sus vidas (se extiende la percepción de que las grandes decisiones, las que de verdad influyen y afectan, se toman en lugares y por personas que están fuera del circuito democrático). Una consecuencia muy visible de este incipiente estado de descomposición del sistema, que hasta ahora se presuponía infalible, es el generalizado estado de confusión ocasionado por resultados electorales calificados de “antisistema” o “contracorriente” (en este apartado se incluye el vigente debate sobre el auge de la extrema derecha).
Pero existe otra consecuencia quizá menos llamativa, pero de efectos mucho más perniciosos. Es la prevalencia de la aritmética sobre los principios. Se está fortaleciendo (peligrosamente) un concepto de democracia deformada, según la cual la voluntad de la mayoría se convierte en una especie de ley natural que no admite contestación. De este modo, las corrientes de opinión mayoritarias pueden terminar sustituyendo a los propios principios democráticos. Ya existen precedentes históricos (terroríficos) al respecto.
En esta difícil coyuntura histórica, la responsabilidad de todos cuantos nos reclamamos partícipes de la causa democrática (no retóricamente, sino mediante actitudes, comportamientos y compromisos), es priorizar la defensa a ultranza de los principios democráticos por encima de cualesquiera otros intereses o estrategias por legítimas, necesarias o trascendentes que puedan parecer. Aunque ello suponga quedarse en (inmensa) minoría. Las sociedades son siempre cambiantes, los principios no pueden serlo. El concepto “mayoría” es, por naturaleza, transitorio, subjetivo y perecedero. Nadie se puede atribuir la facultad de secuestrar (ni siquiera temporalmente) la razón.
Lo que ocurre es que los partidos políticos se enfrentan, en escenarios de este tipo, a una disyuntiva de la que nos fácil salir airoso. Por un lado la fidelidad a los principios democráticos; y por otra parte, la necesidad de obtener buenos resultados electorales. Cuando un partido se sitúa en una posición claramente contraria a una corriente mayoritaria, corre un serio riesgo de verse relegado (o expulsado) de las instituciones. Un miedo razonable que induce a “corregir” (en todo o en parte) las ideas y hacer concesiones para adaptarse de la mejor manera posible a una “realidad” impuesta (imposible de modificar a corto plazo). El problema es encontrar ese complicado equilibrio que haga compatible el “sentido común imperante” con la preservación de un grado asumible de pureza ideológica. No sirve de nada mantenerse en un estado de puridad irrelevante. Pero tampoco conduce a ninguna parte la (falsa) representatividad obtenida a base de travestir ideas y convicciones.
La mejor manera de resolver esta ecuación es reivindicar la importancia de la minoría. Es preciso llevar al ánimo de la ciudadanía, en especial a sus miembros más concienciados y comprometidos, que el papel de quienes defienden los principios en momentos de convulsión (aunque estén en minoría), es tan, o incluso más, importante que una victoria electoral. Los gobiernos son siempre provisionales, los principios eternos. Quienes sostienen los principios sostienen el camino hacia el futuro, aunque por momentos éste sea duro, amargo, estrecho, incómodo y a veces insufrible.
A modo de paréntesis ilustrativo, transcribo textualmente una frase real pronunciada por un político en activo: ¿Por qué se empeña Juan Luis en defender a los MENA sabiendo que eso le quita votos?
Entramos en un antipático año electoral. En un ambiente muy enrarecido, preñado de competitividad y tensión, en el que el debate público se va a deslizar más allá de los asuntos relacionadas con la gestión de las competencias municipales, para centrarse de lleno en el ámbito de las emociones, aquel espacio puramente subjetivo que cada cual blinda a su modo, en el que es casi imposible penetrar con argumentos, y que no entiende de razones. Será un duro combate contra “la ola” antidemocrática. Por eso es necesario reforzar a la minoría que vaya a actuar como muro de contención antes de que el maremoto arrase nuestras conciencias y arruine nuestra convivencia.
Por ese motivo, antes de que comience la refriega, es conveniente pronunciarse públicamente, y de manera inequívoca, sobre algunas cuestiones claves que condicionan sobremanera el debate político en nuestra Ciudad, y sobre las que la ambigüedad (intencionada o calculada) sólo contribuye a resquebrajar los cimientos de nuestra armazón moral: Uno. La protección de todos y cada uno de los derechos de los menores (sin eximente alguno) constituye una obligación irrenunciable e inexcusable de la Ciudad (como administración competente) que debe ejercer con esmero de la mejor manera posible. Los menores extranjeros no acompañados que estén en nuestra Ciudad merecen un trato digno y se les debe garantizar la prestación de todos los servicios inherentes a su condición (reconocidos en la ley española), en especial, la educación. Dos. No es aceptable, bajo ningún concepto, una política migratoria que vulnere los derechos humanos. El sufrimiento extremo de cualquier persona (más allá de sus circunstancias) es incompatible con una concepción ética del ser humano asumible en democracia. Tres. En Ceuta existe un racismo estructural que impide un modelo de desarrollo basado en los principios de igualdad, justicia y equidad; y que en consecuencia, es preciso combatir, desde la perspectiva de la construcción de una Ciudad intercultural. No existe democracia en una sociedad fuertemente jerarquizada y asimétricamente estratificada por razones de índole étnica y/o cultural.
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