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La historia tras una llamada

Francisco, Souleymane y Amadoy. Sus vidas, tan dispares, han quedado unidas tras el naufragio del pasado 26 de octubre. Esta es su historia, contada por ellos a El Faro.

El pasado 26 de octubre, el agente de la Guardia Civil Francisco Rodríguez hacía una de sus tradicionales caminatas. Enfundado en un chubasquero oscuro, los pasos le llevaban, como en cualquier otra ocasión, hacia Santa Catalina. Uno, dos, tres..., uno, dos, tres... Salvo la lluvia que amenazaba con su constante ir y venir y la visión, a uno de los lados, de un mar embravecido, Francisco se enfrentaba a su caminar ya rutinario.
Mientras, en el mar once varones subsaharianos luchaban por vivir. Su embarcación, dirigida hacia los isleros de Santa Catalina, hacia la luz del faro, la que está sirviendo de falsa guía a los inmigrantes, se veía atrapada por unos remolinos mortales, los mismos que tantas veces han devorado las vidas de inmigrantes, buceadores y pescadores. Entre esos once hombres estaba Amadoy Tanow. Un joven espigado, que dejaba atrás un largo camino de penurias en su Guinea Conakry natal, la tierra más castigada por el ébola, y que ahora se enfrentaba a la necesidad imperiosa de ganar la batalla a las olas. O la ganaba o moría. “El agua me llevaba hacia atrás, estaba luchando contra corriente, me quité toda la ropa que tenía para no hundirme... no sabía nadar, pero conseguí llegar hasta la roca. Jamás había visto la muerte tan cerca”, recuerda todavía asustado por lo ocurrido. Allí, entre las rocas, semidesnudo, fue cuando topó con Francisco. Los gritos y lamentos fueron escuchados por quien tantas veces ha tenido que desarrollar servicios complejos dentro de la Guardia Civil.
El chaquetón que portaba Francisco se convirtió en su particular salvavidas, en el freno oportuno a una hipotermia que empezaba a hacer mella en su cuerpo. Amadoy se sentía a salvo, abrazado a Francisco pudo salir de entre las rocas junto a otros tres compañeros más a los que prestaban ayuda trabajadores del parque de Santa Catalina y una pareja de militares.
Amadoy tenía miedo. Lloraba igual que un niño, temblaba de frío y de pánico. Se aferraba al chaquetón de Francisco, quien superado por la emoción del momento, por un crisol de sensaciones, intentaba calmarlo. “No paraba de llorar porque no sabía dónde estaba, si me iban a expulsar. Tampoco sabía qué había pasado con los demás compañeros, creía que estaban todos muertos”, rememora.
Las lágrimas de Amadoy, el rostro descompuesto de quien acababa de ganarle la vida a la muerte dominaban un escenario de absoluto desconcierto. La única patrulla de la Guardia Civil que se encontraba en el lugar carecía de mantas térmicas para repartir entre los inmigrantes. Las conexiones fallaban, las ambulancias no llegaban, los ciudadanos que se habían concentrado en Santa Catalina se transformaban de la noche a la mañana en voluntarios improvisados. Las ideas fluían en las cabezas de unos y de otros; un trabajador traía el termo de café, otro aportaba camisas de la obra, los militares se quitaban sus chaquetones...
Francisco tuvo una idea. La desesperación de Amadoy era incontenible. Sacó su teléfono móvil y se lo ofreció a quien tan solo conocía de pocos minutos, aunque eso sí, marcados a fuego. Amadoy marcó los 9 números, la combinación exacta para contactar con Souleymane, un amigo de Guinea Conakry que actualmente reside en Córdoba. Esa llamada iba a ser determinante porque terminaría uniendo tres vidas, las de tres personas que nunca hubieran imaginado un escenario común.
Souleymane, canguro de su pequeña de 14 meses, descolgaba el teléfono, al otro lado los llantos de Amadoy le impedían enterarse bien de qué había sucedido. Su amigo, su compañero, intentaba explicarle lo que ni tan siquiera él había asimilado. “Luego vi la televisión, las imágenes de lo ocurrido y comprendí lo que había pasado”, explica. Lo hace junto a Francisco y Amadoy, en la terraza de una cafetería de la Gran Vía, leyendo en El Faro las crónicas de aquel día, recordando cada detalle. Unos pasteles y unos cuantos refrescos alegran una tarde bien distinta a la jornada trágica, marcada ya en sus vidas.
Cuando Amadoy cortó la comunicación con su amigo, éste grabó los 9 números del móvil desde el que le había llamado. Horas después, tras remarcarlos, se topó con la voz de Francisco, quien terminó, sorprendido por la llamada, de explicarle el origen de esa historia, cómo se encontraba su amigo y qué había sucedido.
De aquella llamada salió esta invitación al encuentro, esta cita de la que El Faro ha sido testigo. Porque detrás de esa simple llamada hay una historia: la de un agente, la de un joven inmigrante que salvó su vida a duras penas y la del amigo que representa el futuro, que ya está establecido en la península, pero que un día también tuvo que luchar por salvar su vida.
Amadoy sonríe mientras ve las fotografías del día, en las que acierta a reconocerse con las prendas de Francisco en su cuerpo. Aparece junto a sus compañeros, los mismos con los que ahora comparte módulo en el CETI y a los que no conocía más que del embarque.
“No sabe cómo agradecerle a Francisco lo que ha hecho por él”, traduce Souleymane. “No tiene que agradecerme nada, con que esté feliz vale”, añade Francisco orgulloso. “Dios es grande”, expresa Amadoy.
La lluvia asoma en una tarde distinta para estos tres hombres. Es la misma lluvia que apareció el día en que Amadoy volvió a nacer. Es la misma que está acompañando en estos meses las constantes llegadas de pateras, llenas de subsaharianos que dicen proceder, en su amplia mayoría de Guinea Conakry. Guineanos como Amadoy y Souleymane, que han dejado atrás un país convulso, que está siendo testigo de un éxodo de jóvenes que escapan del miedo, de los problemas políticos, de un gobierno que primero ordena encarcelamientos y luego pregunta, en el que el odio asoma solo por cuestiones étnicas, por razón de apellidos. Los jóvenes que pidieron un cambio de gobierno huyen. No hay otra.

"Estábamos llorando porque creíamos que los demás habían muerto”

En la imagen, tomada el pasado 26 de octubre en Santa Catalina, aparece Francisco junto a los inmigrantes rescatados, solo 4 de los 11 que ocupaban la embarcación que volcó en los isleros. Amadoy, a la derecha, lleva puesto el chaquetón del agente de la Guardia Civil. Están llorando, desolados. Recuerda al ver la fotografía que era porque “creíamos que los demás habían muerto” y porque pensaban “que nos iban a expulsar”. Una mezcla explosiva de emociones acontecidas en un momento límite. Habían salido de Rincón pero entre ellos no se conocían, si acaso, entre algunos, de vida en el bosque. Una vida complicada para los hombres, mujeres (algunas embarazadas) y niños que lo habitan.

"Le vi nervioso, le di mi móvil para que llamara a un amigo de Córdoba”

Francisco se desprendió de su teléfono móvil para que Amadoy se tranquilizara. Quería hacer una llamada a su amigo residente en Córdoba, contarle que había llegado a un lugar para él desconocido, que lo había conseguido. Atrás quedaba una vida complicada, marcada por las huidas del monte, por una continua carrera esquivando a los agentes marroquíes que les queman sus chabolas o les detienen y abandonan en el desierto. Souleymane estaba en su casa del sur peninsular cuidando a su niña pequeña. La llamada de Amadoy, de su amigo, vino en un momento de sorpresa, de incertidumbre que después Francisco se encargaría de aclararle.

"El patrón no paraba, iba hacia la luz, íbamos mal... hasta que volcamos”

Amadoy tuvo que pagar 4.000 euros por conseguir montarse en la embarcación que terminó naufragando en los isleros. Eran todos sus ahorros. De hecho nunca quiso vivir en una casa sino en el bosque para no gastar el dinero que iba acumulando. Apostó por el riesgo. Entregó el dinero al senegalés que les prometió que les recogería a él y otros varones en Rincón. Podía haberle engañado, pero no fue así. Apareció y se montaron en la embarcación. Pasaron por varias zonas, vieron el puerto, pero el patrón no paraba, iba hacia la luz del faro. “En esa zona ya empezó a entrar el agua, íbamos mal, pero no paraba...”, recuerda, mientras ve la foto del ataúd de quien pudo haber causado la muerte de todos. “Oí gritar al capitán, hasta que calló”.

¿Y quién era el fallecido?

Enterrado en el nicho número 291 de la Galería de Nuestra Señora de las Mercedes, se encuentra el ataúd del subsahariano que falleció en el naufragio que ha dado pie a esta historia. ¿Quién era ese hombre enterrado como ‘varón, negro, sin identificar’? Ninguno de los ocupantes de la semirrígida que volcó en Santa Catalina lo conocía. Solo saben que era senegalés y que fue quien se encargó de llevar la embarcación, de pilotarla en todo momento. Y lo hacía guiado hacia la luz del faro, porque es la ruta de referencia que les marcan a los pilotos.  Pudo haber parado su embarcación antes y hoy todos estarían a salvo, pero no, siguió hasta Santa Catalina, donde pudo provocar una auténtica tragedia de no ser por la rápida intervención de la Guardia Civil y de los propios GEAS. El fallecido casi no hablaba con el resto de inmigrantes que, a su vez, ni se conocían. Enfiló ruta a los isleros y quedó atrapado por las olas. Era el patrón.

 

 

 

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