Las grandes guerras suelen tener casi siempre el mismo efecto. Cuando se inician, se afirma que será “la guerra que acabará con toda las guerras” y, tras la consabida carnicería, llega un irrefrenable deseo bondadoso y universal de empezar de nuevo desde cero. La visión de las muertas apiladas en los campos de batalla suele tener ese efecto. Nunca falla. Ejemplos no faltan.
Tras la Primera Guerra mundial, matanza que se cobró la vida de diez millones de personas y dejó heridas a veinte millones más -una iniciativa del presidente de los Estados Unidos de América- pretendió cerrar de una vez por todas las heridas que habían provocado las retrógradas ideas nacionalistas de la clase política europea de la época y la crasa ineptitud de todas las militares.
Así, Thomas Woodrow Wilson, que prometió solemnemente al pueblo norteamericano que aquella iba a ser la última guerra, impulsó la Sociedad De Naciones (SDN). En su génesis era un proyecto sensato que, tras siglos de encarnizados combates europeos, pretendía dar un vuelco a las relaciones internacionales basándolas en la negociación entre países para evitar los conflictos y lograr una paz perpetua. Las luces de la Revolución Francesa iluminaron los propósitos del francmasón norteamericano que, sin embargo, no tuvo en cuenta las previsiones de beneficios de los fabricantes de cañones.
A pesar de que se habían iniciado los combates con los entusiastas gritos de las reclutas cantando que aquella iba a ser de “la der des ders” (la última de las últimas [guerras]), las draconianas condiciones del Pacto de Versalles sumiendo a Alemania en la absoluta miseria estaban fatalmente destinadas a propiciar el inicio de la Segunda Guerra Mundial.
De este modo, las buenas intenciones de Wilson nacieron muertas por la desconfianza y la sed de venganza de inglesas y francesas para con las vencidas. La frustración de Wilson al ver cómo Europa corría directamente hacia el suicidio fue tal, que los EE.UU no ratificaron el acuerdo de creación del organismo multinacional y nunca integraron la SDN. Mientras, la industria bélica seguía haciendo cuentas. Faltaría más.
Lo que siguió es de sobra conocido por todas.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la misma circunstancia.
Tras los 70 millones de muertos, los buenos propósitos volvieron con fuerza. Se crearon la Organización de las Naciones Unidas como órgano diplomático para resolver todos los conflictos, el FMI y el Banco Mundial (diametralmente opuestos hoy a la idea de origen de su creación) para evitar situaciones como la alemana de entreguerras.
En 1948 se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en la que se establecían, por primera vez, los derechos fundamentales que debían protegerse en el mundo entero. A la par, se gestaba el Pacto del acero y del carbón, antesala del Tratado de Roma y de lo que hoy conocemos como la Unión Europea. Claro que, al mismo tiempo que se efectuaban las bienintencionadas proclamas y se articulaba la diplomacia de la paz, la colonial guerra de Indochina, preludio a su vez de la guerra de Vietnam, llevaba ya dos años segando miles de vidas.
Fue en 1937, en una época en que las negras tormentas ya agitaban violentamente los aires en mitad de una Europa rearmada hasta los dientes y una España desangrándose, cuando el cineasta Jean Renoir presentaba la mítica película La grande illusion.
Con los gigantes del celuloide de la época Pierre Fresnay, Jean Gabin y Eric von Stroheim, el realizador francés situó la historia en un campo de concentración para prisioneras de guerra en mitad de la Grande Guerre. La película pacifista, prohibida por Mussolini y por Goebbels -quien la declaró “enemigo cinematográfico número 1”, todo un honor, por otra parte- fue censurada en otros muchos países. Nada extraño, si se tiene en cuenta que uno de los personajes de Renoir preguntaba: “¿qué hay de justo en la guerra?”. Y en esas estamos.
La guerra es, ante todo y sobre todo, un suculento y multimillonario negocio del que se benefician naciones fabricantes, bancos, intermediarios y países pantalla que recepcionan armas para reenviarlas a países en conflicto. El dinero fluye a mansalva y sin vergüenza alguna. Un clásico.
Conviene recordar a las escépticas, por si no estuviese suficientemente claro, que de esto advirtió en su momento el presidente republicano Dwight D. Eisenhower.
En 1961, el que fuera comandante supremo de las fuerzas occidentales en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, advirtió ante todo el país al dejar el despacho oval, en torno a la industria armamentística, que “su influencia total, económica, política, incluso espiritual, se siente en cada ciudad, en cada Estado, en cada oficina del gobierno federal. Sin embargo -aseguraba- no podemos dejar de comprender sus graves implicaciones. Nuestro trabajo, nuestros recursos y medios de vida están, todos ellos, involucrados –declaraba el presidente saliente de los Estados Unidos.
También lo está la estructura de nuestra sociedad. En los consejos de gobierno –afirmaba de forma tajante- debemos protegernos de la adquisición de influencia injustificada, deseada o no, por parte del complejo militar-industrial. El potencial de un desastroso incremento de poder fuera de lugar existe y persistirá -advertía”.
Y, por si no hubiese quedado suficientemente claro, remató con este aldabonazo: “No debemos dejar que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades o procesos democráticos. No debemos tomar nada por sentado. Sólo una ciudadanía alerta y bien informada –sentenció- puede exigir la combinación adecuada de la gigantesca maquinaria de defensa industrial con nuestros métodos y objetivos pacíficos, de modo tal que seguridad y libertad puedan prosperar juntas”. Blanco y en botella.
El inquilino que le sustituyó en la Casa Blanca se opuso a una intervención directa en Vietnam. No hará falta recordar que John Fitzgerald Kennedy, el trigésimo quinto presidente de los EE.UU., fue asesinado el 22 de noviembre de 1963 en unas circunstancias nunca aclaradas. Poco después, el inventado incidente del Golfo de Tonkín daría luz verde a la intervención total de los Estados Unidos en Vietnam. ¿Todo normal, verdad? Las conclusiones deben ser suyas, obviamente.
No obstante, para hacernos una idea más exacta de las repercusiones económicas de la guerra en el sudeste asiático, aquí van algunos datos pedagógicos.
En Vietnam se lanzaron cuatro veces más bombas que durante toda la Segunda Guerra Mundial.
Cada vez que un bombardero B-52 abría sus entrañas, eran 80.000 dólares de 1974 los que se lanzaban sobre Vietnam. En 2018, esta suma representaría casi 427.000 dólares.
Ese conflicto fue famoso por la intervención masiva de los helicópteros, en particular los de la empresa Bell Helicopter. Cada helicóptero le costaba al contribuyente norteamericano 250.000 dólares de 1974, que en el año 2018 correspondería a 1.334.000 dólares. Señoras, hagan cuentas.
El importe de la guerra de Vietnam se estima en 300.000 millones de dólares, sin contar el coste medioambiental por el “agente naranja” (un defoliante que sigue provocando malformaciones en los fetos) o las 600.000 toneladas de explosivos sin detonar que aún existen en la zona y que se siguen cobrando la vida de miles de personas, sobre todo niñas. De locura.
El conflicto en Irak (tercer productor de petróleo), Afganistán (primer productor de opio) y Pakistán (potencia nuclear) fue el segundo más caro de la historia, justo detrás de la IIGM. Casi cuatro billones de dólares para dejar una zona geopolíticamente mucho peor de lo que estaba. En este conflicto tuvieron aún más protagonismo las mercenarias, ahora llamadas contratistas de seguridad. Se puede decir que la guerra de Irak (esa que iba a librarnos de todo terrorismo y que se iba a acabar en pocas semanas) ha sido la puesta de largo de estas “empresas” destinadas a transformar los conflictos en “guerras S.A”. Naomi Klein, en su libro La doctrina del shock, citaba a un general norteamericano que aseguraba que “las contratistas de seguridad están cuando llegamos y se quedan cuando nos vamos. Trabajan dentro de una zona de alegalidad muy cómoda para los estados”. Y eso, amigas cuesta mucho dinero, muchísimo. Demoledor.
Nos encontramos, sin duda, ante un jugosísimo negocio de dimensiones imposibles de delimitar, y aún menos de cuantificar con exactitud.
Sin embargo, podemos tener una ligera impresión de lo que el planeta se gasta en mercaderes de muerte.
En 2017, y según el Instituto Internacional de Investigación sobre la Paz (SIPRI, siglas en inglés), el presupuesto en defensa ascendió a 1,74 Billones de dólares (datos refrendados por la consultora empresarial IHS Markit). Eso significa que las terrícolas nos hemos gastado en hacer o preparar la guerra cuatro mil setecientos sesenta y siete millones ciento veintitrés mil doscientas ochenta dólares AL DÍA. Dicho de otra forma, cada 24 horas hemos gastado casi cinco veces el presupuesto del Ayuntamiento de Madrid en defensa. Brutal.
Obviamente, se estima que esos 1,74 billones de dólares están bastante por debajo de las cifras reales porque aquí no se incluyen los organismos de inteligencia, que tienen sus propios presupuestos.
Por si fuera poco, los estudios afirman tajantes que, en el mundo, existen 650 millones de armas, y que cada año se fabrican 8 millones más, además de los 16.000 millones de balas que anualmente se despachan. Supongo que a estas alturas a nadie le va a extrañar que se cifre en más de 30 millones las personas fallecidas en conflictos armados.
Pero hay más.
Según Amnistía Internacional, el 70% de la venta de armas está en manos de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU: EE.UU, Rusia, China, Francia y el Reino Unido. A la mierda los bienintencionados e idílicos sueños de la posguerra.
Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero parece que ya ha llegado la hora de que, de una vez por todas, entendamos que ninguna contienda bélica es “santa”, “pura”, “justificada”, “necesaria”, “limpia”, “útil”, “quirúrgica”, “definitiva” o “securitaria”. Bien al contrario, como afirmaba el poeta, escritor y filósofo francés Paul Valéry “la guerra es una masacre entre gente que no se conoce, para provecho de gente que sí se conoce pero no se masacra”. Axiomáticamente aterrador, aunque nosotras nos sigamos fijando en el dedo que apunta a la luna y lugar de intentar ver Luz. De puta pena.
Después de este H2SO4, quizás deberíamos ir asumiendo que, cuando un arma de guerra es disparada en el mundo, nosotras también hemos apretado el gatillo. Que el olor a sangre seca y a cuerpos en putrefacción no nos sature las pituitarias, o que los alaridos de las víctimas no invadan nuestros castos oídos va únicamente de la cuenta de nuestra cínica y desarrollada hipocresía. Esta nos libra hábilmente de toda responsabilidad, haciéndonos mirar con insistencia para el lado conveniente, justo hacia ese lugar donde la palabra humanidad hace tiempo que perdió asquerosamente su sentido.
Que la Gran Ilusión termine en el fango de las trincheras sigue dependiendo de usted. Lo quiera ver, o no.
El asesinado Kennedy lo expuso de una forma vitriólicamente clara: “La Humanidad deberá terminar con la guerra, o será la guerra la que termine con la Humanidad”.
Nada más que añadir, Señoría.