De repente, sorpresiva, casi increíblemente, el Reino Unido ha aprobado en referendum el Brexit, el pasado 23 de junio. Y por lo que se refiere a Gibraltar, desde España profesionales, aficionados, interesados, afectados, estudiosos, han saludado esa especie de regalo de los dioses y el ministro de Exteriores ha materializado, casi al día siguiente, el inicio de la enésima partida de este inacabable ajedrez diplomático, esperemos que ya en su lubricán, con el movimiento clásico:
ofrecimiento de una cosoberanía con doble nacionalidad para los habitantes, como paso previo a la soberanía española.
En efecto, procedería dejar claro de entrada que la cosoberanía es una propuesta de vieja data. Esbozada aunque no planteada por Castiella en los sesenta; perfeccionada y presentada por Morán al principio de la administración socialista; reformulada (hasta cien años; con una autonomía superior a la de Baviera) y ofrecida por Matutes, y puesta sobre la mesa de negociaciones con Aznar-Blair, en el 2002, con expectativas de solución ¨para antes del verano¨. Espoleados por un exultante oficialismo que lanza las campanas al vuelo antes de tiempo, ni Aznar ni Piqué ni su sucesora la nueva ministra de Exteriores, que ni siquiera ha tenido tiempo material de abrir el expediente, se recatan en proclamar que ¨será un honor el que corresponda resolver tan espinosa cuestión¨, mientras que ni el más optimista de los hispánicos ni quizá el más pesimista de los llanitos sospechaban lo que se avecinaba, a la vez que Peter Hain, en su Inside in, escribía aquello de ¨nos dimos la mano casi sin creer que nos estábamos poniendo de acuerdo por primera vez en 300 años¨. Pero no; la espinosa cuestión no se resolvió.
Es cierto que ahora el panorama es diferente y yo mismo me sumé a la opinión lanzada por el titular de Santa Cruz, cuando al concretarse el ofrecimiento de referendum -resultaba evidente que iba a celebrarse, en un país campeón de la democracia, donde antes se han consagrado las instituciones representativas- maticé mi repetitiva tesis de ¨nulas perspectivas diplomáticas sobre Gibraltar en el horizonte contemplable, al desaparecer la opción de la cosoberanía¨, añadiendo que ¨otra cosa será si los británicos aprueban el Brexit, lo que dejaría a los gibraltareños prácticamente in the lurch¨. En este punto, como primer espada en los contenciosos diplomáticos españoles, como dice La Gaceta de Salamanca, que leo bajo la sombra viva y estimulante de Francisco de Vitoria y del derecho internacional, debo de reconocer que si bien con el vocablo inglés citado he hiperbolizado un tanto, el fondo del asunto lo hace invocable, siempre desde la búsqueda de la tranquilidad de conciencia moral y administrativa que tendría que presidir la resolución del diferendo más enconado, aunque no el de más difícil solución, al que se enfrenta la política exterior de España.
Pues bien; partiendo de que la nueva situación ofrecerá un iter sin duda más despejado y ojalá que definitivo, para que siguiendo el hilo de Ariadna poder salir del laberinto diplomático en que están inmersas e interrelacionadas nuestras tres grandes controversias internacionales, en una especie de madeja sin cuenda donde al tirar del hilo de una de ellas para destrabarla, surgen automática, inevitablemente las otras dos, se impondría abordar el tortuoso camino del dédalo provistos con las debidas cautelas y la prudencia a su frente.
Lo primero que habrá que hacer es justamente lo que no hay que hacer. Se trataría de buscar el punto de equilibrio entre manifestaciones escasamente comedidas (recuerda López-Rodó cómo Franco hacía ver a Castiella ¨que el único que no tiene derecho al apasionamiento en la cuestión de Gibraltar es justamente el ministro de Asuntos Exteriores ¨) entendibles quizá en un político -lamentamos las inevitables referencias ad personam (aunque sin nominalismos)- al que desde su acaso extemporáneo ¡Gibraltar español! se le han sumado una serie de reveses diplomáticos, algunos de marca mayor como dan fe lugareños y no lugareños, y las moderadas del propio Franco quien, al igual que se recuerda, siempre postuló que ¨nunca deberemos de presentar la descolonización de Gibraltar cuando llegue, como una derrota sino más bien como una victoria para Inglaterra¨. La resolución del contencioso debería de sustanciarse entre dos países occidentales, aliados y socios, desde consideraciones entre las que figure la lealtad, cuyo centro nuclear sea más sociológico, incluso filosófico, que matemático. En definitiva, diplomático en la acepción más noble del término.
Segundo, no hay que precipitarse. Por encima de las incorrecciones de diversa índole que llenan todos nuestros libros y artículos y las referencias a ellos y que no volveremos a escribir, una conclusión emerge enhiesta: El respeto a los tiempos es condición básica del quehacer exterior y constituye uno de los elementos con mayor carga en el campo internacional. Hay que observar cómo evoluciona la cuestión y entonces, en momentos que resulten oportunos, formular nuestras propuestas. No casi y casi sin casi, al día siguiente del inicio teórico de la cuestión.
Tercero, se impondría asumir y actuar en consecuencia que el camino no va a ser fácil. Ante todo hay que analizar cómo van a manejar los británicos las negociaciones de salida de la UE o más exactamente cómo van a negociar las futuras relaciones con la UE. La diplomacia mercantilista, de tendero, como caracterizaba sir Harold Nicolson el accionar exterior de sus compatriotas, encuentra aquí campo abonado para sus técnicas negociadoras, por lo que no habría que descartar que busquen y quizá consigan un marco que les permita seguir manteniendo en alguna manera la causa de los gibraltareños, fuertes además en la concepción democrática de sus derechos, de los que no sólo se proclaman garantes sino que los utilizan como el gran escudo:¨sin la voluntad de los gibraltareños, nada se puede hacer¨. Y para colmo, afean el proceder ¨tan poco democrático¨ de Madrid de intentar que se vaya contra los deseos de los llanitos : ¨En democracias sanas como las nuestras, cualquier cambio en la soberanía debe de basarse en el consentimiento de los gibraltareños¨, sentenció didáctico y en forma resolutiva, en 1997, el titular del Foreing Office al de Santa Cruz, dejando fuera de juego a su todavía más empequeñecido interlocutor, ayuno para los británicos en tan elementales principios.
Por lo demás, ya los medios han recordado alguna que otra encendida proclama en defensa de Gibraltar y de Malvinas, del colorista nuevo ministro de Exteriores, Boris Johnson, que ha podido ser y puede ser líder de los conservadores, que representa un neotérico, imprevisto e importante factor en la siempre incómoda dialéctica entre los dos únicos países que han sido imperios a escala planetaria. Y, en efecto, casi a renglón seguido de su nombramiento, se ha apresurado a renovar de forma inequívoca el compromiso británico con Gibraltar.
En la lícita aspiración que marca la lógica de la historia y la normativa internacional para que España recupere su integridad territorial, en el supuesto de que el Peñón termine perdiendo sustancialmente la condición de territorio europeo para pasar a país tercero, habría que manejar el asunto de forma adecuada para que se acceda, con la debida dignidad y suavidad, a la cosoberanía sobre the Rock, como paso previo a la soberanía española, lo que llevó a Aznar a retractarse ante la pretensión de Londres de que el arreglo fuera para siempre y no duradero como natural e invariablemente perseguirá Madrid. En cualquier caso, la viabilidad de la cosoberanía naufragó entonces ante el inapelable 99% con que fue derrotada la propuesta en el referendum que tuvo lugar en la colonia. Habrá, pues, que determinar la duración del régimen, donde ya se propuso en aquel 2002 un genérico lasting, precisando nosotros como otros tratadistas, que la exégesis del período debería de estar de acuerdo con la mentalidad que el tercer milenio permite atribuir al citado vocablo.
De no llegarse a un acuerdo voluntario para la cosoberanía, es decir, de resucitarse en cierta medida un escenario anterior al de la entrada de británicos y españoles en la UE, esto es, similar al período franquista, las técnicas coercitivas y desde luego legales, son amplias, comenzando por el cierre de la verja, y se simbolizan en el ¨a Ynglaterra metralla, que pueda descalabrarles¨, que decía Gondomar, uno de los pocos embajadores positivamente activos que hemos tenido ante la corte de San Jaime, y eso que lo recomendaba en el XVII, antes de que Londres en otra de sus maniobras heterodoxas, sin otra bandera que la de la inverecundia, se apropiara de Gibraltar.
El régimen de la base militar, con su atingencia a la OTAN, significa otro elemento casi ambivalente a tener en cuenta en aras de la solución global, dadas las fuertes reticencias en el 2002 del poderoso ministerio de Defensa inglés, para no compartir la soberanía, lo que procedería compatibilizar con la posibilidad de que la base quedara subsumida en los esquemas atlantistas. Por otra parte, una variable conflictual y naturalmente de mayor calado, se proyecta con la cuestión de Ceuta y de Melilla: ¨Ninguna potencia permitirá que un mismo país controle las dos orillas del Estrecho¨, en la formulación clásica de Hassan II, aunque, como ya han hecho ver los analistas, el aserto podría resultar susceptible de segunda lectura con España en la organización atlántica. Sin embargo, quiérase o no, parece incuestionable que dificultaría la delicada ingeniería diplomática de tan hipersensible zona.
En conclusión y en buena técnica diplomática sin explicitar más argumentos que puedan suministrar bazas a los contrarios, recordando y rindiendo homenaje al apotegma de Fernando Saiz, y en línea similar el de Paul Preston, de que ¨los británicos estarían encantados (serían los primeros o los segundos o los terceros en celebrarlo, apostillábamos nosotros) de que España y Gibraltar arreglasen como fuere la disputa¨, el Brexit debería de vertebrar la superación de tamaña situación, de manera ya definitiva y siempre cordial y satisfactoria, en base actual y actual, a las relaciones también de buena vecindad. Y de ahí el corolario, sin duda pertinente, de lo que yo mismo he denominado la doctrina Caruana: ¨Los gibraltareños no somos ni mucho menos antiespañoles; lo que somos es anti la pretensión española de recuperar Gibraltar contra nuestra voluntad¨.
El 13 de julio del 2013, hace hoy tres años, se celebró el tercer centenario del tratado de Utrecht, ¨maravillosa obra del Señor¨, en la conceptuación de su artífice el ministro de Exteriores inglés, vizconde de Bolingbroke, como recuerda el historiador e hispanista sir Charles Petrie, ¨por el que Inglaterra cimentaba las bases de su futuro imperio colonial con el dominio de las rutas marítimas¨, en cuyo art. X España cedió Gibraltar (y por el XI, Menorca, que sería recuperada finalmente por el tratado de Amiens, de 27 de marzo de 1802). ¨Para conmemorar tan gloriosa efemérides británica, aquel julio de 1713 -han recogido los medios- se estrenó en la catedral londinense de San Pablo, el Grand Te Deum for the peace of Utrecht, de Haendel, junto con su no menos espléndido Jubilate para coros, solos y orquesta¨. Todos queremos creer que cuando pronto vuelva a sonar, sus notas envolverán la buena voluntad que permita comenzar a trazar el iter hacia el mejor entendimiento entre las partes.