Estamos asistiendo al ocaso de un modo de concebir la vida ciudadana. La denominada civilización occidental fue capaz de alumbrar un modelo de sociedad avanzada inspirada en un conjunto de valores éticos, entre los que brillaban con luz propia la igualdad de todos los seres humanos como hilo conductor, y el principio de solidaridad como factor de cohesión grupal. La democracia fue una hermosa utopía que llegó a aproximarse a la realidad. Por un instante soñamos que era posible. Sin embargo, la historia, siempre implacable, vuelve a demostrar que las leyes intangibles que regulan las relaciones de poder son inmutables. El mundo dividido en explotadores y explotados.
El fenómeno conocido como globalización ha puesto al descubierto la cruda realidad que subyace bajo una apariencia democrática. El gran capital sólo había aceptado una breve tregua ante el empuje de los heroicos movimientos del siglo veinte. La nueva revolución tecnológica les ha proporcionado un formidable arsenal que los ha animado a reemprender la lucha por aniquilar todo atisbo de equilibrio. Ahora se llaman mercados financieros, un eufemismo que los desvincula de su pasado de ignominia y disimula sus verdaderas intenciones. Están logrando imponer su orden social basado en el cultivo fanático del egoísmo más despiadado. El bienestar individual se sitúa como único referente de la felicidad. El concepto de lo colectivo se desvanece ante la fuerza que ejerce un espejismo de riqueza y de corrupción moral, hábilmente propalado por una invencible maquinaria de manipulación intelectual. Lo ideal para el capital es que nadie se preocupe de nadie. El aislamiento del individuo facilita su explotación catapultando los beneficios.
Todos los partidos políticos con opciones de gobernar han claudicado. El espacio para la contienda política se circunscribe al reducido círculo de los derechos civiles (que son gratis) y de la protección social (docilidad a precio asumible); pero en ningún caso se cuestiona el poder que sigue residiendo en los centros financieros que dominan el sistema. La política económica de los partidos, de izquierdas y de derechas, son perfectamente intercambiables, porque ambas están supeditadas, en lo fundamental, a los mismos intereses. La mal llamada reforma laboral es un claro ejemplo de esta situación. La práctica totalidad del parlamento español aprueba que la inmensa mayoría de los ciudadanos (a los que representan) empeore sus condiciones de vida, sin más justificación que aceptar la imposición dictatorial del capital.
Una vez domesticados los partidos políticos mayoritarios, y reducidos a la marginalidad testimonial los demás, sólo queda una trinchera. El sindicalismo es la resistencia de la solidaridad. Representa la fuerza de la unión de los débiles. Y los explotadores no quieren trabajadores fuertes, por ello se afanan en arrebatarles la única herramienta que les queda para defenderse individual y colectivamente. Los sindicatos se han convertido en el enemigo a batir. Han decretado orden de destrucción.
Lo penoso y lamentable es que en la operación de exterminio colaboran con entusiasmo muchos trabajadores (demasiados) en una especie de suicidio absurdo. Obnubilados por los medios de comunicación, y ofuscados por los mensajes de los partidos políticos que los tratan como simple mercancía electoral, están impulsando un proceso autodestructivo, destinado a desmantelar la red de derechos laborales y sociales tejida con sangre y lágrimas de muchos hombres y mujeres que nos precedieron. Porque la única realidad es que al final, en la soledad del finiquito, de la sanción injusta, del acoso y la humillación o del salario indigno, sólo queda la compañía del sindicato. Periodistas y políticos de verborrea fácil siempre se hacen invisibles cuando el sufrimiento tiene nombres y apellidos.
Dos hechos de actualidad, uno local y otro nacional, ilustran con claridad el momento que vivimos.
En Ceuta arrecian las críticas contra el colectivo de parados que se manifiesta diariamente por nuestras calles. La angustia de las personas que no pueden siquiera alimentar a sus familias no despierta ningún sentimiento de compasión (basta con inventar o creer burdas patrañas para aliviar la conciencia). Lo único importante son las “molestias” que a “cada uno de ellos” les ocasiona la movilización.
Por su parte, la huelga del metro en Madrid ha desatado toda suerte de diatribas contra el derecho a la huelga y la responsabilidad de los sindicatos. Como es habitual se ha sustituido el debate por la proclama unidireccional. Este tipo de situaciones no se pueden analizar seriamente extraídas de un contexto muy complejo de colisión, efectividad y compatibilidad de derechos. Explicaremos esta afirmación con un ejemplo acontecido recientemente en nuestra Ciudad. Los trabajadores de la desaladora decidieron convocar una huelga en defensa de sus reivindicaciones.
El Gobierno del PP impuso unos servicios mínimos que obligaban a trabajar al cien por cien de la plantilla, con lo que impidió el ejercicio de un derecho fundamental contemplado en la constitución. Se trataba de un evidente atropello, ya que en los días festivos la factoría funciona con dos operarios por turno. El sindicato recurrió aquella resolución. Seis meses más tarde los tribunales anularon los servicios mínimos por considerarlos abusivos e injustificados. No ocurrió absolutamente nada. El Gobierno, exhibiendo su prepotente vocación prevaricadora, despachó el asunto diciendo que lo volvería a hacer. Los trabajadores fueron privados de un derecho de manera ilegal, pero el gobierno quedó absolutamente impune. Si se produce otro conflicto en la desaladora, ¿Qué puede suceder? ¿Quién será responsable?