La semana pasada, un gobierno tildado de socialista, deportó a ciento dieciséis personas que habían entrado en Ceuta el día anterior forzando la valla, abandonándolas a su suerte sin garantía alguna ni sobre su integridad física ni sobre su seguridad jurídica. Montaron a los migrantes en autobuses y los entregaron (al parecer) a las autoridades marroquíes. En esos autobuses no sólo viajaban personas. También iban deportados los principios éticos que distinguen y honran a la izquierda; y la enésima oportunidad (otra vez frustrada) de que el PSOE guarde una mínima fidelidad a sus siglas. No puede existir ni una sola persona que albergue un atisbo de sensibilidad social, o afecto a la humanidad, que no se haya sentido avergonzada ante tan deleznable acción. Que por otro lado no es nueva. Ya en su día, el “Presidente de la Guerra”, también conocido como Aznar, drogó a un grupo de inmigrantes, los subió a un helicóptero y “resolvió un problema” (según sus propias palabras). Para comprender la atrocidad cometida por la extrema derecha del puño y la rosa, baste con señalar que se ha convertido en referencia de un personaje de la catadura moral de Salvini, Ministro del Interior de Italia (el que es capaz de decir que va a clasificar a los gitanos para expulsar a unos y quedarse con otros porque no le queda más remedio). Han cumplido rigurosamente la pestilente petición de eso que pulula ahora por el espacio público a modo de escombrera de conciencias corrompidas por el miedo y el odio y que se hace llamar Vox. Ni que decir tiene que han contado también con la eufórica adhesión de los legítimos profetas de la exclusión, representados políticamente por el PP y su patético remedo. Es precisamente esto lo que más duele. Si en una decisión sobre inmigración coinciden Vox, PP, Ciudadanos y PSOE…. está (casi) todo perdido, porque sólo queda a salvo del fanatismo etnocentrista a duras penas el veinte por ciento de la población.
Cualquier política migratoria en un país avanzado debe tener su epicentro en los Derechos Humanos, y sus límites en la aplicación de las leyes inspiradas en los principios democráticos. Con mayor motivo si está dirigida por la izquierda. En este caso, ni lo uno ni lo otro.
La pantomima organizada por el Ministerio del interior para justificar la deportación provoca tanta vergüenza ajena (inicialmente) como indignación (finalmente). Nadie puede creer que en menos de veinticuatro horas se hayan tramitado más de cien expedientes administrativos de expulsión (prueben ustedes a intentar renovar su pasaporte). La pretendida “apariencia de legalidad”, que en realidad tiene la forma de “coartada falsa” más propia de un farsante de poca monta que de una autoridad democrática, ha sido denunciada públicamente, en un gesto valiente, por el Colegio de Abogados. Han privado a los ciudadanos expulsados de los derechos que tienen legalmente reconocidos, sustituyendo un procedimiento riguroso y garantista (como marca la ley) por una simplificación documental torticera y traicionera. El modo de proceder es idéntico a los juicios sumarios del franquismo (también en estos asesinatos decían que se había cumplido la ley). Pero la prueba más evidente de que estamos ante una maniobra política al margen de la legalidad, la proporcionan ellos mismos. Si fuera un procedimiento perfectamente legal y justo, por qué no se aplicó el mes pasado ante hechos y situaciones idénticas. La respuesta la ofreció de manera inconsciente e involuntaria la Delegada del Gobierno de Ceuta: “Se trata de una advertencia”. Una actitud similar a la del maestro que abofetea a un alumno (sabiendo que es ilegal) para que los demás se asusten. Esto es lo que se llama una prevaricación de manual, al menos en términos morales. Pero si descendemos a la explicación sobre esta llamativa disparidad de criterio, la conclusión es aún peor. Según la información disponible y publicada, la diferencia es que, en este caso, Marruecos ha aceptado “quedarse con los negros” a cambio de dinero. No sé si puede haber algo más repugnante. Un gobierno socialista, en nombre del pueblo español, ha vendido el destino de un centenar largo de seres humanos. Como si fuera un trato de reses a la antigua usanza. A nadie parece importar la vida del prójimo. Es difícil que la conciencia de la izquierda sea capaz de resistir atentados de esta envergadura.
En el fondo, lo que subyace en estas decisiones inhumanas, es el miedo a perder votos. Es el triunfo de la insolidaridad extrema (hasta la utilización de las armas) como ideología dominante en un mundo occidental en plena decadencia, replegado en su propia inmundicia, obcecado hasta la paranoia en defender unos privilegios incompatibles con el rumbo de la historia. “La guerra al invasor”, decretada por Trump, y extendida como la pólvora por la “fortaleza” europea, se ha convertido en una consigna atractiva y sugestiva, en torno a la que se aglutinan cada vez más conciencias descarriadas y partidos políticos ávidos de transformar en poder el miedo y la inseguridad que se blanden como estandartes de este siglo. El problema es que este nuevo modo de concebir la sociedad, es radicalmente incompatible con los valores y principios alumbrados por la ilustración y cristalizados en las democracias modernas de las que, hasta ahora, nos sentíamos tan orgullosos. Y que empezará a tener sus consecuencias también en el orden interno. El blindaje de “zonas de acceso restringido” para proteger privilegios, también se practica ya en países como el nuestro (siempre es mejor tener a los pobres identificados, cercados y apartados). Su expansión tendrá ahora, además, una coartada ideológica sustentada por mayorías sociales muy significativas.
En este tiempo, y en esta Ciudad, no se puede terminar un artículo sobre inmigración sin tener que hacer un obligado recorrido por la galería de obviedades. Evocando a Bertolt Brecht. “Que tiempo serán los que vivimos, que tenemos que defender lo obvio”.
Quienes estamos radicalmente en contra de la deportación ilegal de personas migrantes, también estamos en contra de toda acción violenta que repudiamos con rotundidad. Por ello exigimos que las personas que hayan cometido actos de esta naturaleza sean identificadas, juzgadas y condenadas en la justa medida que las leyes establecen.
Quienes reclamamos un cambio radical en la política migratoria, más ajustada a los valores democráticos; no somos ingenuos ni utópicos y por ello exigimos que se cumplan las leyes (aunque promovamos cambios sustanciales en algunas de ellas). En consecuencia, preconizamos que se sustancien los procedimientos legales con rigor y garantías, aceptando en cada caso las consecuencias que de esos expedientes se pudieran derivar.
Quienes reclamamos una gestión del fenómeno migratorio respetuosa con los derechos humanos de todas las personas, en todo caso y circunstancia, no estamos, ni mucho menos, en contra de la Guaria Civil; cuerpo al que apoyamos sin reservas, conscientes del papel fundamental que desempeñan en la defensa de los derechos individuales y sociales de todos (incluidos los migrantes).
Quienes creemos en un mundo futuro, sin fronteras, hacia el que tenemos que ir avanzando con determinación, no somos antipatriotas. Amamos a España, y nuestro compromiso en su defensa es firme, inequívoco y explícito. Creemos en España y en la humanidad.
En síntesis, podríamos decir que todo resulta muy sencillo. Consiste en tratar a todas las personas como seres humanos aplicando el imperativo categórico de Kant (“Obra de forma que tu conducta sirva de norma universal”); y cumplir las leyes.
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