Llevamos cerca de cuatro años inmersos en una profunda crisis económica que está provocando un rápido desmantelamiento del llamado estado del bienestar. En este tiempo hemos sido testigos del vertiginoso incremento del número de desempleados, de la congelación de los pensiones, de la rebaja del salario para los empleados públicos, de la disminución de los presupuestos para servicios tan fundamentales como la educación o la sanidad, y todo indica que los sacrificios no va a parar aquí. Ante este dantesco panorama, los políticos han quedado en evidencia por su incapacidad para hacer frente a lo que el Presidente de la Junta de Andalucía, el Sr. Griñan, ha calificado como “terrorismo financiero”. Pero, ¿Quiénes son estos terroristas? ¿Quiénes son los que se esconden bajo el pseudónimo de los mercados? Tradicionalmente, los autores de las viñetas los dibujan como personas enormes en tamaño y gordura, con un sombrero, un puro en la boca y los bolsillos rebosantes de billetes. Una imagen estereotipada que no siempre coincide con la realidad. Resulta innegable que hay grandes corporaciones que manejan a su antojo, con una mano, los hilos de la economía mundial; y con la otra, a los políticos que dicen representar a la ciudadanía. Asimismo, es evidente que estas multinacionales responden a los intereses de sus principales accionistas a los que sólo les interesa obtener el mayor beneficio posible. Sin embargo, los llamados mercados cuentan con un sostenedor indispensable: todos nosotros.
Sí señores, los mercados sobreviven gracias a la mayoría de nosotros. Su principal alimento es nuestro culto a la riqueza que ha sido fomentado por los medios de comunicación, principalmente la televisión. Tal y como apunta Luciano Canfora en su obra “La democracia. Historia de una ideología”, “el culto a la riqueza (en el que se incluye también los mitos deportivos) ha creado la sociedad demagógica perfecta. La manipulación adocenadora de las masas es la nueva forma de la palabra demagógica”. El resultado es que en nuestras democracias occidentales, según Canfora, se han aproximado a lo que los griegos llamaban “constitución mixta”, es decir, un poco de democracia y mucho de oligarquía. Precisamente, los integrantes de este poder oligárquico han conseguido un triple objetivo: legitimarse a través del sistema electoral, crear un consenso sobre la felicidad mercadotécnica y romper los vínculos de solidaridad, cooperación y apoyo mutuo entre los ciudadanos.
No piensen que hemos llegado a este punto de un día para otro. El embotamiento general de la capacidad crítica que ha fomentado el capitalismo a través de los medios de comunicación de masas impide vislumbrar a la mayoría los cambios históricos que han acontecido para alcanzar la situación actual. Lejos de lo que se suele pensar el capitalismo no es una invención del siglo XVIII. Hay que remontar mucho más atrás, hasta los siglos XII y XIII, para rastrear las bases ideológicas que posibilitaron el capitalismo. Tal y como explica Lewis Mumford en “La condición del hombre”, en estos siglos del medievo tiene lugar una drástica transformación del clima moral hasta tal punto que “los siete pecados capitales se convirtieron en las siete virtudes cardinales”. En ese preciso momento, “la avaricia dejó de ser un pecado: la minuciosa atención en el cuidado de los bienes materiales, la acumulación de monedas, la repugnancia a gastar en otros lo que a uno le sobraba, todos estos hábitos fueron útiles para la preservación del capital. La codicia, la glotonería, la avaricia, la envidia y el lujo fueron incentivos constantes para la industria”.
Cierto es que no todos somos igualmente responsables de la deriva que ha tomado la economía mundial, pero si somos honestos tendremos que reconocer que todos somos portadores del virus de la codicia y partícipes directos o indirectos de la cultura de la riqueza. Excepto una pequeña minoría consciente de la injusticia que impera en nuestra sociedad y coherente con su pensamiento, a la mayoría le importa poco lo que hacen las empresas con el dinero que ellos invierten en la adquisición de sus acciones mientras que le den beneficios, ni les interesa conocer que las zapatillas de marca que calzan han sido fabricadas por empresas que no tienen ningún escrúpulo en explotar a sus trabajadores, ni tampoco sienten remordimientos por malgastar la comida cuando hay miles de personas en el mundo que se mueren de hambre.
En nuestra mano está controlar los mercados y acabar con el sistema de poder mediante la afirmación de nuestra autonomía personal y a partir de “actos silenciosos de deserción física o mental, en gestos de inconformismo, en abstenciones, restricciones e inhibiciones” (Lewis Mumford, 1970).
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