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La ciudad inventada

Estaba en casa tranquilo, sentado junto a la ventana por la que me voy informando de cómo transcurren los acontecimientos en ese lugar privilegiado y estratégico del Estrecho de Gibraltar en el que habitamos. No suelo ver la televisión. Mucho menos después de una agotadora jornada de trabajo. Pero en esta ocasión sintonizábamos la dos de televisión. Eran los informativos. De pronto la presentadora interrumpió la programación para dar una noticia de última hora. Por fin se confirmaba desde la Casa Blanca y desde las sedes de los Gobiernos de Alemania y Francia, que los grandes bancos del mundo habían aceptado la propuesta de los mandatarios del G-20, reunidos en Cannes el pasado 3 de noviembre. Cederían parte de los beneficios que habían obtenido en los últimos diez años a los gobiernos en dificultades, para que pudieran liquidar parte de su deuda externa.
Aunque, como comentaban los encargados de dar la noticia, habría que esperar a leer la letra pequeña del acuerdo, todos destacaban lo positivo de la misma y la importancia de dicho acuerdo para la recuperación económica mundial. Lo más llamativo eran las condiciones de la cesión de estos beneficios. La inmensa cantidad de dinero que dejarían de pagar por los intereses de su deuda los gobiernos beneficiarios, entre ellos los EEUU de América, la dedicarían a financiar las hipotecas de aquellas familias necesitadas que se iban a ver desahuciadas en los próximos meses. También a cubrir las necesidades más perentorias de aquellas personas que habían perdido sus empleos como consecuencia de la crisis financiera internacional. El acuerdo lo acababan de anunciar, también, los presidentes de los principales bancos centrales del mundo, que reunidos en sesión extraordinaria, habían emitido un comunicado conjunto para dar a conocer la noticia al mundo entero.
En casa no salíamos de nuestro asombro. Me preguntaban si económicamente esto era posible. Yo repasaba mentalmente lo aprendido en teoría económica y no daba crédito a lo sucedido. Pero las entrevistas a importantes personajes de la política se iban sucediendo en la pequeña pantalla. Primero fue Obama, que se alegraba de la noticia, aunque consideraba que sólo era el principio del camino que se debía tomar. Después le sucedieron Sarkozy y Merkel. Acto seguido se veían imágenes de júbilo entre los “indignados” de Wall Street, que comenzaban a desmontar su campamento. Yo me removía de satisfacción en la silla y por mi mente comenzaban a desfilar mil y una ideas para encontrar justificación a este heroico acto de la banca internacional. Finalmente, no habían sido tan perversos como los habíamos imaginado, llegué a pensar.
Pero había algo que no me cuadraba. Durante toda la noticia, en el margen superior izquierdo de la pantalla del televisor había observado una pequeña inscripción de algo a lo que no le presté mucha atención. Entonces me fijé y leí algo parecido a  “Noticias de La Fura dels Baus”. Seguí sin relacionarlo con la noticia. Estaba tan gratamente ilusionado por lo acontecido que mi mente rechazaba cualquier hecho que pudiera estropearlo. Me acordaba de los cinco millones de desempleados de nuestro país. De las miles de familias que ocultaban ante los demás la terrible realidad de lo que les sucedía y las largas colas que tenían que hacer para poder acceder a los comedores sociales. Familias como la de cualquiera de nosotros, que de la noche a la mañana se habían quedado sin trabajo, sin casa, sin futuro. Eran tantas las ganas de que se produjera una noticia como esta, que no estaba dispuesto a que nadie, ni nada, perturbara mi sueño.
Y de pronto apareció el mago. El ilusionista. El creador de sueños. Era uno de los artistas de La Fura dels Baus (el nombre es lo de menos). Nos explicaba, o al menos así lo entendí yo, que ellos habían decidido hace años trabajar manipulando la información, en sentido positivo, a raíz de que en una de sus actuaciones en Jerusalén un Rabino había discrepado de ellos como consecuencia de la utilización que hacían en la obra de un cordero (de Dios para el Rabino, y cordero sin más para La Fura). Este hecho sin importancia había llegado a tener tal repercusión mundial, que a partir de ese momento comprendieron el poder de la manipulación informativa.
No me sentí frustrado, ni desilusionado, ni desencantado. Tampoco manipulado. Sólo tenía la agradable sensación de haber sido parte de un maravilloso experimento mediático. Mi sentimiento era de profunda admiración y agradecimiento al genio. De una forma sencilla, pero profunda, había logrado transportarme a un mundo ideal. A una ciudad inventada, como la que da nombre a una de las obras de este genial grupo de teatro urbano catalán, pero no por ello menos real y posible. Efectivamente, los gobiernos, si de verdad fueran democráticos y representaran al pueblo que los eligió, y no estuvieran controlados por las grandes corporaciones financieras, podrían hacer realidad la ilusión de La Fura. Por eso es real el espectáculo. Pero es muy probable que no lo lleven a cabo. Esta es la parte inventada.
Sin embargo, nadie debe quitarnos la ilusión.  Por eso son tan importantes, y cada vez más necesarios, los creadores de sueños. Mucho más en tiempo de elecciones, cuando los charlatanes levantan el telón de su aburrido espectáculo.

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