Hace unos días en una residencia del sevillano pueblo de Espartinas, ha muerto Manolita Chen, cuando pensábamos que llevaría ya tiempo cantándole al Padre Eterno y a su corte, aquello de “Arrímame la estufa” o “Qué justito me entra”, cuplés que la hicieron famosa. Tenía noventa y tantos años y había nacido en Madrid. Cuando se casó, tomó como nombre artístico el apellido de su marido, un chino que era lanzador de navajas en un circo, donde Manolita fue su “partenaire”, es decir, la joven a la que acostumbraban a festonear su figura con cuchillería de Albacete. Aventura en extremo peligrosa, en el caso de la Chen, pues el que le arrojaba los aceros, aparte de no ser muy diestro en la puntería, tenía un defecto en la vista. Todo esto, además de ser chino, hacía de su número circense algo escalofriante, quizás por ello decidió aprovechar los indiscutibles valores esculturales que mostraba Manolita como “vedette” (ella tenía entonces 17 años), convirtiéndose en su “manager” y copropietario de la empresa del teatro de variedades que ambos crearon.
Dicen los que han estado cerca de la Chen, que hasta en sus últimos momentos, conservó parte de la belleza, siempre envidiada entre las del gremio. Pero, además, Manolita poseía lo que escaseaba en las otras: inteligencia y profesionalidad. Lo demostró dirigiendo el teatrillo ambulante con el que recorrió toda España, haciendo que policías (los de espectáculos) y censores del franquismo, echasen horas extraordinarias, pues rara era la ocasión que el humorista de turno no enlazara los chistes con otras historietas más picantes. Eso y el desfile de coristas, mostrando lo que tampoco estaba permitido enseñar en la España del nacional-catolicismo, eran los mejores reclamos propagandísticos. En fin, se llegó a puntualizar que un pueblo que no pegase carteles con la imagen de la Chen en sus fiestas patronales, quedaba relegado a mera pedanía, así como sus festejos, en pobres verbenas. El teatro chino de Manolita Chen fue, sin duda, señal inequívoca de que el lugar donde se plantaban era digno de estar en el mapa.
Recuerdo, siendo yo adolescente, que en más de una ocasión acompañé a alguien de mi familia a ese teatro construido con tubos y tablones. Si no era feria, lo alzaban en la vieja Cigarra, lindando con la Plaza de los Reyes, explanada que hoy ocupa la Delegación de Gobierno, otro tipo de espacio escénico, con menos chispa y, por supuesto, carente de aquel glamur. Los incovenientes los tenía cuando se enfrentaba a las borrascas. Los vientos de levante se introducían, entonces, por el embudo del callejón de la Botica y esto obligaba a reforzar todo aquel tinglado, temiéndose que tablas y lonas acabasen en el Centenero. Las funciones se suspendían, pero de vuelta a la normalidad, la Chen las multiplicaba, pasando de dos a cuatro y hasta seis. Toda una explotación del personal, muy de factura oriental.
El teatro chino de Manolita Chen fue tildado por pacatos y beatas de espectáculo para golfos. Entre mis parientes también se daba la división de opiniones: los había que eran fieles a ocupar el mejor asiento de platea; y los que rezaban para que el pecado al que te incitaba aquella jauría de “mujeres malas”, no anidasen en el alma de los que acudían a verlas, todos los días de la semana. Teatro para cuarteles, puntualizaba una de mis tías. Y no iba mal encarrilada, pues fue la soldadesca caballa la que aprovechaba los fines de semana para ocupar las incómodas gradas y desde allí, lanzar aquellas burradas que provocaban los sinuosos contoneos y los guiños picarones de las coristas, fundamentados en una coreografía no aprendida en ninguna academia de baile. La creaba la misma Manolita que, antes de salir a escena, recomendaba a sus chicas:
-¡A por ellos, mis niñas...! Hacerlos vivir y que esta noche les den en los cuarteles doble ración de bromuro ...
Y empezaba la función. Era un interminable correr y descorrer de cortinas y parpadeos de bombillas multicolores. Y así, concluía, con un fin de fiesta apoteósico, concentrado en una Chen bañada de lentejuelas en sus partes más íntimas. Manolita y su corte lanzaban besos a una multitud que gritaba: “¡Más, queremos más!”, petición que aludía a insinuaciones, que jamás llegaban a mayores.
Incluí el teatro chino de la Chen, en un curso de la Universidad de Córdoba sobre la escena española de postguerra. Compartía epígrafe con otros dedicados a Buero Vallejo, Nieva, Sastre.. Pensé entonces, y ahora, que en un análisis panorámico, no se podía prescindir de esta experiencia de teatro popular, mixto en sus contenidos y pobre en sus recursos.Teatro comunicativo y sensual. Transgresor por encima de todo. Vivo y auténtico en los fines que se marcaba. Los que acudían, siempre salieron sastisfechos: los jóvenes, los viejos; las personas graves y los alocados. Que, desde los púlpitos, se insistiera en que ir a ellos era penetrar hasta donde habita el pecado, poco importaba. La Chen, bien valía una penitencia.