Hace unos días ha llegado a nuestras manos un libro de un autor por el que sentimos una especial predilección: el inglés William Morrris (1834-1896).
Compartimos con él muchos intereses comunes y una misma aspiración “al goce de la belleza y la plenitud de la vida, al trabajo como ámbito para la realización y la felicidad humanas y a la justicia social como condición para su consumación” (William Morris, La era del sucedáneo, Ed. Pepitas de Calabaza, 2016). Ambos, -con la amplia diferencia espacial y temporal que nos separa-, hemos trabajado en pro de la defensa del patrimonio natural y cultural. William Morris tuvo la iniciativa de crear en la Inglaterra de finales del siglo XIX la “Sociedad para la Protección de Monumentos Antiguos” que hoy en día sigue activa y cuenta con un gran prestigio en su país. Nuestra iniciativa es mucho más modesta. Septem Nostra es una asociación local de defensa del patrimonio cultural y natural, pero en esencia nuestros objetivos son los mismos y nuestra concepción de la vida es la misma. ¿Qué nos mueve? ¿Por qué hacemos lo que hacemos? Respuesta: porque nos hace felices. Como dice Morris en el referido libro, lo que nos motiva es lograr “un vida libre y plena, con la conciencia de esa vida”. Nos gusta ejercitar nuestra energía vital en la contemplación de toda forma de belleza natural o fruto de la labor del ser humano y en el despliegue de nuestra capacidad investigadora y creativa para contribuir a la más plena expresión de la bondad, la verdad y la belleza.
Al tener conciencia del extraordinario don que constituye la vida no queremos dejar escapar ninguna oportunidad de gozar de la belleza que nos rodea y de expandir nuestro ser interior hasta el máximo de nuestras posibilidades. Por este motivo, luchamos, en la medida de nuestras posibilidades, como hizo Morris, contra todo aquello que obstaculice el ejercicio de la libertad y la vida plena. Nos sublevamos contra aquellos que pretenden “reducir al hombre a la condición de máquina sin voluntad y a privarle gradualmente de todas las funciones del animal y del placer de realizarlas, exceptuando las más elementales”. No compartimos el extendido ideal de concebir al ser humano como “una barriga intelectual, alimentada por un conjunto de circunstancias sobre las que el hombre no posee el menor control y sin la facultad de comunicar los resultados de su inteligencia a sus barrigas congéneres”. Sí, señoras y señores. La vida es algo más que comer, beber y mirar todo el día una pantalla grande o pequeña. La vida es sobre todo saber mirar con ojos de asombro todo lo que nos rodea. Es acompañar con la mirada el ascenso del sol, escuchar el canto de las aves, contemplar el ocaso del sol y el encendido de las estrellas. Es, también, saber apreciar la belleza de un poema, de un cuadro, de un ensayo filosófico, de un concierto sinfónico o de un obra de teatro. La vida es entusiasmarse ante aquellos paisajes en los que la naturaleza y la arquitectura se dan la mano y se armonizan entre ellos para elevarnos ante las más elevadas cuotas de exaltación espiritual.
Sabemos que hay muchas cosas de las que acabamos de citar que muchos no aprecian, pero esto no les da derecho a sustraérnosla. Nos revelamos, como ya lo hicieron personas como William Morris, John Ruskin o Patrick Geddes, contra aquellos actos que supongan una merma del patrimonio natural y cultural heredado. Nos horroriza el rastro de fealdad que van dejando a su paso los pancistas, o barrigas intelectuales como los llamaba Morris, que tiene podridos sus cerebros por el virus de la codicia y la vanidad. Aunque se crean ricos, son los seres más pobres que pueblan la tierra, pues carecen de lo primordial: una vida interior suficientemente rica para alimentar sus desnutridas y desnudas almas. Toda su vida es pura fachada. No hay nada ni nadie dentro. Son simples cascarrones vacíos carentes del más mínimo valor.
Nos apena observar todo el daño que le hemos provocado a esta tierra dotada por la naturaleza con una belleza extraordinaria. En poco más de un siglo, hemos colmatado sus arroyos, deforestados sus bosques, llenado de alquitrán o fuel sus arrecifes costeros, derribado buena parte de sus murallas, arrasado su centro histórico y transformado sus jardines y plazas en eriales carentes de árboles y plantas. Los vehículos se han apropiado del espacio urbano y han contaminado con humos y ruidos nuestra atmósfera. Barrios enteros han surgido carentes de infraestructuras básicas y de gusto estético. El resultado global es una ciudad a la que le han robado su belleza sin que los ladrones sepan del valor de lo sustraído. Ha sido un robo a plena luz del día y perpetrado con la aquiescencia de la mayoría de la sociedad ceutí. Una minoría ha sido la artífice del robo y otra minoría ha callado ante un acto tan ominoso convirtiéndose en necesarios cómplices de tan magna tropelía. Por su parte, la mayoría de los ciudadanos se han mantenido al margen de esta acción delictiva, pues nunca han valorado lo que tenían delante de sus ojos y siguen sin hacerlo. Nunca ha habido un interés real para abrirles los ojos y que descubrieran el tesoro que habían heredado de tiempos pasados.
Del modo que le estamos contando ha tenido lugar el expolio de la belleza de Ceuta. Pero hay cosas que ni el más consumado ladrón será capaz de robar: los espléndidos amaneceres y atardecer, la sombra de las gaviotas sobre las calles de Ceuta, nuestra deslumbrante luz, el mar y los seres vivos que la habitan o la elegante y sinuosa figura de nuestra ciudad acariciada con el Mar Mediterráneo y el Océano Atlántico. Ambos se disputan el amor de esta bella criatura, nacida del vientre de la Gran Diosa Madre, que empieza a desvelar los misterios que encierra y el mensaje que trae para la humanidad. Está naciendo un Mundo Nuevo que trae un mensaje de esperanza para el ser humano. Un mundo en el que los hombres y mujeres volverán a nacer. De hecho, como dijo de manera profética Henry David Thoreau, “aún estamos naciendo, y hasta ahora no tenemos sino una visión borrosa del mar y la tierra, del sol, la luna y las estrellas, y no veremos con claridad hasta que al menos hayan pasado al menos nueve días”. Mientras que esa visión se despeja del todo, lo que nos hemos asomado detrás del velo de Maya y hemos visto toda la belleza que oculta tenemos encomendada una doble misión: salvaguardar todo lo que de valor nos ha dejado como herencia la naturaleza y la historia; y contribuir al despertar de los sentidos de los recién nacidos.
Si has llegado a leer hasta aquí, querido lector, te pedimos que levantes los ojos del periódico y despiertes tus sentidos. Mira con atención y aprecia la belleza que te rodea; escucha el canto de las aves que sobrevuelan sobre ti; vive cada instante con plenitud, libre de ataduras religiosas o ideológicas, como decía William Morris. La vida es un gran don que no puedes despreciar y ni dejar que nadie te la robe. Es hora de que nos devuelvan la belleza robada.
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