Cuando se lleva algún tiempo viviendo en una gran ciudad, donde haya edificios grandiosos y altísimos, acompañados de un tráfico muy numeroso de personas y vehículos con la consiguiente invasión de ruido y de dificultad de movimientos, se suele echar de menos el sosiego de una vida sin prisas y con la vista puesta en espacios libres de obstáculos.
Se piensa, entonces, en una pequeña casa situada en un campo abierto, sin otros obstáculos que algunos árboles y alguna que otra cada en la lejanía. Se desea una vida sencilla y sin agobios en la que los pensamientos son más sosegados y también de mayor alcance, así como de gran apertura a la delicadeza. El ser humano completa así su vocación a la meditación; al análisis de la vida en su sentido más profundo.
Llama la atención lo sencillo, tal vez porque deseamos, en general, que nuestra vida sea sencilla, sin agobios ni penalidades que, a veces, las creamos nosotros mismos; tal vez por ignorancia o llevados de una captación de nuestros sentidos por lo que es brillante pero efímero y no pocas veces engañoso. Así ocurre en los grandes círculos de lucha por la notoriedad en los que no todos los participantes son triunfadores a pesar de haber trabajado por conseguir triunfos muy llamativos, aunque no siempre importantes para la vida del ser humano y, en ocasiones, hasta chocando con la serenidad de la lógica. Tal vez nos dedicamos a hacer de nuestras vidas unas vías de ferrocarril cuajadas de largos túneles. La vida nos demanda otra cosa: la belleza de lo sencillo, de lo natural y armonioso con el resto de la Creación.
En la ciudad en la que habito hay numerosos recuerdos de su extraordinaria antigüedad, que se van escalonado por épocas y hasta mezclándose en bastantes casos cuando el espacio de terreno era y sigue siendo pequeño para lo que debe ser la expansión ordenada de una ciudad, según las posibilidades que ofrecieron los tiempos en cada época. Así resulta que aparecen restos fenicios muy próximos a los cimientos de una fortaleza de siglos más recientes. Todo ello ha quedado al descubierto al derribarse unos edificios que, por cierto, nunca me he explicado la razón de tales destrucciones, dejando un campo triste y desolado en una zona de excelente aspecto y de gran afluencia de personas y de tráfico de vehículos por ser la entrada al núcleo central de la ciudad.
Pero la Naturaleza es muy sabia y ha cubierto ese solar de una inmensidad de pequeñas flores blancas que cubren los huecos dejados en el terreno por las excavasiones de los yacimientos fenicios o de muros de edificaciones complementarias de la Fortaleza principal. No estoy en condiciones de ser muy preciso en esos detalles, porque no he tenido ocasión de consultarlos en los centros idóneos, pero la Naturaleza ha sido mucho más diligente y sabia que los hombres y ha cubierto toda esa zona con pequeñas flores.
antes citadas, constituyendo una vista muy agradable de lo que antes tenía un aspecto francamente lamentable. Son preciosas esas pequeñas florecitas. Apretadas unas a otras constituyen un delicado manto que llama la atención por su belleza natural.
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