Hemos presentado el significado de la palabra autonomía y comentado cómo la Constitución de 1978 no concretó el Estado autonómico. Ahora debemos abordar cómo se desarrolló el diseño institucional y cómo fue en España la trabajosa construcción de la organización territorial de nuestro Estado.
En principio, se pretendía que el resultado diese satisfacción no solo a las distintas reclamaciones de autonomía sino, también, a la diversidad de tamaño y capacidad entre los territorios que la demandaban, adecuando para ello una especie de descentralización a la carta. De manera que era una perspectiva abierta a la que parecía imposible dotar de un equilibrio estable que garantizase la agregación de todos los intereses territoriales. Así que, desde un principio, hubo una tensión entre las necesidades de funcionamiento y el ajuste desigual del mismo a la capacidad de cada cual. Los desequilibrios territoriales eran entonces muy apreciables, los servicios públicos no se adaptaban al mapa que la nueva compartimentación reclamaba y, en definitiva, la descentralización no contaba con medios equiparables para dotar a las diferentes partes.
Se constituyeron primero las nacionalidades históricas –Cataluña, País Vasco y Galicia, que habían aprobado sus Estatutos de Autonomía durante la II República-, y que partían, por tanto, con una velocidad más acelerada. Tras ellas corrió Andalucía, ganando por la vía del artículo 151 CE el envite de ser una Comunidad de primer grado. Y después se organizaron los restantes territorios, transitando por la senda lenta, accediendo a partir de la previsión general del artículo 143, donde las competencias estaban limitadas a la lista del artículo 148 y no podían ampliarse hasta transcurrido un plazo de tiempo. Pero en 1981, cuando aún no se había desarrollado todo el sistema, ya existían muchas cuestiones que no encajaban y resultaba necesario establecer criterios para superarlas. Entonces, entre UCD, que gobernaba, y el PSOE, que era el primer partido de la oposición, firmaron unos Acuerdos Autonómicos donde se ponía cierto orden en el escenario. Se cerraba el mapa autonómico, fijando las 17 Comunidades Autónomas en las que se organizaba el Estado, seis de ellas uniprovinciales, las que más problemas presentaban -Asturias, Cantabria, La Rioja, Madrid, Murcia y Navarra-, y en cuanto a Ceuta y Melilla se preveían dos posibilidades: que se constituyeran en Comunidades Autónomas o que permanecieran como Corporaciones locales, con un Régimen Especial de Carta. Nada nuevo bajo el sol, en aquellos momentos, a la vista de las dudas locales.
Además, se acordaban marcos diferentes de atribución de competencias, la definición de los órganos de representación y de gobierno, las transferencias y otras cuestiones y previsiones de organización. En definitiva, se normalizaban las adecuaciones entre unas y otras, y entre todas ellas y el Estado. Es interesante recordar que en estos Acuerdos se contempló la integración de las Diputaciones en las Comunidades Autónomas uniprovinciales, la posible previsión de que Cantabria y La Rioja no lograran organizarse como Comunidades Autónomas, estableciendo un procedimiento para que pudiesen integrarse en Castilla y León, así como las atribuciones a Canarias y a la Comunidad Valenciana de sendas leyes orgánicas de transferencia o delegación de competencias que las igualase con las cuatro Comunidades del primer nivel –eran Comunidades que por delegación se asimilaban competencialmente a las de primer nivel, pero no eran nacionalidades históricas-. Como puede comprobarse, era un diseño asimétrico del Estado –había Comunidades de primer nivel, asimiladas, de segundo y de tercer orden-, a la espera de lo que se derivase de una experiencia que aún estaba por venir.
Transcurrieron los años y, mientras, se observaban las disfunciones que producía el diseño. Entretanto, en Ceuta y Melilla, ningún acuerdo llegó a materializarse, porque frente al desigual panorama que el sistema reflejaba, en ellas seguía planteándose el “todo o nada”. No obstante, la evidencia de las disfunciones y ante un panorama de demandas de la equiparación que la Constitución permitía, se volvieron a reunir las fuerzas principales para nuevamente acordar opciones que perfeccionaran el sistema. Pero habían transcurrido más de diez años y la conflictividad surgida entre los intereses territoriales y los del Estado había terminado por decantar una doctrina del Tribunal Constitucional que definía claramente que era una Comunidad Autónoma y qué competencias, órganos y circunstancias debían confluir en estas entidades territoriales. Comunidad Autónoma ya no era el concepto abierto y surtido que la Constitución parecía permitir, sino un ente dotado de competencias y poderes que difícilmente podría aplicarse a medianos y pequeños territorios.
Los Acuerdos Autonómicos de 1992, firmados entre el PSOE, que entonces gobernaba, y el PP, primer partido de la oposición, recondujeron el sistema autonómico hacia la uniformidad, igualando las competencias entre todas las Comunidades, salvo los llamados hechos diferenciales. Aún así, trataban de preverse las dificultades que habría para las más pequeñas al intentar igualarse con las demás. En cuanto a Ceuta y Melilla fueron nuevamente contempladas, pero como por entonces seguía siendo muy difícil lograr un consenso, se volvió a dejar abierto el asunto y “constatando la existencia de distintas posiciones, continuarían las conversaciones para alcanzar el máximo grado de consenso respecto de su régimen de autogobierno”. No se hablaba ya de opciones alternativas, sino de una sola posibilidad que se reconocía por primera vez como “régimen de autogobierno”, es decir, de autonomía.
En realidad, se constataba que las dos ciudades se habían quedado rezagadas en el proceso de organización territorial y que el problema estaba enquistado. Y tanto, porque para lograr el consenso aún se necesitarían otros tres años, hasta 1995, año en el que Ceuta accedió a su régimen de autogobierno, “completándose el sistema autonómico que se ha desarrollado a partir de la Constitución Española”.
En los actuales momentos, en 2018, después de cuarenta años, junto a los factores confusos, como lo son el independentismo pretendido por los nacionalismos catalán y vasco, se acusan disfunciones internas en el sistema autonómico, como son los desajustes competenciales, los desequilibrios en la financiación o la carencia de instituciones donde se desarrollen los debates entre las Comunidades y puedan adoptarse decisiones en asuntos comunes. Se trata de un nuevo ajuste del modelo, que además deberá hacer frente y garantizar la lealtad constitucional. Es en este contexto donde Ceuta tendrá la posibilidad de revisar su régimen de autogobierno. No obstante, si quiere tener éxito, deberá hacerlo de forma pragmática, con peticiones no solo justificadas, sino agregadas y legitimadas por un consenso general, y no como demandas desagregadas y reclamadas indistintamente por cada una de las fuerzas políticas. Podríamos decir entonces que la lección se ha aprendido
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