“Cuando me desperté de la siesta -contaba mi amigo Antonio Duboy- me sorprendió el gran rumor de voces que provenía de la calle; y al asomarme al balcón quedé asombrado por el enorme número de personas que paseaba, en ambos sentidos, por la acera situada entre las palmeras y la balaustrada que daba al mar. Estuve un rato mirando, y también me impactó ver a cantidad de autobuses blancos que transitaban por allí, en dirección hacia el Puente del Cristo”.
Antonio Duboy llegó a Ceuta con catorce o quince años, en los finales de los 40 del pasado siglo. Hijo de un jefe de las Armada, su padre acababa de ser destinado aquí para ocupar el cargo, ya desaparecido, de Comisario de Marina. El primer día de su estancia en esta ciudad (un domingo) lo pasó en el Hotel Atlante, aún activo por aquel entonces, Cansado por el viaje -venían desde Mahón- subió a su habitación, tras haber comido, y se tumbó en la cama, quedándose dormido. Una de las voces que lo despertaron pudo ser la mía, pues por entonces se había puesto de moda el paseo a lo largo de aquella ancha acera, dotada de palmeras recién plantadas y construida poco tiempo antes. Adolescentes y jóvenes casi todos los paseantes, íbamos normalmente en grupos o pandillas, y allá nos encontrábamos los chicos con las chicas.¡Cuántos amoríos surgieron en esa acera! Algunos fueron simplemente pasajeros, pero otros llegaron a cuajar y acabaron en bodas,
Se llegaba, más o menos, hasta el Cristo, y vuelta atrás. Frente a Casa Parres, otra vez se volvía, y así durante varias horas, hasta la de cenar. Para descansar, muchos se sentaban sobre la balaustrada, corriendo así un cierto peligro que, por fortuna y según creo, nunca pasó de ahí.
Uno de los alicientes principales del lugar era el agradable olor a almendras garrapiñadas que despedía el puesto callejero que instalaba, más o menos a la altura de la estatua de Tablas, un guardia municipal (que así eran conocidos por aquella época, pues lo de Policía local es una denominación relativamente nueva). Creo que se llamaba Pepe, y que ha fallecido hace poco tiempo. Descanse en paz. Las garrapiñadas le salían riquísimas, y endulzó con ellas a muchos ceutíes, pues raro era el paseante que no le compraba al menos un cucurucho.
El Paseo de las Palmeras vino a sustituir la antigua costumbre de andar arriba y abajo por el Revellín, “sacándole brillo al pavimento”, como decía el Profesor Artigas, catedrático de Filosofía en el viejo caserón del Instituto, situado tras el Casino Militar.
Hoy, tras la apertura de la Gran Vía y la transformación que ha sufrido (nunca mejor empleada la palabra), el Paseo de las Palmeras ha perdido, por desgracia, aquel atractivo. Ya son pocos los que transitan por allí. Los comercios se han resentido notablemente, y no hay multitudes como las que asombraron a mi gran amigo y compañero de curso Antonio Duboy -trágicamente desaparecido tiempo más tarde- ni autobuses blancos (el color con el que por aquel entonces estaban pintados todos ellos). Ahora casi todo el tráfico va por el llamado Desdoblamiento, junto al Puerto Deportivo, que tampoco existía en esa época, en la que el mar llegaba justo hasta los bajos de la balaustrada, sobre la cual fueron instaladas algún tiempo después de su construcción farolas decorativas que, además, iluminaban la acera.
Solamente quedan, pues, los buenos recuerdos de una época que nunca volverá.
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