Opinión

Las juventudes de la incertidumbre

Dicen que el diablo sabe más por viejo que por diablo, y digo yo que no es verdad.” Escuchaba recientemente la comparsa del Carnaval de Cádiz de 2011 Los Príncipes, de una de las personas cuya obra me animó a estudiar Filosofía: Juan Carlos Aragón, poeta y filósofo, tristemente desaparecido hace ya más de tres años. Pensaba en la inseguridad, en la manera en que los proyectos de las nuevas generaciones se encuentran envueltos por ella… Continúa el maestro: “(...) Porque antes de la sepultura, todos los hombres envejecen, ¡pero qué pocos maduran!”. Estos versos venían a mi mente en este inicio de curso, en el cual el principal tema de mis reflexiones ha sido la juventud. Si tuviera que definir en una palabra la característica más determinante de su vida, elegiría incertidumbre.

Este concepto ha sido analizado, en sus múltiples variantes, por diferentes filósofos a lo largo de la historia. Para Michel de Montaigne, la duda es una herramienta para la crítica del dogmatismo y del fanatismo. Según René Descartes, es el punto de partida de un método que busca el fundamento de las verdades. No obstante, la incertidumbre a la cual me refiero se encuentra preñada de un sentido existencial y un sabor amargo.

Este cariz lo toma a partir de la emergencia de las corrientes existencialistas y vitalistas del siglo XIX y XX, de las cuales podemos destacar a los españoles Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset. Unamuno habla de la inmortalidad del alma como algo imposible de demostrar pero necesario como creencia que calma la sensación de vacío, mientras que Ortega compara cada vida con una historia de la cual cada ser humano es narrador único.

La ausencia de certezas es, por tanto, consustancial al ser humano, pero es algo que especialmente ha acompañado a la juventud actual desde su nacimiento hasta nuestros días, pues - y aquí me incluyo, dado que nací en 1995 - nuestra biografía se encuentra atravesada por dos crisis: una, en 2008, cuando empezaban a florecer nuestras conciencias; otra, en 2020, cuando se suponía que ya estábamos llamados a tomar las riendas de nuestro futuro. Soy de los afortunados que, en este contexto y con esta edad, tiene la suerte de tener un trabajo digno. Los puestos COVID y la necesidad de docentes para rebajar unas ratios incompatibles con la situación de pandemia me han ayudado a llegar hasta este punto, como a otros muchos y muchas que iniciaron su andadura profesional en esta década. Pero somos la excepción. Más aún, si contamos la juventud a la que impartimos clases en Secundaria y Bachillerato.

Lo peor de todo, para ellos y ellas, es la ausencia de herramientas para construir sus propias vidas desde sus primeros años, en un mundo hipercomplejo, en el cual las nuevas tecnologías, sus algoritmos, la precariedad y el encarecimiento de los bienes básicos amenazan su libertad por la doble vía de la saturación, que estrecha su capacidad imaginativa, y el empobrecimiento. Nos quejamos de su abuso del móvil y las redes sociales y de cómo les convierte en “borregos”, pero no les enseñamos los mecanismos para evitarlo, quizá porque ni siquiera los conocemos ni están a nuestro alcance. Y aquí es donde reside la principal diferencia entre las incertidumbres pasadas y la presente.

Esta provoca una angustia más profunda, tomando el concepto tal y como fue estudiado por Jean Paul Sartre, pues no hay nada concreto ante lo que contener la respiración, y ni siquiera podemos formarnos una idea aproximada de lo que nos depara el porvenir. Dicha angustia se basa, según este filósofo, en la libertad de acción y en las infinitas posibilidades que de ella surgen. Puede que incluso hoy en día hayamos arrebatado el futuro y las consecuencias de sus actos de las manos de nuestra juventud.

La famosa cantante Rosalía es un ejemplo de la capacidad de adaptación  a las inéditas situaciones propias de nuestro mundo y del manejo de los instrumentos necesarios para cartografiar el mañana

En este punto se hace necesario recurrir al filósofo más “juvenil” de todos: Friedrich Nietzsche. En concreto, rescatar sus tesis sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. Según este pensador, cada época se caracteriza, entre otras cosas, por su concepción de la historia y los acontecimientos pasados. Si la historia es monumental, los discursos reinantes hablarán de las grandezas del pasado y de la necesidad de recuperarlas; si es anticuaria, la pulsión de conservación y de veneración de lo existente se hallará por encima de otros impulsos; y si es crítica, el relato dominante será de rechazo y condena del pasado. El exceso de historia en general, para Nietzsche, debilita la “fuerza plástica vital”, esto es, las posibilidades creativas de la existencia.

Análogamente, Ortega diferencia entre las generaciones que se encuentran más a gusto con lo recibido, protagonistas de tiempos viejos, y aquellas caracterizadas por su beligerancia constructiva, personajes principales de tiempos de jóvenes.

Teniendo en cuenta todo ello, creo que la juventud necesita ser una generación beligerante con el pasado, construir una historia crítica, demoler a martillazos los ídolos heredados de la tradición como propugnaba Nietzsche o, en nuestro caso, los anticuados edificios intelectuales, morales y políticos que se construyeron durante el ominoso siglo XX, a todas luces inútiles para el postmoderno siglo XXI. Su vida es una incógnita imposible de despejar. La realidad es en todos los casos nueva. Por tanto, las rutas de navegación de estos tiempos insondables deben ser escritas desde cero, y hay quienes ya lo están haciendo. Entre otras, Rosalía.

La famosa cantante es un ejemplo, a mi juicio, de la capacidad de adaptación a las inéditas situaciones propias de nuestro mundo y del manejo de los instrumentos necesarios para cartografiar el mañana. En su canción Sakura, un canto a la levedad y la fugacidad de la fama y la vida con la cual se podría colocar en la estela de los filósofos citados, termina con estos versos: “Las llamas son bonitas porque no tienen orden, y el fuego es bonito porque todo lo rompe”.

Así pues, es urgente: necesitamos martillos en las manos de las juventudes de la incertidumbre.

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