El parque de perros es ya un ágora en la que soltamos a nuestras mascotas y entablamos un diálogo entre iguales, un espacio en el que puedes alcanzar el nirvana inducido por el ambiente. Desconectamos tanto de lo cotidiano: el trabajo, estrés, obligaciones cotidianas, problemas de todo tipo y todo tipo de rutina que va minando la felicidad.
Allí todos somos iguales: los perros nos enseñan que son perros y que no hay ninguna diferencia que los distinga. A los usuarios nos pasa lo mismo; no importa el estatus, la profesión, las ideas políticas... cualquier cosmovisión del mundo es aceptada y respetada.
Tanto es así que si un usuario no cumple estás normas no escritas es aislado por los demás como si hubiera un código de comportamiento que todo el mundo asumimos tácito o explícitamente.
Ayer, y otros días surgió el tema de un municipal justiciero que intenta cumplir las leyes del consistorio a rajatabla y sin miramientos.
Criticaban mis compañeros que le cascó una multa de 800 euros a un señor que carecía del recipiente necesario para echar agua sobre la orina del perro. También otra mañana de cielo despejado por el viento, otro usuario, indignado, contaba que dicho policía le multó porque su can no llevaba bozal. Aunque le requirió al agente que no tenía que llevarlo, el agente se empeñó haciendo caso omiso a la demanda del ciudadano. De hecho, cuando tuvo que ir a pagar la multa correspondiente no tuvo que hacerlo porque no había infringido ninguna normativa.
El exceso de celo en el cumplimiento de su trabajo ha causado cierta alarma en los amantes de los cánidos en varias ocasiones: en la playa, en el parque de Santa Catalina, en los aledaños del monte, etc...
El parque de perros se ha convertido en una especie de ‘asilo político’ para todo mortal con can. Se dice, que fueraparte (que así se dice en Cádiz) dicho justiciero, en el buen sentido de la palabra, no tiene un trato amable y pedagógico sino todo lo contrario, malas formas, malas maneras y airadas palabras, multa incluida.
¡Estás multas se pagan porque la pone con la maquinita! dice llena de ira Floripondia Gallego. Acostumbrados a tener primos, vecinos, hijos, nietos, cuñados, concuñados, conocidos, sobrinos, militantes del partido y otro largo etcétera, las multas quedaban exoneradas por la mano amiga que las desaparecía. Estas hay que pagarlas, insistía Floripondia Gallego moviendo las manos como si fuera sordomuda.
¿Qué hará este servidor publico cuando un niño o una niña, acompañado por sus progenitores haga pipí en la vía pública? ¿Los que comen pipas y tiran las cáscaras al suelo, los que echan papeles, los que sacan la basura a destiempo, los que dejan abandonados escombros, los de la botellona que siembran otras mierdas que no son caninas, los que escupen en las aceras, los que siembran la calle de colillas, los patinetes asesinos que causan terror a los viandantes, los vehículos que invaden las calles a la salida de los colegios, los responsables del suelo resbaladizo por el que te rompes la crisma, los encargados de arboledas, farolas y casas en ruinas que, con el viento de levante o de poniente te pueden cortar el cuello?
¿Habrá más agentes de la autoridad justicieros? ¿Se creará esta figura implacable o se quedará nada más para asuntos caninos?
Yo, por si las moscas, siempre ando con mi Abby y mi botellita en el refajo.