La persona que no arriesga nada por sus ideas, no vale nada como persona; o son sus ideas las que no valen nada”. Se atribuye a Platón esta sentencia, que sintetiza prodigiosamente una profunda reflexión sobre el sentido de la vida, y que adquiere un gran valor en un tiempo marcado por la ausencia de compromiso. La palabra fácil y huera ha sustituido a la implicación activa. El triunfo de la opulencia como referente vital prioritario, ha eclipsado el instinto natural que impulsa al ser humano a luchar por un mundo mejor. El temor a sufrir algún tipo de merma en el nivel de vida alcanzado o expectante, provoca el distanciamiento de la vida pública hasta el extremo de hacernos abdicar de la condición moral de ciudadano. Este fenómeno, que se extiende por todas las democracias occidentales (el bajo índice de participación en las elecciones es un síntoma incontestable, interesadamente infravalorado), se agudiza en aquellos lugares en los que el sistema ha degenerado y el clientelismo ejercido desde el poder se convierte en un modo moderno de autoritarismo, basado en el dominio psicológico de una mayoría silenciosa, obediente y pusilánime. Ceuta es un ejemplo de manual.
Este contexto no es el más apropiado para afrontar retos de enorme envergadura y complejidad como el que Ceuta tiene inevitablemente planteado. El futuro de nuestra Ciudad demanda, de manera indubitada, la instauración de un nuevo orden social. Cualquier análisis sereno, objetivo y riguroso de la situación actual y de su evolución inmediata, conduce a la irrefutable conclusión de que es insostenible (además de radicalmente injusto) un modelo de convivencia sustentado en la coexistencia de dos comunidades herméticas entre sí, dotada cada una de su propia escala de valores, y estructuradas en una relación jerárquica de dominio y subordinación, respectivamente. Es preciso redefinir la identidad de nuestro cuerpo social sobre la base de una integración efectiva de las dos culturas (musulmanes y cristianos) en igualdad de condiciones. No es fácil.
Nada nuevo lo es. Y produce vértigo. Pero es la única esperanza. Lo contrario equivale a mantener una Ciudad decadente, transformándose vertiginosamente en reliquia hasta su extinción. Una especie de régimen segregacionista hábilmente camuflado para guardar las apariencias democráticas, que durará mientras a la minoría pudiente y poderosa le compense económicamente su permanencia en la Ciudad. Ese no puede ser el destino de nuestro pueblo. Sería un cruel final para todos aquellos hombres y todas aquellas mujeres que durante años (siglos) han escrito nuestra historia con jirones de su alma. La fusión de musulmanes y cristianos es nuestra Ítaca. Parafraseando a Gandhi, podríamos decir que no hay un camino para la fusión, la fusión es el camino. Juntos vivimos, y todos debemos decidir.
Es un camino repleto de trampas, dificultades y sinsabores. Nadie sale indemne cuando se trata de desmontar privilegios o cambiar mentalidades ancestrales. Pero ha llegado el momento de arriesgar. El proyecto político presentado como “Caballas”, ejemplo de valentía y generosidad, abre una brecha en el espeso muro de la intransigencia. Así lo ratifica el histerismo provocado en las filas conservadoras. Aunque todavía es insuficiente. Enfrente nos vamos a encontrar una resistencia muy combativa, dirigida por quienes hacen del racismo su negocio, y secundada con fervor y virulencia por una muchedumbre prisionera de prejuicios inveterados.
Por este motivo resulta especialmente importante que todos los ceutíes de sincera convicción en el principio de igualdad entre todos los seres humanos, se sumen con entusiasmo al incipiente movimiento por este trascendental cambio de coordenadas. Son imprescindibles. Aquellos ciudadanos de buen corazón que se mantienen voluntariamente al margen de la contienda por escepticismo, incredulidad, descreimiento, pereza o desconfianza, deben comprender que en la lucha contra el racismo (en todas sus modalidades e intensidades) no se puede ser neutral. La pasividad es cómplice de la maldad.