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¿Juncos o acacias para el altar del Medinaceli?

Que a nadie le quepa duda: Dios hace de todo lo que nos acontece en la vida, un continuo desafío irreversible a la fortaleza de nuestra fe, permitiendo situaciones que van a caballo entre la lógica y la locura, entre la casualidad y el destino, dándonos la libertad para que creer en él o en el azar. Dios nunca deja que ocurra nada sin un propósito, sin un fin predeterminado, que nosotros, no llegamos a comprender en nuestra limitada sabiduría, y finita inteligencia. Puede ser que, sea esto lo que esté aconteciendo con el mantenido e incomprendido “desprecio” hacia nuestra querida imagen de su hijo, nuestro Señor de Ceuta, abandonado en su lóbrego altar catedralicio, tácito “depósito” de los despropósitos.
Sin embargo, en el Éxodo 30: 1-10, Dios nos da instrucciones precisas para su altar. Concretamente, cuando dice: «Harás también un altar de madera de Acacia de cinco codos de longitud, y de cinco codos de anchura: será cuadrado el altar, y su altura de tres codos». Me llama la atención que se indique el tipo de madera. ¿Por qué Dios ordenó que se hiciera su altar con madera de Acacia? Hay miles de especies de árboles, pero al Señor solo le interesa la acacia, que crece en el desierto y en los valles del Sinaí. Sin duda, un claro adelanto del texto de Mateo: «Muchos son los llamados y pocos los escogidos» (Mt 22:14). La biblia hace referencia a la distinta naturaleza de los árboles. En Jueces 9 dice que el tipo de árbol es como un reflejo directo de la naturaleza del hombre. Así, por ejemplo, el árbol de cedro es noble y fuerte, y sobre todo muy resistente a la polilla, lo mismo que el ciprés, por eso se utiliza para tallar las imágenes de nuestro Señor Jesucristo. Cada árbol, como las personas, tiene una especial idiosincrasia. Pero, entre todas las maderas, Dios solo eligió la acacia para su altar. Sin embargo, no es el más hermoso, ni el más recto, ni el más elegante, pero es el único que puede ser cubierto de oro. Por tanto, esta elección divina no es por capricho, las acacias tienen una madera fuerte, incorruptible, ligera, dura, e imperecedera, pero sobre todo, siempre firme ante cualquier adversidad. Las acacias son árboles fijadores de nitrógeno, es decir, abonan el suelo para que crezcan otras plantas, favoreciendo la vida en los ambientes más inhóspitos como el desierto. Los botánicos destacan una cualidad muy importante de esta planta, la protección innata de la especie. Cuando estos árboles están próximos, si un depredador ataca a uno de ellos devorando sus hojas, el vegetal reacciona, liberando sustancias volátiles que, a modo de alarma, y a través del viento, llegan a otros ejemplares cercanos, los cuales de forma temporal, generan rápidamente en sus hojas una sustancia química repelente, que les permite protegerse de los enemigos. Esta ayuda mutua no es posible cuando estas plantas están separadas. Pienso que los cofrades tendríamos que aprender mucho de las acacias, y estar más unidos que nunca, ante presuntos depredadores de estirpe iconoclasta.
El Medinaceli con su altar, no es el primero en sufrir estos ataques. Que nadie olvide que esta pandemia iconoclasta no es nueva, antes le tocó a una inocente y bella imagen de la Virgen de la Paz de un niño, con su injusto y público desprecio durante su bendición. Su altar, “castigado” sin velas ni flores, por orden expresa del Padre Cristóbal Flor, fue expulsado de la ermita de San Antonio. Después este presbítero prohibió el tradicional rosario de la aurora de su cofradía ante el cómplice y cobarde silencio de su Junta de Gobierno. Hoy, le ha tocado al Medinaceli, pero mañana, sin duda, habrá otra la víctima de la irreductible “polilla” de la iconoclasia.
Dice el éxodo que las columnas del altar del Señor también tenían que ser de madera de acacia para poder ser cubiertas de oro. ¿Por qué? Estos basamentos tienen que llevar todo el peso del altar. ¿Qué pasaría si una madera vulgar se cubriese de oro? ¿Qué pasaría cuando se pudriese la madera? ¿Qué pasaría si la madera de las columnas se partiese con el peso del altar? Y los cofrades ¿Cuál es nuestra madera? ¿Su calidad le permitirá ser cubierta con ese preciado y divino metal? ¿Resistirá el peso de nuestro “pesar”?
Sobre este altar de acacias; sólo los sacerdotes como Aarón, podían quemar incienso como signo de oración a Dios. El olor a incienso, cuyo humo asciende hacia los cielos, se interpreta en este contexto, como el auténtico perfume para Dios mediante nuestras continuas oraciones al todopoderoso. Señor Obispo ¿Queman ahora sus canónigos incienso en el nuevo altar del Señor de Ceuta? No olvide que, en este altar, solo se puede quemar incienso, pero nunca puede “arder” en el infierno del desprecio y abandono la imagen del Dios hecho hombre. No podemos orar al Medinaceli de cualquier manera y en cualquier altar. Si lo hacemos premeditada y deliberadamente mal, no podemos pedir encima que nos escuche. La culpa de lo aquí acontecido es solo nuestra, pero ¿Quién es el verdadero responsable de esta falta de conocimiento? La envidia y la prepotencia son las dos grandes columnas que sostienen el templo de los impíos, y la ignorancia, el único ALTAR, que veneran los mediocres, de mente, de espíritu y de corazón. Algunos parece que les falta CONOCIMIENTO, porque, prefieren seguir haciendo aquello que les complace y no la voluntad de Dios. El conocimiento de Dios es fundamental para obrar de acuerdo a su voluntad, y no de acuerdo a los dogmas o caprichos del sacerdote de turno. Así aparece en la Biblia: «Mi pueblo ciertamente será reducido a silencio, porque no hay conocimiento. Porque el conocimiento es lo que tú has rechazado, yo también te rechazaré de servirme como sacerdote; y como sigues olvidando la ley de tu Dios, yo me olvidaré de tus hijos» (Oseas 4:6). En el contexto de los últimos lamentables sucesos ocurridos en la catedral, creo que el deán, el padre José Manuel, hace tiempo que no “lee” a Oseas.
Señor Obispo ¿sabe usted de qué madera está hecho el altar catedralicio dónde se depositó, en su desprecio y abandono, al Medinaceli? ¿De qué madera está hecha nuestra conciencia cristiana donde reposa la voluntad de Dios? ¿Es de una madera noble y resistente como el cedro, el ciprés, la caoba, o la acacia? ¿O por el contrario se trata de un inconsistente aglomerado de viruta prensada por nuestra infinita prepotencia? ¿Permitiría Dios construir su altar con tan indigno material? ¿Tendrá la soberbia del hombre, fuerza suficiente para que ese angosto tablero catedralicio soporte el peso acumulativo de la desidia, pereza, inquina, ira y sobre todo de la irreverente iconoclasia?
Señor obispo ¿Quién tuvo la idea de trasladar al Señor de Ceuta a la catedral? ¿Quién buscó con rapidez e improvisación ese recóndito rincón para el sórdido altar del Medinaceli? ¿Quién ordenó su “depósito” en ese angosto tablero? ¿Quien se preocupa ahora por su actual estado de languidez y reticencia? Y las preguntas más importantes ¿Cuál es la auténtica razón que “justifica” el abandono de estas imágenes en la catedral? ¿Por qué no reciben culto en el altar de la capilla de su casa de hermandad? ¿Existen argumentos o es solo un capricho crecido y abonado en el lodo de la prepotencia? ¿Crece el junco sin lodo? (Job 8:11). Nunca olvide que la soberbia es el pozo ciego que riega al único árbol del huerto de los mediocres; la envidia. Y este árbol no es una acacia, precisamente, sino el junco del río, o esa higuera del evangelio de Marcos (11:12-14), que negó su fruto al Señor, verde y frondosa por fuera, pero estéril e inútil por dentro.
La humildad es la cualidad por defecto del sacerdocio, lo mismo que la valentía al militar. Creo, que ya va siendo hora que la Junta de Gobierno de la hermandad reclame al obispado la “custodia” legal de la imagen que sostiene el derecho canónico. Es necesario que nuestro señor obispo se interese por la voluntad del pueblo de Ceuta, auténtico dueño y señor de la imagen. Ya va siendo necesario que sus numerosos fieles caballas reivindiquen su “patria potestad” sobre el Medinaceli, esa entrañable herencia que nos dejaron con dignidad y libertad nuestros ancestros. Si no luchamos ahora por el Señor de Ceuta, y seguimos sentados, en la orilla del río, como los juncos, puede que lo veamos pasar flotando en las turbulentas e irascibles aguas de la iconoclasia.
Por tanto, ahora la primera “piedra” lanzada “sin pecado”, está en el tejado de casa de hermandad del Medinaceli. Su Junta de Gobierno tiene una ocasión de oro para demostrar, sobre todo, su capacidad de lucha y RESISTENCIA, que no es lo mismo que RESILIENCIA. Este último concepto mide la habilidad y capacidad del ser humano de adaptarse al medio y a sus cambios desfavorables, mediante su capacidad de superviviencia en su entorno desfavorable. En este rancio ambiente que nos ha tocado vivir con la Iglesia actual, puede que algunos cofrades actúen como esos juncos que sobreviven sin dignidad en la corriente del río torrencial de la vida. Por una parte, con una ligera dosis de hipócrita “resistencia”, para no ser arrancado por las turbulencias de ese nuevo río de poderoso cauce iconoclasta que nació en el monte Hacho, y por otra, extraordinariamente “flexible” para volver siempre al mismo sitio cuando pase la fuerza del torrente, y sus aguas, con el paso del tiempo, vuelvan a pasar cristalinas y serenas por el valle. Pero antes de actuar siempre como el junco, y seguir su cómodo modelo, deberíamos reflexionar sobre la madera con la que estamos hechos los cofrades. ¿Nuestro tallo es resistente e incorruptible como la acacia del desierto, o por el contrario es voluble, flexible, hueco e inconsistente como el junco del río? Por la ligereza de su tallo hueco, los juncos nunca se oponen a la soberbia de su torrente, no luchan contra las adversidades de su impetuosa corriente, intentan dejar el agua pasar, quizás siguiendo el famoso refrán «agua que no has de beber déjala correr». Y así, con el tiempo, cuando pasa la inundación de su cauce, el junco generalmente, vuelve altivo y arrogante a su lugar. Este astuto vegetal ha aprendido que es más cómodo dejarse llevar por las fuerzas torrenciales de la naturaleza humana. Hay que reconocer que esa táctica del junco, no está siempre al alcance de todas las plantas, ni en todas las circunstancias de la vida. No todos los cofrades tenemos esas las fibras ligeras y flexibles del junco. Algunos no tenemos su “especial” naturaleza, ni nos gusta el juego de su fariseísmo y complicidad con el río. Pero todo tiene un límite, pues cuando esta hipocresía es de tan mala calidad como su “madera”, entonces, ya va siendo hora de decir toda la verdad, aunque para luchar por ella necesitemos una larga paciencia.
Los que no hemos nacido como el junco, en la cómoda ribera del río, somos consciente del riesgo que corremos con nuestra oposición a la soberbia del río, pues como advertía Walter Rizo: “La sinceridad puede convertirse en la más cruel de las virtudes, si no es gobernada por la prudencia“. En nuestro contexto, los cofrades tenemos que elegir en esta dicotómica disyuntiva, juncos versus acacias. Cuidado en la decisión, pues  como decía José Ingenieros, «seres desiguales no pueden pensar de igual manera. Siempre habrá evidente contraste entre el servilismo y la dignidad, la torpeza y el genio, la hipocresía y la virtud».
Soy consciente del riesgo “social” que se corre cuando se escribe continuamente la verdad en los medios públicos. Además esta insólita conducta, en nuestro peculiar mundo cofrade, puede tener un alto coste, pues como decía Martin Luther King: «Para tener enemigos, no hace falta declarar una guerra, basta con decir lo que se piensa». En el seno de la Iglesia, para encontrar todo tipo de “enemigos”, visibles e invisibles, solo hay que mostrar una cierta oposición pública a las antojadizas “órdenes” de algunos miembros del clero, y a las desafortunadas embestidas de su siempre fiel entorno eclesiástico. Solo eso basta para ser declarado excéntrico “hereje”, y que tu noble madera de ciprés, cedro o acacia, arda para siempre en la pública hoguera inquisitoria del desprecio y de la intolerancia.
Sin embargo, con los años todo se supera, no olvidemos que el junco tardó una eternidad en aprender su conducta. Solo el tiempo pone a cada uno en su sitio, incluido al junco, y a veces también a esos ríos, que ahora se creen potentes y caudalosos en su infinita soberbia, pero luego, cuando lleguen los futuros “cambios climáticos”, sus aguas cambiaran de cauce y de geografía, y sus antiguos y caprichosos meandros quedarán secos, y sus orillas estériles, serán el nuevo cementerio de esos juncos de la hipocresía, secados por el calor abrasivo de la justicia divina del sol. Algunos cofrades, no somos tan hipócritas, creemos a veces en la nobleza del alma de nuestra madera, y de vez en cuando, sentimos una imperiosa necesidad de situarnos en el centro del cauce de ese río, que nació con prepotencia en la ermita del santo, y que ahora inunda y ahoga los valles de nuestras conciencias. Ante su altanera injusticia, necesitamos chocar de frente contra su desafiante torrente, para que salga a flote la razón que navega en nuestra barca de aromática y exquisita madera de acacia, que al ir cubierta con el oro divino, corre el riesgo de hundirse en las profundidades del río, al colisionar con su infinita soberbia. Sin embargo, otros cofrades, esos “inteligentes” y altivos juncos del valle, han aprendido hábilmente a sobrevivir en la prepotencia de las crecidas de su cauce. Han sido adiestrados por el río para doblegarse con sumisión incondicional ante su torrencial fuerza iconoclasta, para luego, como recompensa, crecer en sus “fértiles” orillas. Me gustaría aprender de esos “juncos” cofrades, ser como ellos, siempre hábiles y flexibles. Pero la naturaleza de la madera de mi conciencia no es como la del junco, inconsistente, hueca, estéril e inútil, que tarde o temprano, sucumbe por la fuerza del río, y muere sin dignidad, bien arrancada de raíz por el exceso de agua, o se seca en la ribera del río por su ausencia. Por tanto, solo los jueces de la historia, del incorruptible tribunal del tiempo, dirán cual era la verdadera naturaleza de la madera de los cofrades de la Junta de Gobierno de la hermandad del Medinaceli. Si flexible, adaptativa e hipócrita, como esos juncos del valle, que crecen nutridos y pasivos en su ribera, o por el contrario, estaban hechos de una madera dura, incorruptible, regia, e imperecedera, permaneciendo siempre firmes y unidos, en alerta constante, como las fuerzas armadas, ante cualquier adversidad, como solo lo hacen las acacias elegidas por Dios. Pero, que no olviden esos cofrades, únicos responsables ante el hombre y ante Dios del destino de sus titulares, que antes de ese histórico juicio final, les esperan otros “jueces”. Pues como dijo Mahatma Gandhi «Mañana tal vez tengamos que sentarnos frente a nuestros hijos y decirles que fuimos derrotados. Pero no podremos mirarlos a los ojos y decirles que viven así porque no nos atrevimos a PELEAR».

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